sábado, 10 de maio de 2008

Arde la civilización


Aquella tarde berlinesa del 10 de mayo de 1933, las juventudes nazis estaban más exaltadas que de costumbre. La bestia parda, con Goebbels a la cabeza, la había tomado con los libros que consideraba perniciosos para el Reich que iba a durar mil años. Los energúmenos uniformados salían de las bibliotecas cargados de volúmenes. El punto de confluencia era la Franz Joseph Platz. Una montaña de libros aguardaba la quema, según el diagnóstico del doctor tullido y maestro redomado de la verborrea.

El acarreo de material impreso para engrosar la pira se prolongó hasta entrada la noche. Llegaron más juventudes hitlerianas y miembros de la Asociación de Estudiantes Alemanes; ataviados con uniformes tradicionales tomaron al asalto la biblioteca de la Universidad Wilhelm Von Humboldt. Comenzaba la siniestra danza del fuego. Quemar la cultura, en un acto de totalitarismo vanguardista que dejaba pequeño a Marinetti. Las antorchas de la barbarie. Entre el público se encontraban atribulados corresponsales y el periodista palentino Eduardo de Guzmán (1909-1991), redactor de la publicación anarquista «Tierra y Libertad». Ironías de la Historia. Represaliado por el franquismo, tras la guerra civil sería el traductor de los Diarios de Goebbels.

Y en eso llegó el doctor y ministro de Propaganda. Encabezaba una caravana de coches. Rodeado de sus acólitos, empezó a vociferar ante un micrófono: «La época del intelectualismo judío ha terminado y el triunfo de la Revolución alemana deja de nuevo paso franco al espíritu germano... Estáis cumpliendo con vuestro deber al entregar a las llamas el endiablado espíritu del pasado a estas horas de la noche. Es un acto grande, fuerte, simbólico; un acto que atestiguará ante el mundo entero que los fundamentos espirituales de la República de noviembre han desaparecido. De estas cenizas surgirá el fénix de un nuevo espíritu... El pasado muere entre las llamas. El futuro surgirá de las llamas dentro de nuestros corazones... Alumbrados por estas llamaradas, nuestro grito será: El Reich, la Nación y nuestro Führer, Adolf Hitler...»

Mientras tronaban los gritos de «Heil! Heil! Heil!», entre las cenizas que removía el aire, Eduardo de Guzmán recordaba unos meses antes, en el Palacio de Deportes de Berlín, cómo aquel «hombrecillo diminuto, uno de los más versátiles encantadores de multitudes» conjugaba el oportunismo del eslogan con la fogosidad del gesto y la elocuencia del verbo: «Su voz, que tenía el timbre fuerte y resonante, parecía salir con emoción de sus labios. Sus gestos eran apasionados. Su actitud en general hacía pensar en un fanático que no podrá añadir una sola palabra cuando haya anunciado el mensaje de que se cree portador...» A pesar de ese temperamento ígneo, todo en Goebbels estaba cuidadosamente pensado. En sus ademanes vigorosos, señala De Guzmán, no había un atisbo de temblor: «Siempre adoptaba la posición adecuada para un gesto determinado antes de comenzar a ejecutarlo. Era un cómico que sabía exactamente lo que estaba haciendo, que calculaba por anticipación el efecto de cada palabra y de cada gesto...»

Se iban consumiendo las obras de Thomas, Heinrich y Klaus Mann, Alfred Doblin, Max Brod, Stefan Zweig, Erich Maria Remarque, Sigmund Freud, Bertolt Brecht, Arthur Schnitzler... incluso la norteamericana Helen Keller. Más de veinticinco mil obras con predominio de autores judíos. Las llamas reverberaban en las pupilas inyectadas de odio de los jóvenes bárbaros, antorchados y con esvásticas. Ardían «El Ángel Azul» de Heinrich Mann y «Emilio y los detectives» de Kaestner entre cantos «por la decencia en la familia y en la propiedad». La sexualidad sucia, según Goebbels, la personificaba Freud y su escuela. El periodista Emil Ludwig era responsable de distorsionar la Historia. Y Erich M. Remarque, autor de «Sin novedad en el frente», de deslealtad literaria hacia los soldados prusianos de la Gran Guerra. La quema se propagó por otras ciudades alemanas. Aquella noche, explica Fernando Báez en su «Historia universal de la destrucción de los libros», Hitler estaba cenando con algunos amigos. Su comentario sobre la iniciativa de Goebbels fue lacónico: «Cree en lo que hace», se limitó a decir.

Aquella noche de mayo de 1933 culminaba el Gran Incendio de la democracia que inauguró la destrucción del Reichstag el 27 de febrero de aquel mismo año. El 22 de septiembre, la Ley de Cámaras Culturales ponía bajo la férula del doctor Goebbels la radio, el teatro y la prensa. El 4 de octubre, todos los periodistas eran depurados y pasaban a ser servidores del III Reich. Cinco años después, otro día 10 de noviembre de 1938, Hitler soltó a las turbas pardas contra los judíos en la Noche de los Cristales Rotos: sinagogas reducidas a escombros, tiendas saqueadas, pintadas insultantes, ciudadanos apaleados...

Goebbels convocó a la prensa para una de sus siniestras declaraciones solemnes. Eduardo de Guzmán volvió a ser testigo de otra fecha aciaga de la civilización. En el palacio Leopoldo, sede del Ministerio de Propaganda, volvió a encontrarse con el hombrecillo nervioso y fanático. Obligados a permanecer de pie, los periodistas fueron anotando la versión oficial del genocidio: «Todos los relatos que hayan llegado a sus oídos acerca de pretendidas destrucciones de propiedades judías son una mentira hedionda. No se ha tocado el pelo de un solo judío».

Mientras Goebbels hablaba, el siniestro rumor de las lunas rotas llegaba a los oídos desde la comercial Lepziger Strasse. Los allí congregados no daban crédito a la capacidad de desfachatez del ministro. Alguien intentó un atisbo de pregunta... pero el hombrecillo con gabardina había desaparecido. Del Bibliocausto al Holocausto. «Allí donde queman libros acaban quemando hombres». Así lo había escrito, un siglo antes, el poeta Heinrich Heine.

Sergi Doria

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