A la contra, por José Luis Alvite
El Mariscal Joaquín Murat, jefe del ejército francés en España, nos recibe puesto de pie frente a una ventana en la que se enmarca el resplandor de las hogueras, con las manos cogidas a la espalda, en medio de una penumbra casi necrológica. Después se vuelve, desanda media docena de pasos hasta su mesa y me invita a sentarme frente a él. No parece muy orgulloso de lo ocurrido: «No espere una sola frase histórica. Vengo de batirme en Ulm, en Jena, en Austerlitz... frente a ejércitos regulares, en terribles luchas a cielo abierto... En todos esos campos de batalla las cosas ocurrían para la Historia. Esto de Madrid es distinto. Aquí han ocurrido para languidecer en los periódicos y en las conversaciones de las tabernas».
–Nadie podrá creer que esté usted de-sencantado por la victoria... Se le considera un hombre arrogante, ambicioso, incluso, si me permite, cruel.
–Cumplo órdenes del emperador. Desisto de mi conciencia cuando de lo que se trata no es del placer, sino de la obediencia. El emperador es quien decide. Estar casado con la hermana del emperador no siempre significa gran cosa. En realidad Napoleón sólo es mi cuñado cuando le doy buenas noticias. Y la buena noticia de hoy ha sido esta matanza.
–¿Sería un error presumir que ha actuado contra su propio criterio?
–No he venido a Madrid con la idea de ampliar sus cementerios. Estoy aquí en virtud de los acuerdos de Fontainebleau. Esperaba recordar España como un lugar hermoso. Ayer estuve en misa y salí entre abucheos del pueblo. Un tipo apedreó mi caballo. Me contuve porque pensé que era el momento de que mi corazón pudiese más que mis medallas. Después ha visto usted lo que ocurrió...
– ¿No preveía un levantamiento así?
–¿Una rebelión de paisanos contra el mejor ejército del mundo? ¿La habría esperado usted? Mis soldados son ahora mismo la cuarta parte de la población de Madrid. La Junta de Gobierno...
–La Junta de Gobierno actuaba de espaldas al pueblo llano, mi general...
–Es el triste destino de este país. Sus gobernantes suelen ser su mayor enemigo. Iba a decirle que la Junta de Gobierno sólo son una pandilla de personajes ambiguos pero ambiciosos que tienen por costumbre tomar partido del lado del que esté la artillería pesada, mientras el pueblo vive exiliado en su propio país.
–Es ese pueblo el mismo al que sus tropas acaban de masacrar, señor.
–Intentamos negociar un alto el fuego con bandera blanca pero nos rechazaron a tiros. Estaban condenados a la derrota pero insistieron en pelear. A un hombre de mi formación se le hace difícil creer que haya gente dispuesta a entrar en la Historia por la puerta del cementerio.
–La revuelta ha sido sofocada, pero los fusilamientos...
–¡Los fusilamientos! En los códigos militares el fusilamiento equivale a la penitencia de los curas. ¿Quiere que le diga una cosa? Las clases acomodadas no han movido un sólo dedo por evitarle el escarmiento al pueblo. Suele ocurrir: mientras el pueblo llano pone los muertos, la nobleza se limita a lamentar que el fusilamiento de su servidumbre les obligue a servirse ellos mismos la cena.
–¿Tendría el coraje de asistir al entierro de Daoiz y Velarde?
–Si me dejase llevar por mi conciencia, lo haría. Pero en mis circunstancias la conciencia importa menos que la conveniencia. Sé por experiencia que al final de cualquier batalla los militares tienen que ceder su protagonismo a los enterradores, a los pintores y a los poetas.
–Hay quien dice que Napoleón sólo le necesita a usted para salir más brillante en la Historia. ¿Se atribuirá también el horror de esta mañana en Madrid?
–¿Quiere una respuesta sincera o se conforma con un toque de ambigua diplomacia? Bien, seré sincero: si yo soy el espejo en el que se mira mi cuñado, lo de hoy en Madrid lo considerará una mancha en su imagen. Supongo que me destinará a otra parte con la idea de hacerme creer que es un ascenso. Obviamente, conozco a mi cuñado y le sirvo con lealtad. Acataré sus órdenes. Cargaré con los sepulcros de Madrid y mantendré limpia la imagen de mi cuñado. Si algo le gusta a Napoleón más que la sangre, créame, es el jabón. Nada ayuda tanto a mejorar la conciencia como una buena higiene.
–¿Y qué sensación se llevará de sus días en España, señor?
–La de que se trata de un extraño país en el que las tabernas son más decisivas que las universidades. Jamás había luchado contra alguien al que la muerte le causase la misma excitación que el sexo.
–¿Será la Historia benevolente con usted?
–No me preocupa. Como militar que soy, me conformo con que alguien reconozca que Joaquín Murat estuvo al menos a la altura de su caballo. La Historia está llena de personajes que resultarían ridículos si a sus retratos ecuestres se les suprimiese el caballo. Y en cuanto a mi conciencia, le diré que jamás he llorado sin haberme quitado el uniforme.
Sin compasión
«Por su coraje y por su grandeza, este pueblo se merecería sin duda mi compasión, pero la compasión es una de esas flaquezas que no le están permitidas a un militar de mi rango». En la entrevista que nos concede en el Palacio de Grimaldi, el Gran Duque de Berg no da la impresión de que su éxito al sofocar la rebelión popular le haya supuesto un motivo de íntima satisfacción personal.
