sábado, 25 de julho de 2009

Europa a finales del siglo XVI

Las convulsiones político-religioso concluyeron en una Europa triple: la católica, fundamentalmente latina pero extendida a Polonia e Irlanda más Austria, la mitad de Alemania y de Flandes; la protestante, compuesta de la mitad de Alemania, Holanda, Escandinavia, Inglaterra y Escocia; y la eslava, mayoritariamente ortodoxa-griega.


Con todas sus guerras, el siglo XVI, o parte de él, fue una “edad de oro” cultural y /o política, de esplendor artístico e intelectual por gran parte de Europa, no solo para España, también para Inglaterra, Francia, Italia, Flandes y Polonia.

El mundo latino mantuvo su primacía cultural, y dentro de él Italia, cuna del llamado Renacimiento que caracterizó a la Europa occidental. El caso italiano es peculiar porque sus constantes conflictos internos y externos no le impidieron marcar nuevos rumbos al arte, el pensamiento y la ciencia. No en vano fue, con el siglo anterior, el de Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, la pintura veneciana, Maquiavelo o, hacia el final, Galileo. Al igual que en España, el protestantismo apenas penetró allí. No obstante, su división interna y dependencia del exterior (salvo la república imperial de Venecia), sumió al país en la impotencia política, al contrario que España, Francia o Inglaterra.

Al revés que en Italia y España, el protestantismo logró asentarse en Francia, y de ahí la particular evolución de este país desde un empeñado intervencionismo exterior y ambiciones sobre Italia y Flandes, a un largo período de guerras civiles que mermaron su impronta exterior y la hicieron objeto de intervenciones foráneas. Pero, una vez superadas aquellas contiendas, Francia volvió a convertirse en la gran potencia que era naturalmente por su población, su fertilidad, su cultura y el afán de sus monarcas. Culturalmente, fue la gran época de los poetas de la Pléiade, Ronsard en primer término, de Rabelais y los ensayos de Montaigne, de tanto eco en la cultura europea.

El mundo protestante comprendió una ancha faja desde Inglaterra a Prusia. En Inglaterra, la época de Isabel I --prácticamente la segunda mitad del siglo, como la de Felipe II en España--, ha pasado tradicionalmente como la edad dorada de este país, por su auge cultural, su expansión y victorias marítimas, el asentamiento del anglicanismo, una relativa paz interna y progresos en la centralización, estabilidad y buena relación de la monarquía y el Parlamento; en que la tortura judicial fue restringida y la quema de brujas no llegó al nivel de otros países protestantes.

Por lo que respecta a la cultura, no hay duda del esplendor de la época, sobre todo en el teatro, con numerosos autores entre quienes destaca Shakespeare como el más grande de cualquier tiempo en cualquier país. Las artes plásticas y la música tuvieron un auge menor, así como la ciencia y la tecnología, que no permitían augurar el crucial papel destinado al país en siglos posteriores. La “edad de oro” resulta menos lucida en otros terrenos. Las exploraciones de Drake o Frobisher tuvieron relevancia, aunque no pueden compararse a las de los españoles y portugueses, y fracasó su intento de asentar una colonia en América del norte. Hubo éxitos sustanciales en su pugna con España, pero también grandes fracasos, que vaciaron la hacienda inglesa (Isabel, tras heredarla en práctica bancarrota, la había saneado mediante una política frugal, en la que entraban los beneficios de las actividades negreras y filibusteras). Y las represiones inglesas contra los católicos rebeldes del norte del país y, sobre todo, contra los irlandeses, causaron miles de víctimas y hambrunas en Irlanda.

También se agravó en tiempos de Isabel la expropiación, propiamente robo, de tierras a los campesinos por los grandes señores. La tendencia ya venía de antes de Enrique VIII, pero con este se incrementó mediante la incautación de las tierras eclesiásticas, donde vivía gran número de campesinos que, por lo general, fueron expulsados para dedicarlas a la rentable ganadería lanar. Con Isabel I, los señores se apropiaron de tierras comunales, de las que echaron violentamente a los labriegos, convirtiéndolos en vagabundos y mendigos. Acusados de vagos y maleantes, los desdichados sufrieron una represión atroz: miles de ellos fueron encerrados en prisiones-talleres económicamente absurdas. A unos pocos se les otorgaron permisos para mendigar, y quienes carecían de él eran azotados y marcados con hierro al rojo vivo en una oreja; a la tercera reincidencia podían ser ahorcados, y parece que bastantes miles de ellos lo fueron: en algunas zonas colgaban por racimos de los árboles. Las clases bajas sufrieron un trato brutal, ilustrado por el caso de los marineros que lucharon contra la Gran Armada. Su jefe, Howard, escribía: “Las enfermedades y la muerte hacen estragos”. “Es penoso ver cómo padecen después de haber prestado tal servicio (…). Valdría más que Su Majestad la reina hiciera algo por ellos, aún a costa de gastar un dinero, y no los dejara llegar a tales extremos (…) Si estos hombres no son mejor tratados y se les deja morir de hambre y miseria, difícilmente volverán a ayudarnos”.

