¿Debería haber mencionado el propuesto Tratado Constitucional para Europa las raíces cristianas del continente? Evidentemente, esas raíces avergüenzan a muchos europeos. Pero, ¿por qué se sienten los europeos más felices cuando se refieren al papel de las antiguas Grecia y Roma que al de la Iglesia en la formación de su cultura? La respuesta puede encontrarse en el modo en que se ha entendido -y malentendido- el laicismo en Europa.
Las actitudes hacia el laicismo se forjaron con el anticlericalismo de los siglos XVIII y XIX. La Revolución Francesa, en particular, tuvo un efecto decisivo en ellas. Creó dos bandos hostiles. Por un lado, estaban los seguidores de Voltaire, que pretendían écraser l´infâme [aplastar la inmundicia], que es como describían a la Iglesia. Por otro, estaban aquellos que veían la separación de Iglesia y Estado como una insurrección contra Dios.
Como es lógico, los últimos 100 años han disimulado la hostilidad entre ambos bandos. El religioso ha acabado por aceptar las libertades civiles y el pluralismo religioso. Los anticlericales -con la excepción de los marxistas de línea dura y escritores como Richard Dawkins- han abandonado sus esfuerzos por erradicar las creencias religiosas.
Pero el viejo antagonismo sigue latiendo bajo la superficie. La reacción visceral de la izquierda francesa ante la perspectiva de reconocer las raíces cristianas de Europa tiene su equivalente en gran parte de la retórica con la que la Iglesia condena el aumento de un laicismo «sin dios». Ni siquiera Benedicto XVI, el Papa más inteligente y erudito en mucho tiempo, se libra de este hábito. Recientemente llamó a un entendimiento entre las religiones para combatir el laicismo.
Ésta es la «guerra civil» no declarada de Europa. Y es tan trágica como innecesaria. Es trágica porque, al identificarse el laicismo europeo con la ausencia de fe y el materialismo, se priva a Europa de una autoridad moral, con lo cual se sigue el juego a los que están impacientes por retratar Europa como decadente y sin creencias. Es innecesaria porque se basa en un malentendido acerca de la naturaleza del laicismo.
Bien entendido, el laicismo puede verse como uno de los logros más nobles de Europa, el logro que debería representar su contribución principal a la creación de un orden mundial, mientras que las diferentes creencias religiosas siguen compitiendo por conseguir adeptos.
¿Cuál es la clave del laicismo? La clave es que la creencia en una igualdad subyacente o moral de los humanos implica que hay un ámbito en el que cada individuo debería ser libre para tomar sus propias decisiones, un ámbito de la conciencia y de la libertad de acción. Esa creencia se resume en el valor central del liberalismo clásico, o sea, el compromiso con la «libertad para todos».
¿Significa esto indiferencia o ausencia de fe? Ni mucho menos. Se basa en la creencia firme de que el ser humano supone ser un agente racional y moral, tener la libertad de elegir con responsabilidad nuestras propias acciones. Hace hincapié en la conciencia en lugar de en el cumplimiento «ciego» de las reglas. Une los derechos con las obligaciones hacia los demás. Ésta es también la idea moral central e igualitaria del cristianismo. Surge del contraste que establece San Pablo entre la «libertad cristiana» y la obediencia a la ley judía. La imposición de la fe, para San Pablo y muchos de los primeros cristianos, era una contradicción de términos.
Sorprendentemente, en sus primeros siglos, el cristianismo se extendió por medio de la persuasión y no por la fuerza de las armas, al contrario que la expansión inicial del Islam.
Cuando se sitúa en este contexto, el laicismo no significa ausencia de fe o indiferencia. No carece de contenido moral, ni de un marco neutral o «libre de valores», como a veces da a entender el lenguaje de las ciencias sociales contemporáneas. Más bien, el secularismo identifica las condiciones en las que se deberían formar y defender las creencias auténticas. Proporciona una puerta de entrada a las creencias que merecen llamarse tales, y hace posible la distinción entre convicción interior y conformidad exterior.
Y esto no sólo es una interpretación hipotética del laicismo. Es el modo en que el laicismo se ha entendido desde siempre en Estados Unidos. Se ha entendido como una condición necesaria para la fe auténtica que presupone el cristianismo. En claro contraste con los puntos de vista formados por la «guerra civil» en Europa, el laicismo en EE.UU. se ha identificado con las intuiciones morales generadas por el cristianismo.
¿Por qué no ha sido ésta la idea en Europa? Durante siglos, una Iglesia privilegiada y monolítica, que casi era inseparable de la sociedad aristocrática, enfrentaba a los europeos. Así que la Iglesia se asociaba a la jerarquía social y a la coacción, y a la desigualdad de derechos y condiciones, más que con la igualdad moral que, de hecho, constituye la base de sus creencias.
La consecuencia fue una especie de incoherencia moral, muy acusada en la Europa católica en especial. La gente de mentalidad religiosa luchaba contra la reivindicación de libertad civil porque ponía en peligro a la Iglesia, mientras que los que defendían la libertad consideraban a la Iglesia su enemiga. Ninguno de los dos bandos logró apreciar hasta qué punto fomentar el laicismo equivalía a volver las intuiciones morales generadas por el cristianismo contra el papel privilegiado y coercitivo de la Iglesia.
En cambio, en Estados Unidos, la carencia tanto de una Iglesia monolítica como de una aristocracia significó que los estadounidenses comprendieron casi instintivamente la equidistancia moral entre el laicismo, con su libertad civil, y el cristianismo. Hoy en día, también los analistas musulmanes perciben a veces esa equidistancia cuando hablan del «laicismo cristiano».
¿Qué pasará con lo que yo he denominado «guerra civil» ahora que Europa se enfrenta al desafío del Islam? ¿Llegarán a comprender mejor los europeos la lógica moral que une cristianismo con libertad civil? Es importante que lo hagan si quieren refutar el argumento de que el laicismo europeo es una forma de ausencia de fe o de indiferencia. La percepción que tienen de sí mismos está en juego. Si los europeos entienden el laicismo solamente en los términos defendidos por sus detractores -como consumismo, materialismo y amoralidad- perderán contacto con las intuiciones morales generadas por su tradición. Olvidarán por qué valoran la libertad.
¿Y qué pasa con Estados Unidos? No hay margen para la complacencia. El rápido crecimiento del fundamentalismo cristiano -en parte como reacción a la amenaza del Islam radical- puede poner en peligro la tradicional interpretación estadounidense del laicismo como encarnación de las intuiciones morales cristianas. Sobre todo en los estados occidentales y meridionales, los cristianos «renacidos» empiezan a identificar el laicismo como su enemigo, más que como su aliado. En su lucha contra los anticonceptivos, el aborto y la homosexualidad, se arriesgan a perder contacto con la idea moral más profunda de su fe. Si se puede contraponer el bien y el mal con tanta facilidad, la caridad sale perdiendo. Se pone en peligro el principio de libertad para todos.
Éste es un momento extraño e inquietante en la historia de Occidente. A menudo se tiene la impresión de que los europeos -alejados de las raíces de sus tradiciones- carecen de convicción, mientras que los estadounidenses podrían acabar sucumbiendo a una versión simplista de su fe. Actualmente, en ninguno de los dos lados del Atlántico se entiende cabalmente la relación entre laicismo y cristianismo.
Larry Siedentop, Historiador