Lo ves embutido en su chándal de poliéster tricolor, canturreando boleros y soltando memeces en tono solemne y aquí muchos se ríen, pero el personaje no tiene gracia alguna. Hugo Chávez es un facineroso de tomo y lomo.
La progresía suele afirmar en su disculpa que gana elecciones democráticamente, pero ni siquiera eso es cierto. La única ocasión en que se impuso en las urnas sin hacer trampas, manipular censos, perseguir opositores, amañar recuentos y alterar mapas fue el 6 de diciembre de 1998, cuando accedió por primera vez a la presidencia de Venezuela.
Después de esa fecha, cada vez con más descaro y mayor brutalidad, el Gorila Rojo ha ido retorciendo la ley para cerrar la boca a los disidentes y el paso a cualquiera que ha intentado disputarle el poder. Con la connivencia de los jueces, nombrados a dedo por él, prohibió a más de 250 opositores presentarse en las elecciones del pasado domingo.
No es irrelevante que la mitad de los venezolanos sigan dándole su apoyo, pero hasta eso hay que ponerlo en contexto. Hace dos décadas, los pobres no tenían ni un humilde transistor y desde sus húmedos ranchitos se limitaban a observar el batallar político como algo ajeno y distante.
Ahora todos tienen televisor y votan. Y lo han hecho, al menos durante un tiempo, a favor del que más se les parece, indiferentes a su honradez, eficacia o capacidad.
Eso está cambiando, pero Chávez no será de los que pierdan los comicios y acepte el resultado educadamente.
Es un tramposo y de la variante peligrosa. Tiene en sus manos el Ejército, la Corte Suprema, además de la Policía y de esas bandas de matones de porra y pistola que denomina eufemísticamente «milicias bolivarianas». Está empeñado en ser presidente vitalicio y no dudará en llevarse por delante a quien haga falta para lograrlo.
Alfonso Rojo
www.abc.es
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