Cuando se cumplen los dos siglos del alzamiento del pueblo español contra los invasores, nada más oportuno que reflexionar en qué ha devenido aquel país y aquel pueblo. Encontrándonos con una inquietante paradoja: se buscan rasgos diferenciales por todas las esquinas de esta España descentralizada. Pero los españoles nos parecemos más que nunca en nuestra larga y agitada historia.
El concepto «España plural» con el que se nos llena la boca es equívoco. Es verdad que los centros de poder se han multiplicado. Pero en el resto, la homogeneidad crece imparablemente. Quienes nacimos hace más de setenta años sí que conocimos una España plural, aunque mucho más pobre, penosa y triste en bastantes aspectos. Pero en diversidad le daba cien vueltas a ésta. Había, en primer lugar, la España de la ciudad y la del campo, completamente distintas, e incluso la vida en Madrid y Barcelona no se parecía en nada a la de las ciudades de provincias. Iguales diferencias se apreciaban entre el norte y el sur, entre la costa y el interior, entre los jóvenes y los viejos, entre los obreros y los oficinistas, entre los funcionarios y los profesionales libres, entre los hombres y las mujeres, cada cual en su órbita, que podían tocarse tangencialmente, pero nunca intercambiarse.
Todas estas diferencias, si no se han eliminado, van camino de ello. Hoy se vive en el campo tan bien como en la ciudad, y en las ciudades pequeñas, mejor que en las grandes. Se borran también las diferencias de indumentaria, excepto en los lugares de trabajo, pero llega luego el domingo, y todos vestimos lo mismo, sin protocolo alguno. Aquella diferencia entre el sombrero y la boina que alcanzaba el grado de clase social y de filiación política, ha desaparecido. Como empieza a desaparecer la de llevar corbata o no llevarla, e incluso la de llevar o no pantalones, una vez que las mujeres los han adoptado.
Lo que ha traído esta homogeneización es, por una parte, el multiplicarse de las comunicaciones, que han roto las barreras montañosas que separaban las distintas regiones españolas y, por la otra, la televisión que permite ver en directo lo que ocurre en el otro extremo. Conocí tiempos en los que el cruce de los puertos de acceso a Galicia podía llevar horas y en que los trenes Barcelona-Madrid tardaban veinte cuatro. Las autovías están reduciendo drásticamente esas distancias y el AVE prácticamente las elimina. Mientras en los pueblos más remotos se ve cada noche como se viste, se habla, se piensa, se festeja o se maldice en las grandes urbes. Pudiéndose imitar o no, según el gusto de cada uno o una. Pero que nos parecemos cada vez más, no ofrece lugar a dudas.
Pese a ello, los españoles seguimos empeñados en diferenciarnos. Ahí tienen el Tribunal Constitucional otorgando a Cataluña el sobrenombre de nación. ¡Menuda forma de celebrar el 2 de mayo y de interpretar la Constitución! Claro que, a la postre, todos somos españoles. Y cada vez más.
José María Carrascal
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