Después de un combate cuerpo a cuerpo, los franceses han tomado Monteleón
La precaria guarnición de Madrid per,anece en los cuarteles
La precaria guarnición de Madrid per,anece en los cuarteles
Al doblar la esquina de la calle Ancha de San Bernardo me topo de bruces con él. Yo corro en dirección a la redacción de mi periódico con la triste noticia de que Luis Daoiz acaba de morir en su casa de la calle de la Ternera. Él sale azorado de la Junta Superior de Artillería con un cartapacio escondido bajo el brazo que, tras chocar conmigo, ha dejado caer al suelo. Me reconoce enseguida. Y yo a él. Es uno de los amanuenses del coronel Navarro Falcón, director de la Junta de Artillería. De golpe, tira de mi brazo para meterme en un portal, al abrigo no ya de las bayonetas, sino de los mil ojos franceses que a esa hora de la tarde vigilan ya cada rincón de Madrid. «Ustedes, los señores de la Prensa, son nuestra única esperanza –me dice muy alterado–. Hagan correr por toda España la noticia de lo ocurrido en Madrid. El pueblo ha sido aplastado con la connivencia del Gobierno y de los mandos militares».Es entonces cuando me muestra el documento que su superior, la máxima autoridad de los artilleros sublevados, ha escrito al capitán general de Madrid con la esperanza de que lo haga llegar a la Junta de Gobierno, a las tropas de ocupación y, en última instancia, al mismísimo Joaquín Murat: «Ha sido para todos un motivo del mayor disgusto el que el alucinamiento y preocupación particular de los capitanes D. Pedro Velarde y D. Luis Daoiz sea capaz de hacer formar un equivocado concepto trascendental de todos los demás oficiales...». No me da tiempo a leer más. Ni falta que hace. El amanuense me arranca el documento de las manos y echa a correr con la tranquilidad que le da cumplir con su deber, pero también con su conciencia.
Realmente, la situación es grave. El jefe de los Artilleros no pierde un segundo en desautorizar a los escasos mandos militares a su cargo –dos capitanes y un teniente de Artillería– que se han levantado contra los imperiales. Más raudo aún es el capitán general de Madrid, Francisco Javier Negrete, que según cuentan tiene decidido escribir esta misma noche, antes de que la sangre de las calles se seque, una carta al duque de Berg poniendo a las autoridades españolas, al Ejército y a todo el país a sus pies. Y eso por no hablar del ministro de la Guerra, Gonzalo O’Farril. El mismo que hace unos días desbarató el plan de sublevación que un confiado Velarde había pergeñado. El mismo al que le han escuchado decir que un pueblo como el español jamás sería capaz de derrotar al Ejército más poderoso del mundo. El mismo, en fin, que no ha cumplido aún un mes al frente del Ministerio y que –a esta hora ya está claro– no está dispuesto a renunciar al despacho por el populacho de navaja fácil. Al poco de iniciarse los incidentes, O’Farril se había lanzado a las calles junto al también ministro José de Azanza para templar voluntades. No sirvió de nada. Este periódico le encontró después negociando la liberación de unos arrieros catalanes a punto de ser fusilados en la calle Alcalá; murieron acribillados poco después de que el ministro girara, ufano, la esquina.
«No tenemos municiones. No tenemos hombres. Ya no tenemos honra». El lamento, desesperado, es de un soldado –traidor a sus mandos, afecto al pueblo– que cruza a última hora las calles burlando la vigilancia de los hombres de Murat. Es quizás el primer desertor. Y no le falta razón. Lo mejor de nuestras tropas están en Dinamarca al servicio de Napoleón, en virtud del Tratado de Fontainebleau, o vigilando un improbable desembarco inglés en el sur. Y los pocos que quedan cumplen al pie de la letra la orden de sus mandos militares y civiles de contemplar, en sus cuarteles, cómo muere el pueblo.
Ernesto Villar - Madrid
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