La celebración del bicentenario del Dos de Mayo está sirviendo para que se tergiverse la verdad histórica de un modo francamente vomitivo. A la izquierda, la celebración le resulta enojosa, pues sabe que aquella rebelión popular fue una reacción contra los ideales revolucionarios de los que ella orgullosamente se proclama heredera. La vicepresidenta De la Vega ha afirmado, refiriéndose a los afrancesados, que «fueron los que por primera vez defendieron un Gobierno responsable, que debía ocuparse de que los ciudadanos accedieran al bienestar, e incluso a la felicidad». La frase es ambigua, y uno no acierta a establecer si, al referirse a ese «Gobierno responsable» que defendieron los afrancesados, la vicepresidenta alude a una aspiración utópica que no se habría hecho realidad hasta nuestros días, en la personita de Zapatero, o si alude concretamente al gobierno tiránico que impusieron las armas napoleónicas, cuyo ideal de acceso a la felicidad consistía básicamente en estuprar doncellas y desvalijar iglesias. Una u otra interpretación de su frasecita nos confirma que, para la izquierda, aquella Guerra de la Independencia que se inició con la revuelta popular del Dos de Mayo fue un acontecimiento luctuoso que retardó el advenimiento del Progreso.
Más patética aún es la interpretación del Dos de Mayo que nos propone la derecha, muy característica de la empanada mental que la corroe. La derecha no abomina de lo que ocurrió en aquellos días, pues intuye que fue una manifestación del genio español; pero está tan infectada por los apriorismos mentales impuestos por la izquierda que necesita enturbiar ese genio español con conceptos totalmente extraños al impulso originario de aquellos patriotas. Así, por ejemplo, la derecha sostiene que con la Guerra de la Independencia surge España como «nación de ciudadanos» y no sé cuántas paparruchas más. Falso de toda falsedad. La idea de nación española se modeló de forma evolutiva desde el siglo VI, con la conversión de Recaredo a la fe católica, para cobrar contornos cada vez más nítidos durante la Reconquista, alcanzar su certeza constitutiva durante el reinado de los Reyes Católicos y hallar su expresión más acabada con la conquista y evangelización del Nuevo Mundo. Don Marcelino Menéndez Pelayo, que leyó más en un solo día de su vida que todos los representantes de nuestra patética derecha en todos los días de su desnortada vida, lo dejó escrito en el grandioso epílogo de su Historia de los heterodoxos españoles: «Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con el régimen admirable de sus concilios por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. (...) España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas». Las palabras proféticas de don Marcelino ya se están cumpliendo, y nuestra derecha, al afirmar que con el Dos de Mayo se constituye la nación española no hace -amén de traicionar la verdad histórica y de renegar patéticamente de su genealogía- sino conceder argumentos a quienes desean despiezar España en cantones y reinos de taifas.
Y el Dos de Mayo no fue una rebelión ciudadana, sino una rebelión popular. Napoleón quería convertir a los españoles en ciudadanos (esto es, en muchedumbre colecticia sometida a sus leyes y exacciones); pero los españoles, con intuición genial, querían seguir siendo pueblo. El genio popular español entendió que los gabachos habían venido a destruir los cimientos de la patria española y a convertirnos otra vez en «presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso»; y se rebeló para defender la grandeza y la dignidad de España, concretadas en su fe y en su tradición. Ese pueblo que se rebeló en 1808 ya no existe, ahora sólo somos una patulea de ciudadanos descristianizados que han accedido al bienestar; y estas conmemoraciones no son sino unas exequias fúnebres que algunos, desde la izquierda, celebran con regocijado cinismo, mientras otros, desde la derecha, hacen de dóciles mamporreros.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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