Con todo, la población inglesa pasó de 3-4 millones al despuntar el siglo a unos cinco al final, y la relación entre el poder real y el del Parlamento fue la más avanzada de Europa, si bien degeneraría más tarde en luchas sangrientas entre ambas instituciones.


De la pequeña zona céltica, Irlanda permaneció como una isla católica sometida a Inglaterra; en Gales, también sometida, se impuso el anglicanismo; y en Escocia, todavía independiente, triunfó el calvinismo. Lo que aquí hemos llamado Flandes estaba en trance de dividirse entre un norte calvinista y un sur católico: Holanda y Bélgica.

Suecia quedó fundada como estado moderno en la primera mitad del siglo, por el rey Gustavo Vasa, “padre de la nación sueca” o “Moisés sueco”, al romper violentamente la Unión de Kalmar con Dinamarca y Noruega. Gustavo implantó el luteranismo y aplastó la resistencia católica con ayuda de mercenarios alemanes. Un jefe rebelde, Nils Dacke, fue descuartizado y trozos de su cuerpo repartidos por distintas ciudades como advertencia, método en uso en otros lugares de Europa y América. Sobre las bases asentadas por Gustavo, en particular un excelente ejército, Suecia se convertiría en una gran potencia en las décadas siguientes. Ese ejército chocaría con el español en el siglo XVII. Los demás países escandinavos también adoptaron el protestantismo, lo que no impidió guerras entre ellos.

A su vez, Sacro Imperio tuvo tres emperadores sucesivos después de Carlos V hasta el fin de siglo: Fernando I, español de nacimiento, Maximiliano II y Rodolfo II, y se mantuvo un difícil equilibrio entre católicos y protestantes. Fernando quiso atraerse a estos últimos con concesiones, sin mucho éxito; tuvo alguno más introduciendo a los jesuitas para contrarrestar sus avances y reforzó algo la maltrecha autoridad imperial. Maximiliano, vienés educado en Madrid, mostró tendencias protestantes, fracasó en alguna campaña contra los otomanos e intentó en vano hacerse rey de Polonia. Rodolfo, mecenas y aficionado a las ciencias pero políticamente débil, preparó en cierto modo la devastadora guerra que iba a afligir a Alemania en el siglo siguiente.

Respecto a la Europa eslava, destacaron los estados enfrentados de Polonia y Rusia. Polonia, que sufrió incursiones tártaras, mantuvo bastante libertad religiosa, pese a lo cual el protestantismo no arraigó, acaso por proceder de Alemania, tradicional enemiga. Su confederación con Lituania la convirtió por un tiempo en uno de los países más extensos de Europa en un siglo de auge literario e intelectual, que produjo a Nicolás Copérnico, uno de los mayores científicos europeos. Políticamente siguió una tendencia contraria a la de los países occidentales: debilitamiento de la monarquía, que terminó haciéndose electiva y más dependiente de la nobleza; la elección de reyes extranjeros (como Enrique III de Francia) debilitó aún más la institución. En 1582, Polonia derrotó a Iván el Terrible y se benefició del comercio del Báltico. La alianza con Suecia contra Rusia condujo a una efímera unión de ambos reinos bajo Segismundo II. Este nombró a católicos para altos cargos de Suecia e introdujo escuelas católicas, propiciando un conflicto civil en Suecia, la ruptura de la unión y guerras entre los dos países.

Rusia fracasó en sus campañas por abrirse al Báltico, pero se extendió desde 1581 por Siberia, cuando el atamán cosaco Yermak cruzó los Urales. Con el tiempo los rusos llegarían a América y descenderían por Alaska hasta encontrarse con los avances españoles hacia el norte. Después de Iván el Terrible, muertos en 1584, gobernó Borís Godunof de hecho y desde 1598 como zar oficial. Godunof fue el primero que intentó modernizar Rusia trayendo maestros extranjeros y enviando a jóvenes a instruirse en países occidentales. Fundó ciudades fronterizas para sujetar a tártaros y fineses, impulsó la colonización de Siberia y procuró buenas relaciones con Suecia y acceder al Báltico por medios diplomáticos. En sentido contrario afianzó y endureció la servidumbre de la gleba, erradicada de tiempo atrás en la mayor parte de la Europa occidental. Los finales de siglo y sus últimos años de reinado no fueron felices. Unos veranos desusadamente fríos causaron terribles hambrunas y comenzó un período de desórdenes civiles e imposiciones extranjeras que amenazaron la continuidad de Rusia.


Pío Moa

http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado (25/7/2009)

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page