segunda-feira, 7 de abril de 2008

La escopeta de Ben Hur

Siempre salía con algo entre las manos: una espada, un látigo, una vara, unas riendas, un arco, un rifle. El rifle sirvió para que la progresía le ridiculizase como un vejestorio iluminado y cascarrabias, símbolo histriónico de la América ultraconservadora de Bush, pero aquella burda caricatura de Michael Moore no era más que una impía manipulación de un enfermo ya devastado por el alzheimer y contagiado de una enajenación senil por su propio mito. Charlton Heston nunca fue, desde luego, el más liberal de los actores de Hollywood ni tampoco el de registro intelectual más sofisticado, pero jamás encarnó a matones reaccionarios ni a psicópatas envilecidos por la pasión del poder; sus héroes eran tipos de gran limpieza moral, que a menudo se convertían en adalides solitarios de la causa de la libertad. Hasta aquel Cid por el que aún le recuerdan en Peñíscola fue un anacrónico rebelde fiel a los códigos de la decencia y el honor, igual que el íntegro policía mexicano de «Sed de mal» -quizás el único papel de protagonista que desempeñó vestido de calle- con el que Orson Welles supo sacarle del primario estereotipo de galán atlético que le consagró en la memoria colectiva del cine. Mucho más versátil de lo que el tópico le recuerda, dueño de una voz profunda y seductora, Heston sufrió, como John Wayne, la maldición de la unilateralidad ideológica, ese estrago de la modernidad que tiende a clasificar la bondad o maldad de un artista según su adecuación personal a los clichés del maniqueísmo político.

No lo vieron así gentes como Nicholas Ray, Anthony Mann, William Wyler, King Vidor o Sam Peckimpah, a los que mal se puede encasillar en la cerrazón del ultraconservadurismo. Y si lo vieron les importó un rábano: lo que les interesaba era su honda credibilidad de paladín épico, la limpieza de una mirada de cristal enmarcada en los ángulos de un rostro magnético y rígido que parecía esculpido en el mármol de la atemporalidad histórica. En ese sentido tenía un perfil estatuario, de estatua de la galería heroica en la que reposa el mito de la épica. Podía ser Moisés o Marco Antonio, Rodrigo de Vivar o Miguel Ángel Buonarrotti; bien es verdad que para ciertos personajes le faltaba sentido de la ambigüedad y le sobraba hieratismo, pero de algún modo fabricó su arquetipo como una imagen de marca. Y su tirón taquillero permitió que cineastas de rango lo llamaran para construir con él creaciones de inquietante complejidad como el Mayor Dundee de Peckimpah o el superviviente solitario de «El último hombre vivo», que bastarían para demoler el marbete de fantoche retrógrado con que lo ha etiquetado el sectarismo del pensamiento unívoco.

En todo caso, la fuerza de su trayectoria desbordará siempre ese simple y coyunturalista marchamo ideológico. Cuando se extinga el eco mediático de sus obituarios, la figura de Charlton Heston no permanecerá en la memoria del público como un airado y achacoso carcamal agarrado a una escopeta en defensa de la Segunda Enmienda, sino como el elegante, cabal e intachable Ben-Hur: un gigante del cine épico con el que varias generaciones vivieron el horizonte de grandeza de la aventura, el heroísmo y la leyenda.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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