Primero se habló de los cuatro tigres asiáticos: Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong Kong. Eran países que en el curso de una generación saltaron de la miseria al desarrollo. Luego vinieron Nueva Zelanda (el Tigre Anglo), Irlanda (el Tigre Celta) e incluso Chile, al que comienzan a llamar el Tigre Latino y que parece decididamente encaminado a formar parte del Primer Mundo. Lo curioso es que, entre esas historias de éxito, nadie cita la más impresionante de todas: Israel.
Por estas fechas se cumplen sesenta años de la tumultuosa fundación de Israel, en el inhóspito arenal del Medio Oriente. Casi nadie apostaba por la supervivencia de este pequeño Estado surgido en la tensa primavera de 1948, en medio de los primeros combates de la Guerra Fría. Los padres fundadores eran apenas un puñado de soñadores asediados por decenas de millones de árabes dispuestos a aplastarlos. No tenían ejército ni dinero, y provenían, algunos de ellos, del espantoso matadero nazi, donde seis millones de judíos acababan de ser ejecutados en el más siniestro genocidio que registra la historia de la Humanidad. Tenían, eso sí, una desesperada convicción: iban a construir un espacio seguro y decente en el que el atormentado pueblo judío pudiera sobrevivir al brutal antisemitismo esporádicamente practicado por casi todas las otras naciones monoteístas surgidas de Abraham, el padre común de judíos, cristianos y mahometanos.
Israel lo tenía todo en contra: la geografía, los vecinos, el suelo miserable y seco, la escasa y variada población, incluso el idioma, porque el hebreo era una lengua ritual, prácticamente muerta, confinada a la sinagoga y a la lectura de los libros sagrados, y hubo de ser revitalizada mientras la población judía se comunicaba en los idiomas vernáculos de los países de donde provenía. Unos lo hacían en alemán, otros en polaco o en yiddish; los había que sólo dominaban el turco, el árabe o el griego. En cuanto al factor étnico, había una profunda división entre dos comunidades no siempre bien avenidas: los asquenazíes, generalmente de origen germano-polaco, y los sefarditas, originalmente procedentes de España, de donde fueron expulsados en 1492.
No existía, pues, un pueblo judío, sino diversos pueblos judíos forjados en la diáspora; gentes que emigraban desde Yemen, Marruecos, Etiopía y, sobre todo, Rusia. Tampoco poseían un fenotipo dominante que los caracterizara físicamente. Se vinculaban, además, de distintas maneras a la tradición religiosa y cultural del nuevo y desconocido país, ostentando muy diferentes grados de desarrollo intelectual y académico. Variedad que, sin duda, no era el mejor cohesivo para unificar a la vacilante nación que dio sus primeros pasos en medio de una invasión destinada a "echar a los judíos al mar''.
Por estas fechas se cumplen sesenta años de la tumultuosa fundación de Israel, en el inhóspito arenal del Medio Oriente. Casi nadie apostaba por la supervivencia de este pequeño Estado surgido en la tensa primavera de 1948, en medio de los primeros combates de la Guerra Fría. Los padres fundadores eran apenas un puñado de soñadores asediados por decenas de millones de árabes dispuestos a aplastarlos. No tenían ejército ni dinero, y provenían, algunos de ellos, del espantoso matadero nazi, donde seis millones de judíos acababan de ser ejecutados en el más siniestro genocidio que registra la historia de la Humanidad. Tenían, eso sí, una desesperada convicción: iban a construir un espacio seguro y decente en el que el atormentado pueblo judío pudiera sobrevivir al brutal antisemitismo esporádicamente practicado por casi todas las otras naciones monoteístas surgidas de Abraham, el padre común de judíos, cristianos y mahometanos.
Israel lo tenía todo en contra: la geografía, los vecinos, el suelo miserable y seco, la escasa y variada población, incluso el idioma, porque el hebreo era una lengua ritual, prácticamente muerta, confinada a la sinagoga y a la lectura de los libros sagrados, y hubo de ser revitalizada mientras la población judía se comunicaba en los idiomas vernáculos de los países de donde provenía. Unos lo hacían en alemán, otros en polaco o en yiddish; los había que sólo dominaban el turco, el árabe o el griego. En cuanto al factor étnico, había una profunda división entre dos comunidades no siempre bien avenidas: los asquenazíes, generalmente de origen germano-polaco, y los sefarditas, originalmente procedentes de España, de donde fueron expulsados en 1492.
