sábado, 18 de julho de 2009

Primera guerra de Flandes


El año de la fundación de Manila comenzaba en Flandes, casi al otro lado del mundo, un nuevo conflicto para España. Llamaremos aquí Flandes, por comodidad aunque de modo incorrecto, a la región ocupada hoy por Bélgica y Holanda, esta última también llamada así por costumbre incorrecta, pues constituye solo una provincia de los Países Bajos. “Flandes” comprendía numerosos pequeños estados que habían pertenecido a Borgoña y por tanto al Sacro Imperio, hasta que, después de la Guerra de los cien años, Francia se anexó la Borgoña interior, mientras que Flandes continuó en el Imperio, y pasó a su tiempo al emperador Carlos. Cuando este abdicó, dejó Flandes para su hijo Felipe II, en lugar de para su hermano Fernando, que quedó como emperador. Había dos causas para ello: la debilidad del Imperio para defender la región frente a las apetencias francesas y al expansionismo protestante, y las estrechas relaciones comerciales con España. Podría considerarse un magnífico regalo para España, porque se trataba de la región quizá más rica de Europa. Su principal ciudad, Amberes, era un centro financiero y el mayor nudo comercial del continente, entre las expansivas economías de los mares Báltico, del Norte, y Cantábrico, es decir entre Alemania del norte, Inglaterra, Francia y España: la colonia de comerciantes hispanos era la más nutrida de la ciudad. Allí iba el 60% de la lana española y muchos productos de América, y de allí recibía España aprestos navales, maderas para la construcción de barcos, tejidos, armas y cereales.


Sin embargo el mutuo interés económico no bastaba para mantener la unión. La prosperidad de aquellas regiones no producía una aportación fiscal al mismo nivel, y era España quien debía atender a sus gastos de defensa. Para obtener subsidios, Carlos I había debido librar irritantes disputas con la nobleza regional y sus Estados Generales, como ocurría con el conjunto del Sacro Imperio, un sistema poco operativo. Los tiras y aflojas empeoraron con Felipe II, visto en Flandes como rey extranjero, con cuya política no se identificaban. Para Felipe, como para Carlos, era prioritario mantener la unidad cristiana o al menos frenar el avance protestante, por principio y para afrontar a los turcos, pero los flamencos católicos veían muy lejos a los turcos; y detestaban a los protestantes anabaptistas, pero mucho menos a los calvinistas, por razones comerciales y porque los consideraban un contrapeso con el que jugar frente al poder hispano. La lejana España interesaba les interesaba solo por el comercio y como protectora ante las apetencias de la inmediata Francia, pero tras las victorias hispano-flamencas de San Quintín y Gravelinas, y la ruina de la hacienda francesa, ese peligro había decaído. Además, empezaron en Francia las guerras civiles, llamadas de religión, que debilitaron su capacidad de acción exterior, por o cual la ayuda de Madrid perdía urgencia.

Para España, el interés real derivaba de su línea de contención de protestantes y turcos, pues la relación comercial no exigía unión política. Y Flandes, con su posición geoestratégica, favorecía al máximo a los adversarios europeos de España, es decir, Inglaterra, Francia y protestantes alemanes, todos situados en torno a una región que, en cambio, distaba mucho de España, con una comunicación por tierra indirecta y tortuosa a partir de Milán, y expuesta por mar a la hostilidad inglesa o francesa.

Durante la década de los sesenta la expansión protestante se hizo más agresiva a través del calvinismo, que se convirtió en una potencia dentro de Francia, Escocia y Flandes. Se trataba de un movimiento internacional muy eficiente, con miles de personas entregadas al proselitismo y una destreza agitativa extraordinaria (se lo compararía en el siglo XX con la Internacional Comunista o Comintern). Los calvinistas emplearon la imprenta como nadie, y puede decirse que la propaganda política moderna nació entonces, y en alta medida como propaganda antiespañola.

Los calvinistas franceses o hugonotes, formaban una fuerte minoría infiltrada en la nobleza, la administración y la misma Iglesia católica. Su hostilidad a España les llevó a procurar la alianza de Francia con los turcos y a destacar agentes entre los moriscos, con vistas a sublevarlos, y entre el bandolerismo endémico en Cataluña, subproducto de la opresión señorial. En 1560 urdieron el secuestro del joven rey Francisco II, para apartarlo de la influencia de la casa de Guisa y aniquilar a los consejeros católicos. El complot, auspiciado por miembros de la familia Borbón, inclinada al calvinismo, fracasó, pero los hugonotes organizaron en más de veinte ciudades una imprudente oleada de destrucción de estatuas, reliquias, custodias y obras de arte sagradas para los católicos, provocando represalias de estos. En 1562, unas prédicas protestantes en tierras del católico Duque de Guisa, en contravención de acuerdos previos, derivaron en un encontronazo con muerte de 23 hugonotes (Masacre de Vassy). El mismo año los calvinistas asesinaron a más de 600 católicos en Montbrison, mientras pedían soldados y dinero a Inglaterra. Comenzaron así las guerras religiosas francesas, plagadas de matanzas mutuas y nacidas del intento calvinista de ganar el poder para imponer desde él su religión, según el modelo de Ginebra. Las guerras durarían, con intervalos, 36 años, y solo pudieron afianzar en Felipe II el temor a la herejía, por lo que redobló la vigilancia de la Inquisición y dedicó grandes sumas a defender el catolicismo francés.

