Pelotón de los Guardia Imperial Francesa, respondiendo a la orden de «¡Fuego!»
La crónica del día
Durante cuatro horas, apenas un millar de madrileños mantuvo en jaque a 20.000 franceses. La represión llena de muertos las calles.
Las tropas francesas, ya de ocupación, han aplastado la rebelión de Madrid. La ficción de la alianza entre dos países hermanos se viene abajo a medida que la soldadesca viola, saquea e incendia en la capital del Reino. A estas horas, dos de la madrugada, las descargas de los pelotones de fusilamiento dejan oír su cadencia en la montaña del Príncipe Pío. Pero los gabachos han asesinado, y mucho, en el hospital del Buen Suceso, en Cibeles, en el portillo de Recoletos, en el Prado, en el patio del Palacio del Buen Retiro. Bajo nuestra ventana pasa una cuerda de presos, camino de la Puerta del Sol. Se escuchan gritos de clemencia, e insultos, que los guardianes acallan a culatazos. Hace horas que el general Grouchy firma sentencias de muerte en la Casa de Correos. Se está cumpliendo a rajatabla el bando del general Murat: «Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano serán arcabuceados. Todo lugar donde sea asesinado un francés será quemado». En la puerta de Atocha, unos arrieros han sido muertos porque llevaban agujas de coser sacos. Los soldados se han quedado con las mulas. Cerca de la calle de Fuencarral, una joven modista fue asesinada a golpes por llevar sus tijeritas de bordar. Su tía dice que se llamaba Manuela Malasaña y que tenía 15 años.
Víctimas y traidores
Los testigos afirman que ya se han recogido nueve carretones llenos de cadáveres en los alrededores de la Puerta de Alcalá. Hay cuerpos cosidos a bayonetazos en San Bernardo y en Lavapiés, que los soldados no dejan retirar. También ha habido cobardes: al zapatero Pedro Segundo Iglesias le ha delatado un vecino en la calle del Olivar; llevaba el mandil manchado de sangre y, en efecto, era sangre francesa. En la cripta de la iglesia de San Martín se han depositado discretamente los cadáveres de los capitanes Daoiz y Velarde, muertos en la defensa del cuartel de Monteleón, pero sólo uno de sus compañeros, el escribiente de Artillería Manuel Almira, se ha atrevido a velarlos.
«Pero esto no es el final. Esto es el principio de España», murmura nuestro compañero Juan Luis Carrasco, mientras se afana en las últimas líneas del editorial.
Poco a poco, las historias fragmentadas que nos llegan de este día terrible van completando el cuadro. La tensión nerviosa acumulada durante estas largas semanas, desde que se supo que el Rey Fernando había cruzado la frontera con Francia el 20 de abril, tenía que estallar por algún lado.
A la espera de noticias, los ánimos de la población se exaltaban o se deprimían con cada rumor. Un día se decía que Napoleón estaba de acuerdo en aceptar las condiciones del Rey, incluso a entregarle la mano de una princesa imperial; para asegurar, al siguiente, que la perfidia del francés pretendía devolver el poder a Godoy. Pero lo único cierto es que las comunicaciones con Bayona estaban cortadas y que Napoleón había ordenado que se trasladara en secreto a Francia a los últimos herederos de la Familia Real que quedaban en Madrid: la reina de Etruria y el infante Francisco de Paula. La noticia, pese al cuidado puesto por la Junta del Gobierno español, se filtró desde Palacio y a primeras horas de la mañana de ayer, lunes, grupos de gentes alertadas por agentes fernandistas se apostaban frente a la Real Armería. Y en efecto, sobre las 9 de la mañana partió el coche que llevaba a la reina de Etruria, la infanta Luisa, sin provocar reacción. Fue entonces cuando, desde uno de los ventanales, don Rodrigo López de Ayala, mayordomo de semana, alertó a los reunidos al grito de «¡Vasallos a las armas! ¡Que se llevan al infante!». Aquí los espíritus se exaltaron hasta el punto de forzar la entrada de Palacio y obligar a don Francisco de Paula a saludar desde el balcón principal. A pesar de sus pocos años, el Infante mostró gran presencia de ánimo, arreciando la determinación de los congregados, que cortaron las riendas de tiro del segundo carruaje.
