sábado, 18 de julho de 2009

La belleza pide socorro

Últimamente me acucia una tentación propia de la edad madura: la idea de que nada vale la pena. La desecho. Valen la pena la paz, el amor, la familia, la justicia, los recuerdos, la salud. Cuando más preocupado estoy por la salud es cuando me encuentro bien (como ahora), no encontrándome mal. Y vale la pena la belleza, en cuyo seguimiento ha transcurrido apasionadamente mi vida entera.

Desde los presocráticos hasta un Planck o un Kafka, muchos creyeron en la belleza. Entre los que no creyeron, citaré -por ejemplo- a Picasso, quien se preguntaba y se contestaba: «¿Qué es la belleza? No existe». Un filósofo receloso de la palabra «belleza», Wittgenstein, la aceptará sin embargo y la matizará: «Lo que es bonito no es bello». Exacto. El otro día viajamos mi mujer y yo con un matrimonio de Estados Unidos a tierras de Jaén y nuestros amigos quedaron maravillados. Primero, por la belleza morena y esmeralda del paisaje, y luego por la belleza arquitectónica de Úbeda y Baeza. Aquello no es bonito, es bellísimo. La norteamericana observó: «Como en tantas ciudades y pueblos de España, lo más interesante son los antiguos templos y palacios. Sin aquellos religiosos y nobles, España ofrecería a los turistas bastante menos arte». Verdad. La aristocracia y la Iglesia poseían sensibilidad, manejaban dinero y construían belleza protegiendo artistas, pero ¿dónde están ahora los protectores, los grandes millonarios interesados en el arte? Escasos hay.

Nos agobia la crisis económica y nos agobia la crisis estética. El ser humano siempre llevó en la sangre la obsesión estética, y empezó por idealizar y embellecer sus necesidades corporales. Para que el arte fuese una necesidad, primero se consideró a las necesidades formas de arte, siempre (esto es importante) contando con los otros. Todo arte es social. ¿Quién ha escrito un tratado artístico sobre lavarse la cara o defecar? Ni sobre beber agua. Si alguien me habla del arte de beber vino, que no niego, le diré que beber vino "no" fue ni es ninguna necesidad. Cuando se tiene una sed feroz, nadie pide vino.

Hacer el amor es una necesidad que requiere al otro, y el ser humano la convirtió en arte, no sólo arte del acto sexual, sino de toda una red de delicadezas y obligaciones colaterales. También, durante siglos, fue la comida ocasión de ritualidad, con la figura de la madre irradiando jerarquía desde un centro. ¿Cuántas familias mantienen ese hábito? Se come a solas y en cualquier parte. En el trabajo, en el coche, en un banco de la calle, en un local de comida rápida. A Cristo no le gustaba comer solo.

Hombres y mujeres elevaron otra necesidad a arte: me refiero al lenguaje. Los escritores han de embellecer el lenguaje coloquial; a nuestra literatura le urge un baño de luz artística. Cuando murió Mario Benedetti, hubo una minipolémica sobre qué clase de poesía era mejor, la realista del autor uruguayo u otra superadora del habla de cada día. Hoy triunfa una poesía de ritmo estropeado o de hermetismo aburrido. Con la novela domina la percepción de que escribir supone vender miles, millones de libros, escribiendo, eso sí, a la más devaluada pata la llana. Un autor español de éxito declaró recientemente que literatura de calidad es aquella que entretiene y que evita los problemas. Según esa opinión -tan extendida-, la literatura como arte es una memez de pseudoexquisitos. Pero ¿quiénes son los memos? ¡Cuántos se piensan memorables y se quedan en memos! Rubén Darío dijo: «El éxito internacional no tiene nada que ver con el mérito artístico».

En relación con el lenguaje de los políticos, Dios nos ayude. No parecen conocer ni de oídas los textos de Aristóteles, Cicerón o Quintiliano sobre la oratoria, cuyas reglas aparecen hoy como absolutamente prescindibles. El Congreso es un lugar indicado para que el pueblo aprenda a hablar sin hondura, sin elegancia, sin humor y sin ir al grano. Pongan la televisión: políticos y no políticos ignoran cómo saber expresarse, la gramática les rechina como un carro viejo y su léxico es carencia y balbuceo. ¿Y el suplicio del teléfono móvil? Pobre teléfono, asqueado de vomitar su trueno prologal avisando los estentóreos diálogos que transmite y que padecen los que están alrededor. Yo quisiera darle dignidad estética al móvil, y así, propongo que lo usen los toreros mientras empalman cadenciosos naturales. La muleta en la mano izquierda y en la derecha, no la espada, sino el móvil pegado a la oreja. ¿No existen la chicuelina o la manoletina? Bueno, pues yo llamo al tipo de pase que he inventado la «movilina».

La palabra «estética» se emplea frecuentemente de manera no muy ortodoxa. Como Valle-Inclán (o su Marqués de Bradomín), al declararse «carlista por estética». ¿Qué estética? La glorificadora del ayer, de las causas perdidas, de los ecos teocráticos, de los reyes engañados, de los gestos magníficos, etc. Sin embargo, el carlismo provocó guerras, muertes. ¿Estética de las guerras? Las guerras nunca, nunca son bellas. Yo también me proclamé, en mi juventud sevillana, carlista por estética (por estética y por parentesco con Manuel Fal Conde, representante en España del rey carlista) y llegué a redactar -en unión de dos ilustres individuos- las bases de una Constitución para la nueva España que soñaba el carlismo. Hubo riesgo en aquellas reuniones clandestinas. Afortunadamente, lo que pudo ser, no pudo ser. Pronto abandoné la causa: no me gustaba pensar como si viviera mirando atrás.

Otro curioso empleo de la palabra «estética» se debe a dos políticos, Josep Sánchez Llibre y Jordi Jané. Tras el anuncio del fichaje del futbolista Cristiano Ronaldo por el Real Madrid a cambio de más de cien millones de euros, ha saltado el escándalo. ¿Quién no ha dejado de opinar? De Rodríguez Zapatero abajo, ha opinado hasta el gato, mi gato, que les pone ojos de tigre a los que se escandalizan. Esos señores, Josep Sánchez Llibre y Jordi Jané, han manifestado que la operación del fichaje de Cristiano Ronaldo es poco o nada estética. Ovacionemos a los dos políticos, vayan a ellos elogios y sonrisas por aplicar lo estético a un contrato futbolístico. Posiblemente quisieron decir que la operación era «poco oportuna» o «poco ejemplar». ¡Qué ignorante imprecisión de las palabras! Y oigan: nadie tiene derecho a meter las narices en negocios privados y legales y sí a meterlas en algunos de los innumerables abusos de interés público en los que se ventilan bastantes más millones de euros. Si yo fuera el presidente del Madrid, se iban a enterar los críticos de lo que es estético. Cada vez que saliese Cristiano Ronaldo a jugar en el estadio del Madrid, lo haría acompañado por un grupo de hermosas nereidas, rubias como el oro de su palacio submarino, y todas danzando al compás de la música. Del vals «Sobre las olas», naturalmente.

Manuel Mantero
www.abc.es

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