No existía, pues, un pueblo judío, sino diversos pueblos judíos forjados en la diáspora; gentes que emigraban desde Yemen, Marruecos, Etiopía y, sobre todo, Rusia. Tampoco poseían un fenotipo dominante que los caracterizara físicamente. Se vinculaban, además, de distintas maneras a la tradición religiosa y cultural del nuevo y desconocido país, ostentando muy diferentes grados de desarrollo intelectual y académico. Variedad que, sin duda, no era el mejor cohesivo para unificar a la vacilante nación que dio sus primeros pasos en medio de una invasión destinada a "echar a los judíos al mar''.
¿Qué han hecho en sesenta años los israelíes con ese mosaico abigarrado y difícil? Han hecho una complejísima democracia parlamentaria, reflejo de la diversidad de una vibrante sociedad que hoy cuenta con más de siete millones de habitantes, los cuales disfrutan de todos los derechos individuales, y en la que las poderosas Fuerzas Armadas están subordinadas a la autoridad de los civiles. Han hecho un gobierno razonablemente eficaz, más honrado que la media, pese a las turbulencias en las que han tenido que vivir. Han hecho un país con una población altamente educada y con el menor índice de violencia social del mundo; una población con un 16% de musulmanes, una minoría, también israelí, difícilmente asimilable, aun cuando constituye el grupo árabe –hombres y mujeres– que más libertades y prosperidad posee de cuantos pueblan la tierra.
Israel tiene un per cápita (PPP) de 29.000 dólares, y, de acuerdo con el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que mide la calidad de vida, forma parte de los treinta países punteros del mundo, entre Alemania y Grecia, pese a que tiene que dedicar a su defensa nada menos que el 8% de cuanto produce, porque ya se ha desangrado en por lo menos tres costosas guerras... y mañana pudiera comenzar la cuarta. Entre esos treinta países punteros no hay ningún otro de Oriente Medio (ni de América Latina, por cierto).
¿Cómo ha logrado Israel este milagro económico? Esencialmente, cultivando su enorme capital humano y sus virtudes cívicas, a base de inteligencia, rigor, trabajo intenso y respeto a la ley, lo que le ha permitido ser muy eficiente en la agricultura, las comunicaciones, la electrónica, la fabricación de equipos médicos, la aviación y la industria armamentística; hasta en el ámbito espacial: ya hay satélites israelíes girando en torno a la tierra.
Israel tiene un per cápita (PPP) de 29.000 dólares, y, de acuerdo con el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que mide la calidad de vida, forma parte de los treinta países punteros del mundo, entre Alemania y Grecia, pese a que tiene que dedicar a su defensa nada menos que el 8% de cuanto produce, porque ya se ha desangrado en por lo menos tres costosas guerras... y mañana pudiera comenzar la cuarta. Entre esos treinta países punteros no hay ningún otro de Oriente Medio (ni de América Latina, por cierto).
¿Cómo ha logrado Israel este milagro económico? Esencialmente, cultivando su enorme capital humano y sus virtudes cívicas, a base de inteligencia, rigor, trabajo intenso y respeto a la ley, lo que le ha permitido ser muy eficiente en la agricultura, las comunicaciones, la electrónica, la fabricación de equipos médicos, la aviación y la industria armamentística; hasta en el ámbito espacial: ya hay satélites israelíes girando en torno a la tierra.
No todo, por supuesto, es perfecto en el país, pero para juzgar a Israel siempre hay que preguntarse dónde existe otra sociedad libre y desarrollada que en apenas seis décadas, surgiendo de la nada y contra viento y marea, haya conseguido los logros obtenidos por el pueblo hebreo. Es hora de empezar a hablar del Tigre Semita. Hay que estudiar muy bien lo que allí se ha hecho. Es casi milagroso.
Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner
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