Alertado del alboroto, el mariscal Murat envió a su ayudante, Armand La Grange, para averiguar qué ocurría. Y ahí se precipitó todo: La Grange tuvo que ser rescatado de la multitud indignada por la propia guardia real española. Le salvaron la vida y le dieron paso franco hasta su cuartel. En respuesta, Murat ordenó que se emplazaran unos cañones y que hicieran fuego, sin previo aviso, sobre la gente. La mortandad fue terrible: sólo entre los servidores de Palacio han resultado mortalmente heridos el propio Rodrigo López de Ayala, Domingo de Lama, José Rodrigo de Porras y Joaquín María de Martola.
Como la noche había sido lluviosa, la humedad del ambiente propagó con gran rapidez el eco de los cañonazos por toda la ciudad. La noticia terminó de incendiar un odio largamente larvado en buena parte de la población. Sin orden ni concierto, se formaron distintos grupos de paisanos que se lanzaron a las calles a matar franceses al grito de «¡Viva el rey Fernando!». Muchos soldados de Murat, alojados en las casas de la capital, deben la vida a la bondad, tal vez al miedo, de sus anfitriones. También en el hospital de Atocha se respetó la vida de los enfermos franceses. Pero otros fueron cazados como conejos por las partidas de ciudadanos, que apenas iban armados de cuchillos, navajas y algunas escopetas de caza. Así cayeron, degollados, dos mamelucos que intentaban llegar a Palacio desde el Retiro con un mensaje.
Ataque de la caballería
La reacción francesa no se hizo esperar. Desde sus acuartelamientos en el Retiro, Casa de Campo, El Pardo y Atocha convergieron las columnas y los escuadrones de Caballería. La pelea, desigual, se extendió por calles y plazas. En la calle del Barquillo murió de un macetazo en la cabeza el hijo del general Legrand, que estaba en el Estado Mayor de Murat. Ha sido enconada la resistencia en Sol, Puerta de Toledo, Plaza Mayor y carrera ancha de San Bernardo. Las partidas mandadas por militares veteranos, como las del Marqués de Malpica, la de los alféreces Juan Van Halen y José Hezeta; o la del corsario de Cuba Andrés Rovira, han tenido mejor desempeño y, también, las mayores bajas. Fue épica la lucha en la Puerta del Sol contra la caballería de la Guardia Imperial. Allí, a navajazos, se ha deshecho el escuadrón de mamelucos, pero a costa de una sangría española. También los presos de la Cárcel Real, que salieron bajo palabra de honor, tomaron un cañón francés en la Plaza Mayor y resistieron de firme.
En el parque de Monteleón
La batalla principal, sin embargo, se dio en el barrio de Maravillas, en el cuartel de Monteleón, convertido en el último reducto de la sublevación. Allí, el capitán Luis Daoiz, desobedeciendo las órdenes, neutralizó a la guarnición francesa, abrió las puertas a los paisanos, que pedían armas, y sacó los cañones a la calle. Le secundaba el capitán Pedro Velarde quien, mediante una estratagema, consiguió llevarse con él a una sección de soldados del regimiento de Infantería de Voluntarios del Estado. Con estos apoyos, y el de otros oficiales unidos a la sublevación en contra de las órdenes de permanecer acuartelados, lograron resistir tres asaltos a las mejores tropas francesas. Ya hemos anotado que murieron Daoiz y Velarde, y ha resultado muy grave el teniente Ruiz. Los dos capitanes de Artillería fueron rematados cuando se encontraban heridos. El general Lefranc, muy irritado y no sólo por la muerte de su caballo, golpeó e insultó a Daoiz, caído en tierra. El oficial español se alzó e intentó acuchillar con su sable al francés, pero un granadero le asestó un bayonetazo en los riñones. Lefranc dio la orden de «a degüello». Se justifica en que los españoles dispararon un cañonazo en la puerta de Monteleón cuando se estaban tratando las paces y sus soldados tenían los fusiles a la funerala. Por esta razón, las bajas de paisanos, muchos también rematados a la bayoneta cuando estaban