segunda-feira, 27 de julho de 2009

Dos libros / El espíritu del cambio de siglo XVI-XVII

En la primera mitad de este año he publicado dos libros: la reedición de Los orígenes de la guerra civil, aprovechando su décimo aniversario, con un prólogo de Stanley Payne y un "Epílogo para universitarios"; y Franco para antifranquistas en 36 preguntas clave. En cierto modo, uno conduce al otro. En el primero quedaba documentalmente demostrado que los socialistas y separatistas catalanes, auxiliados por casi toda la izquierda, asaltaron la república y un gobierno legítimo y democrático de derecha, con intención explícita de iniciar una guerra civil; y –entre otras cosas– que Franco defendió entonces la legalidad republicana. El segundo libro es, en muchos aspectos, una consecuencia desarrollada del primero.

Los orígenes, dice amablemente José María Marco, revolucionó la historiografía sobre la república y la guerra. Pudiera haber algo de ello, por cuanto hoy casi nadie, ni los más fervientes izquierdistas, hablan de la república, de Azaña, de la izquierda y del Frente Popular con la alegre desenvoltura de hace unos años. Y sin embargo es evidente que Marco se equivoca. El libro no fue seguido de un debate, sino de una lluvia de insultos, y tampoco ahora, con su reedición, ha habido más comentario escrito que el de José María Marco. Lo mismo ocurre con Franco para antifranquistas, del que en vano buscarán ustedes recensiones o artículos críticos en ningún medio impreso. Quienes desconozcan el brillante mundo intelectual hispano podrán pensar lo peor, pero se equivocan: en realidad todos esos intelectuales y críticos se hallan tan absortos en cuestiones de tanta enjundia y profundidad, que no pueden prestar atención a minucias como estos libros: no tienen ustedes más que leer esas revistas y suplementos de diarios para comprobar su increíble altura. Además, muchos de esos historiadores, sobre todo de derechas, confiesan que ellos ya sabían de sobra lo que dicen mis libros, obviamente nada originales. Lo que pasa es que disimulaban esos saberes, por una cuestión de modestia.

Hace poco, un insigne catedrático me trataba de "autor menor". Hombre, soltar una obviedad así resulta impropio de un cátedro. Comparado con la pléyade de fantásticos intelectuales que hoy dan esplendor al país, como ese mismo cátedro, por no ir más lejos, ¿quién podría ser otra cosa que "menor"? Y aun ínfimo. No podemos sino felicitarnos de vivir en un país de tantas maravillas.

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La variada peripecia de Cervantes le permitió conocer bien al ser humano ("En esta vida los deseos son infinitos y unos se encadenan de otros y se eslabonan y van formando una cadena que tal vez llega al cielo y tal vez se sume en el infierno"). Con tantos motivos de amargura, mantuvo una actitud comprensiva y un inconmovible idealismo básico. Don Quijote, pese a las apariencias, no es un personaje risible, y la pintura de él penetra como pocas en las profundidades de la condición humana.

El Quijote destaca sobre sus demás obras, es una de las cumbres de la literatura universal. Como todas las obras geniales, sobrepasa con mucho la intención consciente del autor, expresa en la invocación de La Ilíada: "Canta, diosa, la cólera de Aquiles...": no era el autor, sino "la diosa", la musa, quien cantaba a través de él. Por ello las interpretaciones del libro son inagotables. Es célebre la de Lord Byron: "Cervantes, con una sonrisa, desterró de España la caballería; una sola carcajada cortó el brazo derecho de su propia tierra; pocos héroes ha tenido España desde aquel día (...) La gloria de haberlo compuesto la ha comprado muy cara al precio de la perdición de su patria". Para Nabokov se trata de una mala novela con algunos rasgos de genio, aunque la opinión resulta demasiado pedante y formalista para tomarla en serio. El crítico de arte inglés John Ruskin consideró la novela como una "burla a los más sagrados principios de la humanidad", debido a su befa del heroísmo y del amor, haciendo difícil ya creer en ellos. "Desde entonces el diablo ha refrenado los más puros impulsos y propósitos bajo el membrete de quijotismo más que bajo ninguna otra marca o argucia".

En algo tiene razón Byron: empezaron a escasear los héroes en España; más discutible es que ello obedeciera al influjo de la novela, y no más bien a una creciente corrupción y anquilosamiento de las virtudes anteriores, como en parte supo ver Quevedo. La opinión de Ruskin es muy interesante, pues, en efecto, bajo el signo del humor el Quijote antecede, en cierto modo, a las ideologías de la sospecha, tal el marxismo o el freudismo, que interpretan los ideales como disfraces de intereses no confesables. Sin embargo, bajo el idealismo quijotesco hay más bien locura, o rebelión, entre cómica y patética, frente a la realidad supuesta injusta y chabacana. Puede sugerir, atemperado por la fe y el humor, el pesar de la vida del Eclesiastés o la historia de ruido y de furia sin sentido, contada por un idiota según el Macbeth al borde del abismo; si bien aquí la vida la cuenta un humorista como historia de idealismo, frustración y absurdo. No vale la pena insistir aquí en las mil interpretaciones ya hechas y aún posibles. Quizá con la literatura pasa algo semejante a las matemáticas: no hablan de cosas reales, y sin embargo expresan la realidad de un modo imprecisable: entre las ficciones literarias expresivas de la condición humana, el Quijote es una de las más logradas.