Inglaterra, de la que Felipe había sido rey consorte, evolucionaba bajo Isabel I hacia el choque con España. Mantuvo al principio la neutralidad, pues le preocupaba la hostilidad de Francia y de Escocia, donde surgió una guerra civil entre católicos y calvinistas presbiterianos. La católica María Estuardo, reina escocesa, también aspiraba al trono inglés, respaldada por Francia, por lo que Isabel envió a Escocia un ejército que resolvió la guerra civil a favor de los rebeldes presbiterianos, que tomaron allí la voz cantante. En 1567, María abdicó y huyó a Inglaterra, donde, tras acusaciones de conspiración, fue encarcelada y veinte años después decapitada por orden de Isabel. Aunque la reina inglesa tuvo a raya a sus propios calvinistas --los puritanos--, desde muy pronto amparó a los franceses, además de lo escoceses, pasó a hacer lo mismo en Flandes y a patrocinar como negocio real la piratería contra los mercantes españoles.

La década de los sesenta dio pocas alegrías a Felipe II. En el escenario mediterráneo cosechó sonados reveses a manos de los turcos, lo que le impidió atender a la creciente insubordinación de Flandes. Así, hubo de contemporizar con los progresos de los calvinistas y las descontentas oligarquías católicas locales. En 1559, Felipe dejó como regente en Flandes a su hermanastra Margarita de Parma, hija ilegítima de Carlos I, asesorada por el cardenal Granvela, borgoñón muy identificado con la política de Madrid. Margarita hizo concesiones sustanciales, retirando las tropas españolas en 1561 y apartando del Consejo a Granvela. Los más destacados nobles regionales, Egmont, Hoorn y Guillermo de Orange, deseosos del máximo protagonismo político, aumentaron sus exigencias ante las concesiones de Margarita, mientras agitaban afirmando que Felipe iba a introducir la Inquisición española, dato falso (la Inquisición de Flandes, más dura, no perdonaba ni a los herejes arrepentidos). Y pedían tolerancia hacia los calvinistas, que entraban en gran número desde Francia. Felipe introdujo a los jesuitas y una nueva universidad católica; y ordenó crear catorce nuevos obispados para ampliar el número de sus partidarios en los Estados Generales, pero la nobleza lo saboteó.

Todo empeoró a mediados de los años 60. Debido a la larga guerra entre Suecia y Dinamarca que cerró vías de tráfico, y a la revolución de los precios, la inflación causada por el aflujo de plata americana y centroeuropea , la alta y media nobleza de Flandes se endeudaba, mermaban sus ingresos y crecía su descontento. En 1565 Egmont fue a España y arrancó del rey, angustiado por sus contrariedades mediterráneas, nuevas concesiones y disminución de la represión anticalvinista, concesiones que Egmont exageró a la vuelta. Pero a poco de volver Egmont, los turcos fueron rechazados de Malta y al año siguiente, en septiembre, fallecía Solimán el Magnífico, lo que causó disturbios y rebeliones en su imperio, por lo que el Mediterráneo se calmó y Felipe pudo ocuparse de Flandes. Esta región sufrió ese mismo año una crisis de subsistencias que los calvinistas explotaron hábilmente para empujar a la población hambrienta a saquear monasterios e iglesias, destruir imágenes y, según versiones, matar religiosos. Así comenzó la guerra. Las violencias provocaron una indignada reacción católica proespañola, y Margarita propuso hacer concesiones, pero desde una posición de poder, no como hasta entonces.

Felipe entendió que las concesiones anteriores solo habían exacerbado la arrogancia nobiliaria, y los disturbios recordaban demasiado a los de Francia. En consecuencia mandó a Flandes al Duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, al mando de los tercios de Italia y de tropas alemanas, para restaurar el orden, reducir los diversos estados de la región a uno solo con capital en Bruselas y asegurar que Flandes corriera con la mayor parte de sus gastos de defensa. Alba llegó en 1567, aumentó la contribución fiscal flamenca mediante un impuesto parecido a la alcabala castellana, en realidad racional, pero tildado de imposición extranjera, y por un tiempo, Flandes resultó algo menos gravoso para España. Para juzgar a los cabecillas de los violentos disturbios creó el Tribunal de Tumultos, que ejecutaría a algo más de mil personas, entre ellas a Egmont y Hoorn, y confiscaría sus propiedades.