heridos, han sido muy numerosas: se han contado 41 cadáveres alrededor del cuartel. Ha muerto una mujer, Clara del Rey, que combatía junto con su marido e hijos. Se han salvado algunos alzados refugiándose en el inmediato convento de las Carmelitas; se dice que fueron respetados porque las monjas, entre ellas la hermana francesa sor Pelagia Revut, habían cuidado de todos los heridos, sin distinguir entre españoles y franceses. No tuvieron la misma clemencia los que buscaron refugio en la iglesia de Nuestra Señora de Atocha, saqueada por la soldadesca. Tampoco los que intentaron buscar refugio tras las contadas puertas particulares que se les abrieron. Se sabe de una mujer, de profesión pescadera, que fue perseguida hasta el mismo interior de un domicilio y acribillada a balazos. Aunque la dejaron por muerta, parece que vivirá. Se llama Benita Sandoval y los testigos afirman que derribó el caballo de un coracero en la Puerta de Toledo y, luego, acuchilló al jinete.
Al cierre de esta edición, dos de la madrugada, Madrid está firmemente en manos de Murat. La Junta de Gobierno calla ante la ola de terror desatada por el francés, pese a sus promesas de que no habría represalias si se rendían las armas. Murat exige un castigo ejemplar de «la canalla» madrileña. Se han sublevado apenas dos millares de madrileños, la mayoría de la clase llana, que abandonados por el Ejército poco podían hacer. Fue la Junta de Gobierno, según ellos por orden del Rey, quien aceptó las exigencias francesas de retirar la munición a nuestros soldados para evitar provocaciones. Pero Napoleón comprenderá que su inmoralidad ha sido demasiado evidente, su injusticia demasiado cínica y que su engaño ha resultado harto infame. Sucumbirá a él.
Alfredo Semprún - Madrid
La crónica del día
Durante cuatro horas, apenas un millar de madrileños mantuvo en jaque a 20.000 franceses. La represión llena de muertos las calles.
Las tropas francesas, ya de ocupación, han aplastado la rebelión de Madrid. La ficción de la alianza entre dos países hermanos se viene abajo a medida que la soldadesca viola, saquea e incendia en la capital del Reino. A estas horas, dos de la madrugada, las descargas de los pelotones de fusilamiento dejan oír su cadencia en la montaña del Príncipe Pío. Pero los gabachos han asesinado, y mucho, en el hospital del Buen Suceso, en Cibeles, en el portillo de Recoletos, en el Prado, en el patio del Palacio del Buen Retiro. Bajo nuestra ventana pasa una cuerda de presos, camino de la Puerta del Sol. Se escuchan gritos de clemencia, e insultos, que los guardianes acallan a culatazos. Hace horas que el general Grouchy firma sentencias de muerte en la Casa de Correos. Se está cumpliendo a rajatabla el bando del general Murat: «Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano serán arcabuceados. Todo lugar donde sea asesinado un francés será quemado». En la puerta de Atocha, unos arrieros han sido muertos porque llevaban agujas de coser sacos. Los soldados se han quedado con las mulas. Cerca de la calle de Fuencarral, una joven modista fue asesinada a golpes por llevar sus tijeritas de bordar. Su tía dice que se llamaba Manuela Malasaña y que tenía 15 años.
Víctimas y traidores
Los testigos afirman que ya se han recogido nueve carretones llenos de cadáveres en los alrededores de la Puerta de Alcalá. Hay cuerpos cosidos a bayonetazos en San Bernardo y en Lavapiés, que los soldados no dejan retirar. También ha habido cobardes: al zapatero Pedro Segundo Iglesias le ha delatado un vecino en la calle del Olivar; llevaba el mandil manchado de sangre y, en efecto, era sangre francesa. En la cripta de la iglesia de San Martín se han depositado discretamente los cadáveres de los capitanes Daoiz y Velarde, muertos en la defensa del cuartel de Monteleón, pero sólo uno de sus compañeros, el escribiente de Artillería Manuel Almira, se ha atrevido a velarlos.
