sexta-feira, 2 de maio de 2008

Elogio del Dos de Mayo

Hace dos siglos el pueblo español defendió heroicamente la dignidad herida de su patria. Lo hizo de forma espontánea, con las manos desnudas de la libertad. Solo y en medio del colapso del Antiguo Régimen, el pueblo asumió su mayoría de edad. En las calles de Madrid los españoles proclamaron su voluntad de ser libres e independientes. Arrebataron a los poderosos las riendas de su destino y pagaron un tributo de sangre y dolor que dos siglos después sigue estremeciendo con orgullo nuestro reconocimiento colectivo.

El Dos de Mayo de 1808 se puso en marcha una revolución popular frente a los sables y las bayonetas de los invasores. Los españoles gritaron sin miedo lo que querían ser. Su voz se escuchó en la Puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón, y sufrieron por ello. Las palabras del alcalde de Móstoles declarando la guerra al dueño de Europa sacudieron los cimientos de la nación más vieja del continente. El ejemplo de Madrid prendió a lo largo de toda la geografía peninsular. Una tras otra las Juntas Supremas formadas en Oviedo, Valladolid, Badajoz, Sevilla, Valencia, Cataluña o Zaragoza fueron asumiendo la responsabilidad de hacerse cargo del poder legítimo que se consideraba vacante y obligándose a sostener la libertad e independencia de la Nación.

Dos siglos después de su nacimiento, España afrontó el reto de mudar, de renovar y rejuvenecer su ser abrazando para ello las ideas del liberalismo político que esgrimieron los protagonistas de tan trascendental cambio. En 1808, el pueblo español se erigió en el único artífice de su futuro. Él, y sólo él, decidió lo que quería que fuese España entrado el siglo XIX. De este modo cobró plena conciencia de su unidad nacional y quiso por voluntad propia enterrar la vieja retórica de los privilegios y los derechos históricos del Antiguo Régimen, y edificar por fin un Estado nacional, tal y como Francia lo había hecho desde la revolución de 1789.

A partir del Dos de Mayo de 1808 ya nada volvió a ser lo mismo en la historia de España. Nuestro país cambió de época. Apostó por una realidad construida desde los derechos de las personas y no de los territorios. Quiso ser una nación de ciudadanos libres e iguales, una nación donde la soberanía pasó a residir en el pueblo de forma única e indivisible. A partir del comienzo de la Guerra de la Independencia fue la nación la que se alzó contra el invasor y no los reinos históricos tal y como demuestran las proclamas y manifiestos que se prodigaron por todo el país, pues, como reclamó Palafox unos meses después al pedir la liberación de toda España tras los acontecimientos del Dos de Mayo: «que no padezca por etiquetas, pereza, ni miras mal combinadas de algunos un solo pueblo o individuo español, que la integridad de la nación se conserve, que la fuerza nacional toda se reúna y esté acorde como lo están los votos de todos los españoles».

Del Bruch y Bailén hasta Arapiles y San Marcial, pasando por la resistencia de Zaragoza o Gerona, los españoles vivieron juntos seis años de sacrificios colectivos de enorme dureza. La Nación española finalmente se impuso a la adversidad y se refundó al abrigo de los muros de Cádiz donde, como dijo Alcalá Galiano, triunfó el pueblo y gozó por fin de su victoria. La Constitución de 1812 culminó con brillantez política la gesta de la Guerra de la Independencia. Logró materializar el proyecto de Modernidad que los ilustrados habían añorado décadas atrás al amparo de la vieja monarquía. Fue una labor extraordinaria en la que la gravedad de las circunstancias y las dificultades que marcaron el surgimiento de nuestra plena conciencia nacional, no mermaron ni un ápice el valor que tiene para España la empresa doceañista acontecida en la isla de León.

De hecho, lo que hoy somos se lo debemos, sin duda, a aquellos héroes que hace dos siglos pusieron las bases para que la Constitución gaditana proclamara por primera vez en nuestra historia que la soberanía residía esencialmente en la Nación y que pertenecía a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. No cabe duda de que esta proclamación inequívocamente liberal encierra todavía el sentido de lo que seguimos siendo los españoles dos siglos después. Lo demuestra nuestra Constitución de 1978 al consagrar que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, reconociendo así que tan sólo en aquél descansa el derecho a decidir sobre el curso de nuestro futuro colectivo. Por eso, el Partido Popular asumió en el programa político con el que nos presentamos a las pasadas elecciones generales que somos herederos directos de «la tradición del liberalismo español surgida en la Constitución de Cádiz». Lo hicimos no sólo porque fueran sus autores liberales sino porque en el espíritu nacional que inspiró la famosa Pepa se anticipa y perfila con nitidez lo que los españoles hemos querido que sea también nuestra Nación en la actualidad, tal y como recordé el 1 de febrero de 2005 durante el debate sobre el Plan Ibarretxe.

Y es que cuando aprobamos en 1978 la Constitución, los españoles asumimos que nadie nos estaba regalando ni imponiendo nada, pues, nos dimos a nosotros mismos una sociedad libre basada en los derechos de la persona y el imperio democrático de la ley. Una nación de ciudadanos libres e iguales que no está sometida al dictado de nadie ya que se rige por una Constitución que sigue fuerte porque, más allá de lo que piensen algunos, la inmensa mayoría de los españoles quiere que todas sus instituciones democráticas sean leales a sus valores y que su amparo se extienda sin excepciones a cada uno de los españoles y a todos los rincones de España, también, por cierto, en Mondragón o Hernani.

Consciente de todo ello, me felicito especialmente de que, transcurridos dos siglos, los españoles podamos ver a los patriotas del Dos de Mayo como nuestros héroes. Al hacer lo que hicieron pusieron en marcha una serie de acontecimientos que hicieron que el viento de la historia se llevara por delante los vestigios del Antiguo Régimen. Fieles al ejemplo de aquellos hombres y mujeres que expresaron su voluntad de independencia frente a quienes querían segar su libertad y pisotear su dignidad de españoles, quienes militamos en el Partido Popular nos sumamos con orgullo a los homenajes que España entera y la Comunidad de Madrid los dispensa en la villa de Móstoles y en la propia capital. En la gesta que protagonizaron aquellos madrileños inmortalizados por Goya -y creo que Madrid se merece sobradamente el reconocimiento colectivo que le confiere saberse solar de aquellos que contribuyeron a encender la llama de la independencia de toda España-, la Nación española del siglo XXI contempla hoy con orgullo el heroísmo de los antepasados que se echaron a las calles y plazas para defender lo mismo que hoy defendemos sus descendientes: que nuestra soberanía tan sólo tiene un dueño, un autor y un destinatario: el pueblo español.

Mariano Rajoy
Presidente del Partido Popular

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