José Luiz Alvite
El Mariscal Joaquín Murat, jefe del ejército francés en España, nos recibe puesto de pie frente a una ventana en la que se enmarca el resplandor de las hogueras, con las manos cogidas a la espalda, en medio de una penumbra casi necrológica. Después se vuelve, desanda media docena de pasos hasta su mesa y me invita a sentarme frente a él. No parece muy orgulloso de lo ocurrido: «No espere una sola frase histórica. Vengo de batirme en Ulm, en Jena, en Austerlitz... frente a ejércitos regulares, en terribles luchas a cielo abierto... En todos esos campos de batalla las cosas ocurrían para la Historia. Esto de Madrid es distinto. Aquí han ocurrido para languidecer en los periódicos y en las conversaciones de las tabernas».
–Nadie podrá creer que esté usted de-sencantado por la victoria... Se le considera un hombre arrogante, ambicioso, incluso, si me permite, cruel.
–Cumplo órdenes del emperador. Desisto de mi conciencia cuando de lo que se trata no es del placer, sino de la obediencia. El emperador es quien decide. Estar casado con la hermana del emperador no siempre significa gran cosa. En realidad Napoleón sólo es mi cuñado cuando le doy buenas noticias. Y la buena noticia de hoy ha sido esta matanza.
–¿Sería un error presumir que ha actuado contra su propio criterio?
–No he venido a Madrid con la idea de ampliar sus cementerios. Estoy aquí en virtud de los acuerdos de Fontainebleau. Esperaba recordar España como un lugar hermoso. Ayer estuve en misa y salí entre abucheos del pueblo. Un tipo apedreó mi caballo. Me contuve porque pensé que era el momento de que mi corazón pudiese más que mis medallas. Después ha visto usted lo que ocurrió...
– ¿No preveía un levantamiento así?
–¿Una rebelión de paisanos contra el mejor ejército del mundo? ¿La habría esperado usted? Mis soldados son ahora mismo la cuarta parte de la población de Madrid. La Junta de Gobierno...
–La Junta de Gobierno actuaba de espaldas al pueblo llano, mi general...
–Es el triste destino de este país. Sus gobernantes suelen ser su mayor enemigo. Iba a decirle que la Junta de Gobierno sólo son una pandilla de personajes ambiguos pero ambiciosos que tienen por costumbre tomar partido del lado del que esté la artillería pesada, mientras el pueblo vive exiliado en su propio país.
–Es ese pueblo el mismo al que sus tropas acaban de masacrar, señor.
–Intentamos negociar un alto el fuego con bandera blanca pero nos rechazaron a tiros. Estaban condenados a la derrota pero insistieron en pelear. A un hombre de mi formación se le hace difícil creer que haya gente dispuesta a entrar en la Historia por la puerta del cementerio.
–La revuelta ha sido sofocada, pero los fusilamientos...
–¡Los fusilamientos! En los códigos militares el fusilamiento equivale a la penitencia de los curas. ¿Quiere que le diga una cosa? Las clases acomodadas no han movido un sólo dedo por evitarle el escarmiento al pueblo. Suele ocurrir: mientras el pueblo llano pone los muertos, la nobleza se limita a lamentar que el fusilamiento de su servidumbre les obligue a servirse ellos mismos la cena.
–¿Tendría el coraje de asistir al entierro de Daoiz y Velarde?
–Si me dejase llevar por mi conciencia, lo haría. Pero en mis circunstancias la conciencia importa menos que la conveniencia. Sé por experiencia que al final de cualquier batalla los militares tienen que ceder su protagonismo a los enterradores, a los pintores y a los poetas.
–Hay quien dice que Napoleón sólo le necesita a usted para salir más brillante en la Historia. ¿Se atribuirá también el horror de esta mañana en Madrid?
–¿Quiere una respuesta sincera o se conforma con un toque de ambigua diplomacia? Bien, seré sincero: si yo soy el espejo en el que se mira mi cuñado, lo de hoy en Madrid lo considerará una mancha en su imagen. Supongo que me destinará a otra parte con la idea de hacerme creer que es un ascenso. Obviamente, conozco a mi cuñado y le sirvo con lealtad. Acataré sus órdenes. Cargaré con los sepulcros de Madrid y mantendré limpia la imagen de mi cuñado. Si algo le gusta a Napoleón más que la sangre, créame, es el jabón. Nada ayuda tanto a mejorar la conciencia como una buena higiene.
–¿Y qué sensación se llevará de sus días en España, señor?
–La de que se trata de un extraño país en el que las tabernas son más decisivas que las universidades. Jamás había luchado contra alguien al que la muerte le causase la misma excitación que el sexo.
–¿Será la Historia benevolente con usted?
–No me preocupa. Como militar que soy, me conformo con que alguien reconozca que Joaquín Murat estuvo al menos a la altura de su caballo. La Historia está llena de personajes que resultarían ridículos si a sus retratos ecuestres se les suprimiese el caballo. Y en cuanto a mi conciencia, le diré que jamás he llorado sin haberme quitado el uniforme.
Sin compasión
«Por su coraje y por su grandeza, este pueblo se merecería sin duda mi compasión, pero la compasión es una de esas flaquezas que no le están permitidas a un militar de mi rango». En la entrevista que nos concede en el Palacio de Grimaldi, el Gran Duque de Berg no da la impresión de que su éxito al sofocar la rebelión popular le haya supuesto un motivo de íntima satisfacción personal.
José Luiz Alvite
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