«Pero esto no es el final. Esto es el principio de España», murmura nuestro compañero Juan Luis Carrasco, mientras se afana en las últimas líneas del editorial.
Poco a poco, las historias fragmentadas que nos llegan de este día terrible van completando el cuadro. La tensión nerviosa acumulada durante estas largas semanas, desde que se supo que el Rey Fernando había cruzado la frontera con Francia el 20 de abril, tenía que estallar por algún lado.
A la espera de noticias, los ánimos de la población se exaltaban o se deprimían con cada rumor. Un día se decía que Napoleón estaba de acuerdo en aceptar las condiciones del Rey, incluso a entregarle la mano de una princesa imperial; para asegurar, al siguiente, que la perfidia del francés pretendía devolver el poder a Godoy. Pero lo único cierto es que las comunicaciones con Bayona estaban cortadas y que Napoleón había ordenado que se trasladara en secreto a Francia a los últimos herederos de la Familia Real que quedaban en Madrid: la reina de Etruria y el infante Francisco de Paula. La noticia, pese al cuidado puesto por la Junta del Gobierno español, se filtró desde Palacio y a primeras horas de la mañana de ayer, lunes, grupos de gentes alertadas por agentes fernandistas se apostaban frente a la Real Armería. Y en efecto, sobre las 9 de la mañana partió el coche que llevaba a la reina de Etruria, la infanta Luisa, sin provocar reacción. Fue entonces cuando, desde uno de los ventanales, don Rodrigo López de Ayala, mayordomo de semana, alertó a los reunidos al grito de «¡Vasallos a las armas! ¡Que se llevan al infante!». Aquí los espíritus se exaltaron hasta el punto de forzar la entrada de Palacio y obligar a don Francisco de Paula a saludar desde el balcón principal. A pesar de sus pocos años, el Infante mostró gran presencia de ánimo, arreciando la determinación de los congregados, que cortaron las riendas de tiro del segundo carruaje.
Alertado del alboroto, el mariscal Murat envió a su ayudante, Armand La Grange, para averiguar qué ocurría. Y ahí se precipitó todo: La Grange tuvo que ser rescatado de la multitud indignada por la propia guardia real española. Le salvaron la vida y le dieron paso franco hasta su cuartel. En respuesta, Murat ordenó que se emplazaran unos cañones y que hicieran fuego, sin previo aviso, sobre la gente. La mortandad fue terrible: sólo entre los servidores de Palacio han resultado mortalmente heridos el propio Rodrigo López de Ayala, Domingo de Lama, José Rodrigo de Porras y Joaquín María de Martola.
Como la noche había sido lluviosa, la humedad del ambiente propagó con gran rapidez el eco de los cañonazos por toda la ciudad. La noticia terminó de incendiar un odio largamente larvado en buena parte de la población. Sin orden ni concierto, se formaron distintos grupos de paisanos que se lanzaron a las calles a matar franceses al grito de «¡Viva el rey Fernando!». Muchos soldados de Murat, alojados en las casas de la capital, deben la vida a la bondad, tal vez al miedo, de sus anfitriones. También en el hospital de Atocha se respetó la vida de los enfermos franceses. Pero otros fueron cazados como conejos por las partidas de ciudadanos, que apenas iban armados de cuchillos, navajas y algunas escopetas de caza. Así cayeron, degollados, dos mamelucos que intentaban llegar a Palacio desde el Retiro con un mensaje.
