Nunca más tendré que responder a la tremebunda pregunta: «¿Por qué no le han dado el Premio Nobel a tu padre este año?» En la familia estábamos algo cansados de pedir disculpas por el no reconocimiento, de manera que mi madre (Patricia), mi hermano (Gonzalo), mi hermana (Morgana) y un servidor celebramos con alborozo el habernos liberado para siempre de ese perverso interrogante. Ayer mismo mi amigo Lorenzo Milá, corresponsal en Washington de Televisión Española, me había escrito preguntándome si debía prepararse para coger el tren a Nueva York, donde está mi padre. Le respondí desde México, donde me encontraba dando una conferencia: «Pierde cuidado, Lorenzo, que no hay ninguna posibilidad de que tengas que salir de Washington mañana».
El problema, claro, es que ahora surge la pregunta —que me ha hecho esta mañana algún colega de la prensa norteamericana— de por qué ahora sí se lo han dado. No tengo la menor idea, desde luego, pero comparto con los lectores tres razones por las cuales en la familia se lo habíamos dado —moralmente— hacía mucho tiempo.
La primera y la más importante: no conozco a ningún otro escritor del siglo veinte que haya ejercido su vocación literaria con una devoción tan sacerdotal como la suya. Escribir es para él entregar el cuerpo y el alma a un ser superior al que sus familiares y amigos hemos tenido siempre un poco de envidia. La primera imagen que tengo del padre literario es la de su despacho en la calle Sarriá, en Barcelona. El despacho estaba en el mismo edificio donde vivíamos, dos pisos más arriba, y estaba terminantemente prohibido ingresar a ese santuario. Hasta que un día mi padre olvidó ponerle llave a la puerta y pude entrar sin ser visto. En ese instante, en lugar de hacer lo que verdaderamente quería —rebuscar entre los papeles y libros a ver qué cosas raras encontraba— sentí que había vulnerado algo muy privado y salí corriendo.
Gracias a esa vocación literaria cuasi religiosa, la literatura de mi padre es la que es: decimonónica en su ambición y tamaño, algo fuera de tiempo en estas épocas de (con honrosísimas excepiones) literatura frívola y publicitaria. Sin esa vocación a prueba de toda desmoralización, habría sido imposible para él erigir su obra ciclópea.
La segunda razón: nunca hizo la menor concesión a la tentación de los premios. En cierta forma, hizo lo contrario: militar incansablemente en el campo de la incorrección política, como si quisiera alejar toda posibilidad de ser reconocido por las malas razones. Esta lección servirá, estoy seguro, a muchos jóvenes escritores que pudieran tener la tentación del oropel literario.
Por último: mi padre no puede ser mutilado o troceado como una salchicha para quedarse con la parte que más convenga y desechar las otras. Es la suma de muchas cosas, entre ellas su defensa perenne de la libertad. Nada nos ha emocionado tanto el día de hoy a todos los miembros de su familia como haber recibido miles de mensajes de cubanas y cubanos, de venezolanas y venezolanos, y de muchos otros latinoamericanos que padecen y combaten al autoritarismo, diciéndonos: sentimos este premio como nuestro. Aunque es evidente que ello no forma parte de las consideraciones de la Academia Sueca, mi padre no es media persona sino un ser completo, cuya dimensión cívica y moral no es desligable de su imaginación creadora. Esos héroes y heroínas que ayer, y con todo derecho, se apropiaban, en Cuba, Venezuela y otras partes, del Premio Nobel así lo reconocen.
Una última reflexión. Con frecuencia me preguntaban: «Si alguna vez le dan el Premio Nobel a tu padre, ¿será un Nobel para el Perú, para España o para América Latina?» Y yo respondía lo mismo que respondo ahora: él es todo eso a la vez. Un peruano que ama la tierra donde nació y que le dio sus mejores temas; un español eternamente agradecido a su tierra adoptiva y un latinoamericano que aspira a que algún día ese continente logre, en el campo de la economía política, la excelencia que hace mucho rato alcanzaron sus letras y su cultura.
Qué alegría tengo. Y qué alivio.
Álvaro Vargas Llosa
www.abc.es
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