Dado que Shakespeare murió el mismo año que Cervantes y es otro de los máximos genios de la literatura, se les ha comparado a veces. Cabe encontrar un lazo entre la intnsa vida de Cervantes y su obra, pero lo que se conoce de la vida del autor inglés, resulta algo anodino, y aparentemente no salió de Inglaterra. Por ello se ha dudado de su autoría, pero sea como fuere, las obras atribuidas a él tienen una variedad de caracteres más amplia que las de Cervantes y, salvo el Quijote, más profundidad y originalidad.

De Shakespeare diría Voltaire: "En ese caos oscuro compuesto de crímenes y bufonerías, de heroísmo y de torpeza, de charlatanería de mercado y de grandes intereses, había algunos rasgos naturales y chocantes. Así venía a tratarse la tragedia en España en tiempo de Felipe II, viviendo Shakespeare. Ustedes saben que entonces el espíritu de España dominaba en Europa, incluso en Italia. Lope de Vega es el gran ejemplo. Fue precisamente lo mismo que Shakespeare en Inglaterra: una combinación de grandeza y extravagancia (...) Hicieron de la escena española un monstruo que gustase al populacho (...) Era imposible que el contagio no afectase a Inglaterra".

Tanto España como Inglaterra desarrollaban por entonces un teatro nacional, y seguramente llegaría a la isla alguna influencia de la península, menos probable la relación contraria. En cualquier caso, el teatro de Shakespeare difiere grandemente del de Lope, como tantas veces se ha observado. El del primero está impregnado de valores aristocráticos, el del español es popular, incluso hostil a los nobles (esta diferencia puede extenderse a las culturas: la inglesa más aristocratizante, la española más popularizante, valga la palabra); en el inglés destacan los caracteres personales con fuerza única, mientras en Lope los caracteres, poco definidos –algo más los femeninos– se diluyen en la gracia de las tramas. El español rehúye la tragedia y es más ligero, incluso en la comedia. De hecho dio forma teórica en su Arte nuevo de hacer comedias, a las concepciones que tanto repugnaban a Voltaire: atención al gusto del público por encima de la razón aristotélica y sus unidades de tiempo, acción y lugar; y dosis de tragedia y comedia, con final feliz. Este enfoque complacía al "populacho" de Voltaire, que iba al teatro a divertirse y no a meditar, y, aunque sería muy criticado, entonces y en el siglo XVIII, tendría enorme futuro, observable hoy en la mayor parte del cine. Lope dio forma y renovó el teatro hispano en obras llenas de encanto, ajenas a pretensiones de clase y bien situadas en ambientes populares. Luego, la mayor parte de sus seguidores imitó su ligereza, pero no su gracia, dando lugar a una prolongada literatura española de moral y caracteres un tanto romos. La diferencia

Una excepción la encontramos en Tirso de Molina, coetáneo de Lope, que también traza mejor los caracteres femeninos que los masculinos, aunque su gran creación fue Don Juan Tenorio, El burlador de Sevilla: un personaje de un ego satánico, que se satisface engañando y gozando de mujeres y transgrediendo las normas morales, con la esperanza de engañar a Dios "arrepintiéndose" en el último momento. Personaje casi tan inagotable como Don Quijote o Sancho. El filósofo Ramiro de Maeztu supo ver en Celestina, Don Quijote y Don Juan las tres supremas creaciones literarias hispanas del Siglo de oro, a las que cabría añadir la del Lazarillo, de simplicidad engañosa.