Ataque de la caballería
La reacción francesa no se hizo esperar. Desde sus acuartelamientos en el Retiro, Casa de Campo, El Pardo y Atocha convergieron las columnas y los escuadrones de Caballería. La pelea, desigual, se extendió por calles y plazas. En la calle del Barquillo murió de un macetazo en la cabeza el hijo del general Legrand, que estaba en el Estado Mayor de Murat. Ha sido enconada la resistencia en Sol, Puerta de Toledo, Plaza Mayor y carrera ancha de San Bernardo. Las partidas mandadas por militares veteranos, como las del Marqués de Malpica, la de los alféreces Juan Van Halen y José Hezeta; o la del corsario de Cuba Andrés Rovira, han tenido mejor desempeño y, también, las mayores bajas. Fue épica la lucha en la Puerta del Sol contra la caballería de la Guardia Imperial. Allí, a navajazos, se ha deshecho el escuadrón de mamelucos, pero a costa de una sangría española. También los presos de la Cárcel Real, que salieron bajo palabra de honor, tomaron un cañón francés en la Plaza Mayor y resistieron de firme.
En el parque de Monteleón
La batalla principal, sin embargo, se dio en el barrio de Maravillas, en el cuartel de Monteleón, convertido en el último reducto de la sublevación. Allí, el capitán Luis Daoiz, desobedeciendo las órdenes, neutralizó a la guarnición francesa, abrió las puertas a los paisanos, que pedían armas, y sacó los cañones a la calle. Le secundaba el capitán Pedro Velarde quien, mediante una estratagema, consiguió llevarse con él a una sección de soldados del regimiento de Infantería de Voluntarios del Estado. Con estos apoyos, y el de otros oficiales unidos a la sublevación en contra de las órdenes de permanecer acuartelados, lograron resistir tres asaltos a las mejores tropas francesas. Ya hemos anotado que murieron Daoiz y Velarde, y ha resultado muy grave el teniente Ruiz. Los dos capitanes de Artillería fueron rematados cuando se encontraban heridos. El general Lefranc, muy irritado y no sólo por la muerte de su caballo, golpeó e insultó a Daoiz, caído en tierra. El oficial español se alzó e intentó acuchillar con su sable al francés, pero un granadero le asestó un bayonetazo en los riñones. Lefranc dio la orden de «a degüello». Se justifica en que los españoles dispararon un cañonazo en la puerta de Monteleón cuando se estaban tratando las paces y sus soldados tenían los fusiles a la funerala. Por esta razón, las bajas de paisanos, muchos también rematados a la bayoneta cuando estaban heridos, han sido muy numerosas: se han contado 41 cadáveres alrededor del cuartel. Ha muerto una mujer, Clara del Rey, que combatía junto con su marido e hijos. Se han salvado algunos alzados refugiándose en el inmediato convento de las Carmelitas; se dice que fueron respetados porque las monjas, entre ellas la hermana francesa sor Pelagia Revut, habían cuidado de todos los heridos, sin distinguir entre españoles y franceses. No tuvieron la misma clemencia los que buscaron refugio en la iglesia de Nuestra Señora de Atocha, saqueada por la soldadesca. Tampoco los que intentaron buscar refugio tras las contadas puertas particulares que se les abrieron. Se sabe de una mujer, de profesión pescadera, que fue perseguida hasta el mismo interior de un domicilio y acribillada a balazos. Aunque la dejaron por muerta, parece que vivirá. Se llama Benita Sandoval y los testigos afirman que derribó el caballo de un coracero en la Puerta de Toledo y, luego, acuchilló al jinete.
Al cierre de esta edición, dos de la madrugada, Madrid está firmemente en manos de Murat. La Junta de Gobierno calla ante la ola de terror desatada por el francés, pese a sus promesas de que no habría represalias si se rendían las armas. Murat exige un castigo ejemplar de «la canalla» madrileña. Se han sublevado apenas dos millares de madrileños, la mayoría de la clase llana, que abandonados por el Ejército poco podían hacer. Fue la Junta de Gobierno, según ellos por orden del Rey, quien aceptó las exigencias francesas de retirar la munición a nuestros soldados para evitar provocaciones. Pero Napoleón comprenderá que su inmoralidad ha sido demasiado evidente, su injusticia demasiado cínica y que su engaño ha resultado harto infame. Sucumbirá a él.
Alfredo Semprún - Madrid
Nenhum comentário:
Postar um comentário