El tribunal y el duque han sido muy largamente condenados por una crueldad casi sin parangón, pero, observa el historiador inglés Geoffrey Parker, “Las críticas se han basado en la deformación y exageración de los hechos. J. L. Motley, por ejemplo, escribió sobre “los torrentes de sangre” que manaron de las purgas del duque de Alba; pero, según las pautas del siglo XVI, el número de ejecuciones fue relativamente modesto, si se considera la escala de los disturbios. Ningún gobierno de aquella época estaba dispuesto a dejar vivos a traidores y rebeldes una vez capturados. El trato de la reina Isabel hacia los rebeldes del norte después de 1569 no difirió del de Alba (excepto que las víctimas de Isabel eran católicos y las de Alba protestantes)”. La dureza de Alba es indiscutible, pero su mala fama debe más a la hábil propaganda calvinista.

Egmont y Hoorn habían combatido a los franceses al lado de España, pero su conducta posterior difícilmente habría sido perdonada por ningún monarca. Guillermo de Orange escapó a Alemania y organizó un ejército para entrar en Flandes. El 25 de abril de 1568 sus tropas de 3.000 hombres fueron aplastadas en Dalen por 1.600 de los tercios de Sancho Dávila y Sancho de Londoño. Un mes después los rebeldes sorprendieron en Heiligerlee a 3.200 soldados del tercio de Cerdeña mandados por el estatúder Johan de Ligne, a quienes causaron casi 2.000 bajas contra solo 50 propias Dos meses más tarde los tercios, mandados por el propio duque, destrozaron al ejército rebelde de Luis de Nassau en Gemingen, ocasionándole 7.000 bajas contra solo 300, y en octubre el duque atacó la retaguardia del propio Guillermo en Jodoigne donde aniquiló a los 5.000 arcabuceros del holandés, y le hizo 3.000 muertos contra 20 de los tercios. Esta iba a ser la tónica de muchas batallas de los tercios, según expone el historiador militar francés René Quatrefages. Así, en pocos meses la rebelión fue sofocada. Guillermo volvería a invadir el país en 1572. Entonces, los tercios atacaron al refuerzo francés a los rebeldes, causándoles 4.000 muertos por una decena de hispanos; en Mock (1574), los rebeldes tuvieron 5.000 muertos contra veinte; en Gembloux (1578) murieron 3.000 rebeldes y un solo español. Tan enorme desproporción se debía a la absoluta superioridad de los tercios en campo abierto, rápidos en la maniobra, mejor mandados y entrenados y con más iniciativa que sus contrarios. La relación variaba en los asaltos a ciudades, que irían convirtiéndose en las principales operaciones. Así en Leyden (1573), hubo1.500 muertos de los tercios, aunque 10.000 de sus contrarios.

La excelencia militar de los tercios no iba a bastar ante unas campañas prolongadas que se convertirían en sucesión de largos asedios, necesidad de muchas guarniciones y contribución de tropas mucho más numerosas de flamencos y alemanes, lo que suponía un derroche de dinero que Madrid, debiendo atender a otros escenarios, no podía soportar, aunque sus contrarios quedasen igualmente exhaustos. Entre 1571 y 1573 los tercios no fueron pagados ni una sola vez, lo que los hería tanto física como moralmente porque, en su mentalidad, la paga les distinguía de los bandoleros. Entonces comenzó la serie de desastrosos motines que arruinaban gran parte de sus logros. España debía atender al siempre amenazador frente otomano y, entre 1568 y 1571, a la rebelión morisca de Granada, así como a la creciente piratería e incursiones de franceses, ingleses y holandeses en América. El ejército de Alba tenía otro talón de Aquiles en el mar, pues solo disponía de una flotilla frente al poder naval de sus enemigos en la zona. Sin contar el clima húmedo, inhabitual para los hispanos, el agua siempre presente en Holanda, ríos caudalosos de difícil cruce y pantanos, que anulaban en buena medida la agilidad maniobrera de los tercios.

Guillermo diseñó una gran estrategia buscando el auxilio de los alemanes protestantes, los hugonotes franceses, Inglaterra y los turcos, con invasiones simultáneas desde Alemania, Francia y el mar. Mandó un agente al sultán turco Selim II para incitarle a atacar a España, sin éxito inmediato. A la larga, este conjunto de fuerzas, más las distancias y condiciones adversas volvían muy arduo para España ganar la contienda (duraría ochenta años, con intermitencias); y no menos arduo desembarazarse de ella, pues sus enemigos usarían cualquier retroceso español como palanca para nuevos ataques. Si Carlos I hubiera mantenido Flandes en el Sacro Imperio, España se habría ahorrado quizá una infernal complicación, aunque tampoco es seguro, pues los problemas de otomanos y protestantes, y secundariamente América, que codiciaban otras potencias, estaban demasiado entrelazados.


Pío Moa

http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado (9/7/2009)

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