sexta-feira, 2 de maio de 2008

«Si fuera a huevos aquí no quedaba un francés»

Fragmento de "La carga de los Mamelucos" de Francisco de Goya - Museo del Prado, Madrid


Francisco Xavier Cayón / Reo de la Cárcel Real


Sudorosos, con los rostros tiznados de pólvora y casacas francesas sobre los hombros, los presos de la Cárcel Real de Madrid han regresado, con las del alba, al presidio, después de haber obtenido el permiso para salir a matar franceses. Son hombres de calle y de palabra, y, tras enjuagar la garganta con unas jarras de vino para recompensar el esfuerzo y el valor, estos voluntarios, encabezados por Francisco Xavier Cayón, regresan, chapoteando en los charcos que ha dejado la madrugada, para cumplir su condena y su juramento.

–¿Una jornada dura?

–Una forma de estirar las piernas después de varios meses encerrado. Uno puede ser lo que sea, pero también es español. Y los compañeros, hoy, se han portado. Todos somos gente cruda, hombres que nos vestimos por los pies. No podíamos mirar lo que ocurría en la calle por las rejas.

–¿Por qué han luchado?

–Porque somos españoles. La vida no es fácil. Uno no siempre puede elegir por dónde va... Pero el rey es el rey, y los gabachos son los gabachos. En un día como hoy, un preso no es menos que los demás. Ningún hombre de conciencia podía vivir esto sin hacer nada.

–¿Cuántos reos habéis salido?

–Unos cincuenta. Nos juntamos y le dijimos al Félix, al de la cárcel, que nos dejara salir y como ya nos conoce, nos dejó salir. Algunos se han quedado. Pero en todas partes hay cagadas de rata. Pero ya ajustaremos cuentas.

–Jurásteis volver y aquí estáis.

–La vergüenza no pertenece solamente a esos petimetres de los nobles. A veces hay más vergüenza en gentes como nosotros que en las gentes con dinero. No hemos elegido lo que somos. Pero hasta en nuestro mundo hay reglas. La principal es que no te caguen en la cara y los gabachos se habían cagado en la cara de todos los españoles.

–¿Falta alguno?

–Aquí estamos todos. Faltan cuatro. A uno, a Pico, lo vi morir; de otros dos compañeros, todavía no digo nada, por si vuelven o han muerto; del otro, me callo el nombre. Se ha ido y no ha cumplido. Pero arrieros somos y en el camino nos encontraremos. Cuando lo vea, le juro que lo va a pagar. Pero una golondrina no hace un verano. Todos, menos los que han muerto, estamos aquí. ¡Ojalá, ayer, todos hubieran sido como nosotros!

–¿Con qué habéis luchado?

–Con tostones, pinchos y lo que fuera que, en la calle, no somos monjas, oiga. Cogimos las armas de los franceses que huían y de los muertos y, ¿sabe?, les hemos dado bien. Hemos cogido a unos artilleros y les hemos dado la del pulpo. Pero claro, ellos son profesionales, soldados... Luego, algunos nos hemos traído algunas sortijas de esos franceses, unas bolsas con monedas y dientes de oro. Astillar, hemos astillado, pero nos lo hemos ganado bien. Pero uno está orgulloso de luchar por el Rey y por Dios. A ver si ahora las autoridades nos alivian la pena. A mí me queda poco, pero otros tienen una grande, incluso alguno lo llevan para el Puerto de Santa María. En cualquier caso, lo que teníamos que hacer, lo hemos hecho. Me siento orgulloso.

–Mucho pueblo y pocos militares.

–Algún militar hemos visto, pero todo es confuso. Lo que había eran mujeres, muchas mujeres. Que esas, cuando se ponen, son más bravas que nosotros. Y también he visto un cura. Ahora, ningún noble ni gente de dinero. Sí, en cambio, albañiles, taberneros... Tampoco he visto a nadie del gobierno. Lo que sí he visto es franceses por todas partes.

–¿Cómo luchan los gabachos?

–Mucho uniforme y más música que otra cosa. A los de los cañones los hemos cortado como cecina. Los franceses no tienen ni media bofetada. A poco que nosotros pudiéramos los echábamos a patadas en los huevos. Pero no nos dejan. Esta chaqueta que traigo, es de un francés. Y el sable de éste, también de un francés. Es que no son nada. Cuando tienen hombres de verdad delante, nada de esos austríacos, son manteca blanca. No tienen nada que hacer. A poco que nos pusiéramos...

–El peor momento.

–Al principio les dimos bien, les dimos lo suyo, pero luego vinieron los jinetes. Y al caballo es difícil meterle la navaja, son muy altos y además esos llevan sable y, sí, esos nos han dado, que no teníamos más que navajas y nuestros huevos, claro. Si fuera a huevos, no quedaba ya un francés en Madrid.

–Y las tropas...

-Esos, en los cuarteles, son unos traidores, unos vendidos a los franceses. Al rey lo han defendido los de siempre, los humildes. Ahora, a los franceses se les acabó la chulería.

–Y después, ¿qué habéis hecho?

–Algunos han ido a ver a la parienta, a echar un casquete; otros hemos ido a la taberna, a tomar unos vinos. Pero aquí estamos, menos un hijo de puta.

–¿Y tú por qué estás en la cárcel?

–Mi vida es cosa mía. Dicen por ahí que se me fue la mano y que con uno que discutí apareció con un navajazo.

–¿Pero eres inocente?

–Completamente. Estoy aquí por injusticia, como todos mis compañeros. En España no hay más justicia que la que se compra, y yo como no puedo, pues aquí estoy, comiendo lo que no es mío.


Javier Ors - Madrid

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