sábado, 25 de julho de 2009

Carlos I y Felipe II


Carlos I dejó la hacienda endeudada en la muy alta cantidad de 20 millones de ducados. Felipe II, mediante una administración cuidadosa y mejoras fiscales, cuadruplicó los ingresos del estado, pero al final dejó una deuda de 100 millones, y declaró tres bancarrotas, en 1557, 1575 y 1596. Las bancarrotas eran suspensiones de pagos o aplazamiento de la deuda, recibiendo los acreedores juros, especie de bonos del estado. Por consiguiente, los gastos marchaban por delante de los ingresos, y podían sostenerse gracias a los cuantiosos préstamos de banqueros, genoveses y alemanes principalmente. Los gastos se hinchaban debido a la defensa del Mediterráneo y Europa del norte y la necesidad de proteger las rutas de América y el Pacífico.

Las numerosas posesiones de Felipe II podrían, en principio, atender a estos gastos solidariamente. Pero los impuestos de la mayor parte de ellas recaían sobre las necesidades propias, y era sobre todo Castilla, además del oro y cada vez más la plata de las Indias, quien financiaba con pesadas aportaciones la política general. Castilla pechaba habitualmente con más de la mitad de los impuestos (parte considerable de ellos quedaba en el reino), y América con entre el 12 y el 20%. Las aportaciones de Aragón no pasaban del 7%, y, al igual que las de Flandes e Italia (20% entre ambas) apenas contribuían a la política general. Los tardíos ingresos de Portugal revertían igualmente al mantenimiento del país y de su imperio.

Ese mayor esfuerzo de Castilla creaba en esta un sentimiento de agravio con respecto a los demás reinos, y resentimiento ante el hecho desazonante de que, tras ganar con increíbles fatigas un imperio tan extenso y productivo, el oro y la plata de América se evaporasen apenas llegados a España en pagos a banqueros y comerciantes extranjeros (que, por su parte, corrían serios riesgos). Pero el problema no derivaba de la codicia de los financieros, sino del coste de las empresas internacionales; y no aparecieron en Castilla ni en Aragón financieros y comerciantes comparables a los genoveses, por ejemplo. Esta carencia quizá estribaba en el agobio de una economía, en general próspera durante el siglo XVI pero siempre corriendo detrás del carro de los gastos, lo que dificultaba una acumulación suficiente de capital bancario. La situación recuerda algo la de la época final del Imperio romano, cuando las necesidades del estado se hacían demasiado gravosas para la sociedad: cada vez ocurría más en Castilla (bien que Aragón libre de tales agobios, tampoco experimentó un especial auge económico), pero sin llegar a nada parecido a la quiebra general del Imperio romano de occidente.

La presión fiscal motivaba mil quejas de las Cortes y de particulares, "arbitrios" más o menos acertados enmendar la tendencia, y creciente aversión a las onerosas empresas europeas: ¿por qué no dejar que los herejes se condenaran, si les placía? Sin embargo el problema nacía directamente de la posición internacional de España. En el Mediterráneo debía luchar forzosamente con los islámicos, y no menos con Francia, que no tardó en aliarse con los otomanos bajo el impulso de los calvinistas. El protestantismo, con todas las virtudes que quiera reconocérsele, fue por largo tiempo el principal factor de guerras civiles e internacionales en Europa –ya lo había pronosticado con orgullo Lutero–, y combatirlo a distancia libró a España de tener que combatirlo en el interior, corriendo la suerte de Alemania, Flandes o Francia. Es decir, la costosa guerra lejana evitó un largo período de contiendas civiles con probable desintegración del país, y mantuvo a aquellas potencias relativamente alejadas de las Indias. La idea de que España pudo concentrarse en el Mediterráneo contra turcos y magrebíes e inmune a los sucesos europeos, es una ilusión ingenua. Dejemos aparte el supuesto infantil de que, a la larga, la guerra civil y el triunfo protestante habría beneficiado al país haciéndole compartir la riqueza y cultura que llegarían a alcanzar Inglaterra, Francia u Holanda. Muchos países protestantes permanecieron pobres, como los escandinavos, y otros católicos –la propia Francia– alcanzarían preponderancia europea por largo tiempo. Con el catolicismo, España vivió dos siglos excepcionales, con un nivel económico acorde a su tiempo y demografía, y conservó y amplió su imperio frente a mil asechanzas. El contagio protestante fue erradicado por la Inquisición al coste de unos cientos de víctimas: compárese con las causadas por Isabel de Inglaterra entre los católicos, o entre los irlandeses, por no hablar de las guerras de religión francesas.

Tampoco parece cierto que Carlos I pensase en una monarquía universal al modo de Carlomagno o los fundadores del Sacro Imperio. En alguna ocasión expresó cuánta importancia daba al cargo de emperador, y habló de recobrar su vieja magnificencia, pero fue consciente de la disfuncionalidad de aquel Imperio, agravada por la revolución protestante. Su dependencia de España, verdadero centro de su poder, lo españolizó cada vez más. Así lo entendieron él y los demás países. España, no un Sacro Imperio desgarrado y poco operativo, era la barrera eficaz frente a turcos, protestantes y anglicanos. Ante la acusación de que aspiraba a dominar a toda la cristiandad, explicó: "Mi intención no es de hacer la guerra con los cristianos sino contra los infieles; y que Italia y la Cristiandad estén en paz; que posea cada uno lo suyo y nos contentemos".

El fanatismo, si así lo queremos llamar, de Felipe II, no era más ni menos que el de todos los príncipes de su tiempo. Católicos y protestantes entendían la homogeneidad religiosa como un factor indispensable de paz pública. Y sus yerros no deben oscurecer sus aciertos, mucho mayores. Implantó la administración más avanzada de Europa y fue un rey culto, sensible, amante de los libros, mecenas, de horizontes mentales amplios, entre otras virtudes a menudo olvidadas por influjo de la propaganda adversa, que exagera o inventa sus defectos. Si logró tener a raya a unos enemigos de poder abrumador, afrontar problemas internos como el de su demente hijo, el príncipe Carlos (a quien la propaganda protestante convirtió en un héroe sui generis), la traición de su secretario Antonio Pérez o la insubordinación de algunos oligarcas aragoneses, fue mediante una política calculada y racional, no fanática. Puede considerarse a Flandes un regalo envenenado de Carlos I, pero la historia está llena de beneficios que degeneran en lo contrario, pues nadie puede prever los efectos últimos de sus decisiones.

Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado (21/7/2009)

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page