Quevedo, asiduo frecuentador de la literatura latina, senequista, da el mejor ejemplo de aquella cualidad que Sánchez Albornoz atribuía, con generalización algo excesiva, a los españoles, un estoicismo compatible con el gusto por la sátira soez y sangrienta, como en el mismo Séneca. No obstante, su carácter es demasiado complejo, como resalta en el hecho de que, con toda su misantropía y misoginia, compuso algunos de los poemas de amor más logrados de la literatura hispana. De su muy variada y talentosa obra interesan aquí sus denuncias, de controlada amargura, por la decadencia que percibe en las costumbres, los modos de gobernar y las personas. Para él, y para otros, resultó traumática la Tregua de los doce años firmada en 1609 con Holanda, confesión de impotencia con cuyo motivo escribió España defendida y los tiempos de ahora, donde replica a la masa de propaganda antiespañola circulante por Europa y analiza la creciente incapacidad hispana frente a sus enemigos. Pese a invocar los buenos tiempos pasados, su actitud difiere de la predominante en ellos, cuando el país exhibía una actitud abierta y animosa ante los problemas –la guerra justa, la conquista, las relaciones internacionales, la economía, las cuestiones religiosas planteadas por el protestantismo, la reforma eclesiástica...–. El título mismo implica una actitud defensiva, cerrada y hasta claudicante cuando compara la situación del momento con el destino de Roma. Y su análisis resulta estrecho e inadecuado a los tiempos, pues se centra en la austeridad y la milicia, sin percibir los cambios de actitud intelectual y económicos que tomaban forma en otros países. Aún mayor desconsuelo le causó la suerte de su amigo Osuna, en quien veía, y no sin bastantes razones, un modelo del espíritu que había hecho grande a España, desbaratado por las intrigas de los más viles. Sentimiento lúgubre del célebre soneto Miré los muros de la patria mía (...) Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte.

Debía de ser muy común la sensación de estar el país mal gobernado, en contraste con la buena edad desde los Reyes Católicos al deceso de Felipe II. Cervantes y Lope apenas se habían interesado por la política concreta, y su percepción del declive de su patria era débil. Por el contrario, Quevedo, lo percibía más agudamente, por su trato directo con las corruptelas e intrigas de la corte, y porque llegó a oír los sonoros chasquidos que parecían preludiar la quiebra completa del edificio español: antes de su muerte habían ocurrido desgracias como las rebeliones de Portugal, Cataluña y otras menores, la derrota naval de Las Dunas frente a Holanda o la de Rocroi contra Francia, que Cervantes y Lope no habían tenido tiempo de presenciar.

El ánimo y actitud que Quevedo dibujan bien el cambio de la edad del Renacimiento (y su matización manierista) a la del Barroco. Cervantes, incluso Lope, son figuras de transición, mientras que Quevedo está inmerso de lleno en la nueva época, por cierto de inmensa fecundidad intelectual y artística en la Europa católica –El Barroco suele relacionarse con el espíritu de Trento–, mucho menos en países protestantes. Como todos los sucesivos movimientos culturales en Europa (románico, gótico, humanista) se hace difícil definirlo con precisión, pues sus elementos de continuidad con el pasado no pesan menos que sus evidentes novedades. Suele señalarse en el Barroco un alejamiento de búsqueda de la armonía y el optimismo clásicos: las artes plásticas, el pensamiento, la literatura, la misma política, se hacen más complicados, retorcidos y aun rebuscados, con cierto horror vacui, menos ocupados por la razón y más por la impresión de los sentidos y la psique, la expresión del dolor y del éxtasis, por lo misterioso... En alguna medida recuerda al posterior romanticismo. El movimiento se expandió desde Roma y cuajó muy bien en España, que lo reexportó en abundancia a América: iglesias, pintura, y la naciente literatura hispanoamericana, con sor Juana Inés de la Cruz, Espinosa de Medrano y bastantes escritores más.

Manifestación del Barroco en España fue la literatura picaresca, una de cuyas obras más conocidas es la Vida del Buscón llamado Pablos, de Quevedo. Suele considerarse el Lazarillo de Tormes la primera novela picaresca, pero entre su salida a mediados del siglo XVI y la siguiente, el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, en 1999, pasó casi medio siglo. Hay en la picaresca numerosos y antiguos antecedentes españoles y extranjeros, desde el Satiricón romano hasta, en España, la obra del Arcipreste de Hita o La Celestina, pero en España la jovialidad y sarcasmo de la vida más o menos delictiva del pícaro, de sus ingeniosidades y trampas, suele venir mezclada con un moralismo poco sutil y a menudo pesado, y un fondo de pesimismo. Propiamente la picaresca no responde al espíritu del siglo XVI, y el propio Lazarillo, con toda su burla implícita de las convenciones sociales, carece del toque amargo, su ironía no llega al sarcasmo descarnado, y su lenguaje es mucho más sencillo y directo que el de la picaresca propiamente dicha, algunas de sus composiciones, como La pícara Justina, llegan a resultar ilegibles en su retorcida cháchara.

El Guzmán de Alfarache tuvo un éxito parecido al del Quijote, traduciéndose enseguida a los principales idiomas europeos y sirviendo de modelo para otras novelas. Siguieron muchas más en España, como la Vida del escudero Marcos de Obregón, Vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, La hija de la Celestina, etc., algunas con protagonista femenina. La picaresca responde mucho más al espíritu del siglo XVII. En cierto modo vino a heredar la afición anterior por las obras de caballerías y este mero hecho ya indica un cambio profundo.

Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado

Um comentário:

sarónico disse...

Pio Moa es imbatible como historiador y crítico

 
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