domingo, 19 de julho de 2009

Hechizo de luna

«Por el cielo va la luna con un niño de la mano» (F.G.L)

Como Colón cruzó el océano en una cáscara de nuez, los astronautas del Apolo XI llegaron a la luna a bordo de un inverosímil insecto de chapa. La carcasa del módulo Eagle era más frágil que la de un montacargas, la cápsula tenía la solidez de un utilitario y la memoria del dispositivo informático que gobernaba todo el vuelo cabría hoy en un ordenador de juguete. Pero aquella proeza visionaria estuvo, como la epopeya colombina, impulsada por el combustible de la aventura, por la energía del desafío; su consistencia no era tanto la de la planificación científica como la de un aliento moral, un empeño prometeico por ampliar límites y romper fronteras, un arrebato de ensoñación estimulado por el acicate de una competencia política. Quizá por eso mismo decayó pronto la carrera espacial; primero porque la caída del Telón de Acero acabó con la rivalidad que espoleaba el duelo tecnológico, pero sobre todo porque no hay seducción que perdure más allá de la propia conquista de los deseos.

El viaje a la luna, que contemplamos desde la posmodernidad con la nostalgia sepia de un futurismo trasnochado, fue la culminación de un mito casi primitivo, de una recurrente fantasía anclada en la misma esencia del ser humano. Hizo falta una convicción quimérica, una determinación iluminada, un vértigo vehemente de audacia, osadía y coraje, propio de una época optimista presa de una fe casi revolucionaria. Luego murió en un marasmo deflactado por el mismo alcance del éxito; consumado el reto y proclamada la victoria no había objetivo que perseguir. La Luna no era una América que descubrir sino tan sólo un mar de polvo yerto y estéril, sin recursos que explotar, ni territorios que colonizar, ni enemigos que someter. Era una meta simbólica que se agotaba en sí misma, en el impulso de superación que llevó a un hombre a hollar su superficie tras siglos de mirarla como un símbolo inaprensible, como una metáfora astral de la inmensidad del universo.

El viaje era en sí mismo el principio y el fin: se trataba, como en la competición olímpica, de ir donde jamás se había ido, de llegar hasta donde nunca se había llegado. De superar barreras, de vencer distancias, de romper límites y salvar horizontes con un salto al vacío. Era una empresa renacentista convocada a través del conocimiento y de la ciencia para afirmar la confianza del hombre en su destino, la racionalidad instrumental con la que Weber definió el espíritu del progreso. Ése fue su atractivo casi místico, su magnetismo épico, su emocionante, lunático hechizo de sugestión y de aventura. Puede que todo resultase efímero, inconstante, precario y fugaz, pero cambió el sentido de nuestras dimensiones y dejó al mundo al pie de un nuevo trasbordo de la Historia.

Ignacio Camacho
www.abc.es

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