Hace unos días don Juan Carlos pidió públicamente a todos los poderes existentes en la sociedad española que se pusieran de acuerdo con el fin de mejorar el sistema educativo. Se trata de un hecho cargado de significación, como destacó ABC en un comentario editorial. Luego el Rey ha asumido el protagonismo en las negociaciones para la sede olímpica. La intervención del Rey es una prueba más de que su poder no es meramente residual, como sostuviese el inglés Dicey, sino que «sobre y por encima de las demás personas» el Rey ha de cuidar la convivencia de todos nosotros.
Apartándose de Dicey, el belga Louis Wodon defendió la preeminencia de los Reyes en las Monarquías parlamentarias. Así se consagra en nuestra Constitución. El Rey, en efecto, no ha de limitarse a contemplar el espectáculo de autores, agentes y actores en acción, sino que interviene arbitrando y moderando (como expresamente lo prevé el artículo 56.1); el Rey no sólo aconseja, anima y advierte, sino que guarda y hace guardar la Constitución (artículo 61.1). El Rey reina.
La preeminencia regia salvó la democracia en este país el 23-F. En aquella triste jornada, hechos impensables en ciertas Monarquías europeas (de Reyes con simples prerrogativas de poderes residuales) obligaron a Don Juan Carlos a ejercer la potestad arbitral, guardando y haciendo guardar la Constitución. El momento fue dramático: las instituciones se pararon en seco. Como árbitro, el Monarca hubo de ingeniárselas, de forma espléndida, fabulosa, apreciando las circunstancias y tomando decisiones. Y el Rey ganó, y los españoles; gracias al árbitro y al guardián, nos encontramos aún gozando de libertades públicas y participando democráticamente en los asuntos políticos. Continuamos siendo ciudadanos.
No faltan quienes se lamentan de que la prerrogativa regia sea muy reducida. También se ha puesto en duda la posibilidad constitucional de la intervención del Monarca en situaciones de emergencia. Vuelve a repetirse el conocido aforismo: «El Rey reina, pero no gobierna». Se habla mucho sobre el asunto, pero sospecho que son pocos los que se toman la molestia de leer detenidamente nuestra Gran Carta política de 1978.
El artículo 56 afirma con estilo rotundo: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones...». Esta facultad de arbitrar y moderar tiene un gran alcance, tanto en situaciones de normalidad como, sobre todo, en momentos difíciles para la Nación, en circunstancias excepcionales. Por eso el repetido aforismo se presenta con una segunda versión que refleja mejor el estatuto regio en la Constitución española; ya lo he escrito en el título: «El Rey no gobierna, pero reina». Reinar es, justamente, arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.
Pero ¿qué es arbitrar? El Diccionario de la Real Academia recoge tres significados del verbo que sirven para aclarar el artículo 56: a) Arbitrar es proceder uno libremente, usando de su facultad y arbitrio; b) arbitrar es ingeniarse; c) arbitrar es dar o proponer arbitrios. Con cualquiera de las tres maneras de entender el vocablo llegamos a la conclusión de que, en castellano, arbitrar es algo más que hacer respetar las reglas de un juego sin intervenir en él.
Pero sigamos consultando el Diccionario y veremos que «arbitrio», además de ser la facultad que tenemos de adoptar una resolución con preferencia a otra, es «la facultad que se deja a los jueces para la apreciación circunstancial a que la ley no alcanza».
Es sumamente esclarecedora esta última significación. En aquellos supuestos de hechos no contemplados por la ley, el árbitro puede y debe intervenir. Así hay que interpretar la potestad regia de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.
Benjamín Constant, a principios del siglo XIX, habló del «poder neutro», «augusto poderío de la realeza», «que en cuanto el peligro se anuncia, le pone término por vías legales constitucionales», y cincuenta años después Prévost-Paradol, desarrolló y vulgarizó la teoría del Rey-árbitro: «colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar con vigilancia el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro».
En España -insistimos- el Rey no gobierna, pero reina. A distancia de los acontecimientos y por encima de ellos, como quería Constant, pero no desinteresado de cuanto importante suceda en el país. Sabino Fernández Campo, con su inigualable experiencia, viene abogando, en ponencias académicas y conferencias públicas, por la mayor presencia del Rey en la vida social, cultural y política, además de su protagonismo en lo deportivo. Un Rey siempre vigilante de la marcha de las cosas públicas, pero con presencia activa cuando se ponen en peligro los valores supremos que la Constitución ampara. Árbitro que ha de inventar, que ha de ingeniarse, en los casos de situaciones límites que el legislador ni ha previsto ni humanamente pudo prever.
He aquí la difícil y trascendental obligación del Rey al ser concebido constitucionalmente como árbitro.
¿Cómo debe definirse, en suma, el estatuto jurídico-político de los Reyes? Contestaré con dos expresiones doctrinales. La una se apoya en experiencias monárquicas del Continente; la otra es inglesa, tanto por su autor como por los datos que se tienen en cuenta.
Según el citado Louis Wodon, el hecho de que la Constitución belga -igual que otras- limite los poderes del Rey a aquellos que expresamente le son atribuidos, no impide que exista una preeminencia regia. Razona Wodon: «El rey tiene deberes por encima de la letra de la Constitución; el juramento que presta le obliga a mantener la independencia nacional y la integridad del territorio; y el monarca, por otra parte, realiza actos importantes -advertencias, consejos, recomendaciones políticas- que no son refrendadas por los ministros. Hay, en pocas palabras, elementos fundamentales anteriores y superiores a la misma Constitución, y es el rey, jefe del Estado, a quien corresponde mantener esas bases de convivencia».
En Inglaterra, sin Constitución escrita, no resulta fácil precisar el estatuto de la Corona. Tiene uno que adentrarse a la aventura, «por el vivo y desordenado laberinto de la historia de un país». Dicey subrayará por ello -dije antes- que la prerrogativa es «el residuo de la autoridad discrecional, o arbitral, que un tiempo dado está jurídicamente en manos de la Corona». Otros poderes -por ejemplo, el Parlamento, el Gobierno- conservan sus facultades, o las aumentan. Al rey sólo le pertenece el residuo del Poder, lo que las demás instituciones le dejan. Esa es la «prerrogativa regia».
Hace más de cuarenta años publiqué un libro titulado «Las Monarquías europeas en el horizonte español». Defendí allí la tesis de la preeminencia regia. Amigos íntimos me comunicaron que en aquellas páginas había mucha fantasía, pues nuestro horizonte político estaba cerrado. En 1966, además, éramos pocos los que nos afanábamos por la instauración aquí de la democracia y menos aún los que teníamos la vista puesta en una Monarquía parlamentaria, con un Rey que arriesga cuando tiene que arriesgar, que asume el protagonismo en los asuntos difíciles.
Manuel Jiménez de Parga
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.
Ex Presidente del Tribunal Constitucional
www.abc.es
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