sexta-feira, 2 de maio de 2008

¿Para quién escribo?



La imprenta de mi gaceta es un depósito de cadáveres. No de cadáveres, sino de muertos horriblemente mutilados, desmochados, todos unidos. Descubro niños entre ellos, y un grupo de soldados franceses custodian el antro nauseabundo, el antro dominador, el antro heroico. ¿Uniformes? Sólo en los cadáveres de los franceses. El resto es una amalgama de gentes del pueblo, que ya no son gentes, de ojos abiertos, que ya no miran, de rostros desencajados, que ya no tiemblan. Algún soldado de Artillería, enlace seguro de los empecinados del Parque de Monteleón, con ese Daoiz frío y ese Velarde encorajinado y suicida. Que el final fue al revés, porque Daoiz –según me cuentan mis amigos franceses–, murió sin sentir el dolor de las heridas, más vencido por la realidad de España que por los boquetes infernales de la muerte.

De la imprenta convertida en depósito a la pensión. El periodismo no es suicidio. Madrid es un cementerio común de hombres, caballos, mulas y escombros. Mujeres degolladas, uniformes mancillados, bestias mutiladas y paredes de sangre. A mi pensión acudo para no despertar sospechas. Escribo con sinceridad porque nadie va a leer mi reportaje. Estoy con Francia más que con los afrancesados, que algunos de ellos han salido tardíamente patriotas. ¿Para qué? El futuro de España no tiene sentido sin Francia. Nuestro pueblo, abandonado por sus Reyes, no sabe moverse solo. Hay que reconocer que sabe, y más ahora, que puede morir abandonado, alejado de las altas instancias políticas y militares, que como yo, creen más en la estética que en la ética. En mi pensión me refugio, mientras los soldados de nuestro Emperador, es decir, del suyo, pero también el mío, obligan a espectros sin mirada ni fuerzas a recoger los muertos de las calles. Ellos sólo se ocupan de los suyos, los uniformados, que los otros, los nuestros, bueno, los suyos, no parecen merecer el honor de los soldados. Me dicen mis amigos franceses que Madrid es una inmensa sepultura, y que los castaños de indias del Buen Retiro están siendo mutilados para cubrir con su ramajes los cuerpos de los madrileños. ¡Qué insensatos estos madrileños!

Tropiezo, camino de la pensión, con un objeto extraño en el empedrado de la calle. Se trata de la cabeza de un niño con los ojos abiertos y la sonrisa no triunfada. Sonreía cuando el sable, o la bayoneta, o la explosión, sorprendió a su aventura. Oigo llantos. En Madrid se llora mucho en este tres de mayo, y motivos sobran para hacerlo. ¡Insensata gente! Con lo bien que vivirían, o viviríamos, al amparo del Emperador. Hacia mi pensión me dirijo aprisa mientras los chulos y las modistillas, los ancianos y las comadres, dan la vuelta a los espantajos de los muertos en busca de los suyos. Me siento seguro porque vigilan los soldados de ellos, es decir, de los míos, y no toleran desmanes ni venganzas. Pero me han contado que algunas casas de afrancesados dominantes han sufrido asaltos y actos de barbarie vengativa. Tengo la ventaja de ser un periodista al que muy pocos leen y casi nadie conoce. Mi fracaso es mi salvación. Nunca creí que Madrid se levantara contra los franceses desde la indignación popular, sin políticos que lo ordenaran y militares que lo llevaran a cabo. Esos del Parque de Artillería, esos infantes sin mando, esos guardias reales revenidos, se habrán dado cuenta de lo que significa enfrentarse a ellos, o mejor escrito, a nosotros, los que deseamos una España mejor dependiente de la Francia imperial y dominante.

Debo reconocer que los calzones se me hacen horizontes de miedo, que me amenaza la colerilla ventral, que me palpita el corazón como tambor de ira, que me miro y me avergüenzo, que me palpo y siento asco, que me siento temblar y me humillo… Al fin y al cabo, soy tan español como lo eran esos miles de cadáveres que ya no son nada. O que sí lo son, y lo serán para siempre. Hacia mi pensión acelero los pasos para no seguir viendo al pueblo de España, a los españoles, que son los míos pero los he abandonado, ser recogidos como basura cuando sus cuerpos merecen al menos –nadie va a leer mi reportaje–, el honor de los héroes. Y ha sido el pueblo, que eso es lo preocupante, el pueblo. Y unos pocos oficiales. Y me espera la pensión, mi refugio, en la que escribiré mi último reportaje antes de volarme la cabeza por traidor. Porque hoy España –nadie me leerá–, ha amanecido más muerta y viva que nunca.

Alfonso Ussía

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