Diez años antes de que se desencadenara la «santa insurrección española» -como fue conocida en América- contra el tirano Napoleón y su ejército de mercenarios imperiales postrevolucionarios, un capitán destinado en la ciudad mexicana de Veracruz, Juan José de Escalona, había enviado al Rey Carlos IV una carta que contenía una apocalíptica premonición. Según indicaba en la misiva, «es en estas ciudades y reinos de Indias donde se juega el destino de las Españas. Defendido su comercio, la paz de sus moradores y el honor de la Monarquía, habrá de encontrarse la felicidad en una población que no desea sino ser leales súbditos de un Monarca poderoso que les garantice la protección de sus vidas y haciendas y les permita el proseguir sus comercios y negocios. De lo contrario, se resquebrajarán sus lealtades, se alzarán ciudades contra ciudades y ante el clamor universal una lengua de fuego barrerá las Américas».
Tan estremecedor testimonio no sólo muestra la perspicacia de un brillante militar de carrera destinado en el Nuevo Mundo, sino que expone una dimensión histórica de los acontecimientos de 1808 relegada con frecuencia por los historiadores y estudiosos de uno y otro lado del Atlántico, la escala imperial en que tuvieron influencia, así como su necesaria interpretación dentro de un ciclo largo de crisis revolucionaria inaugurado en 1789. Por decirlo en otros términos, no podemos olvidar que el Madrid de 1808 no era sólo la capital de la España peninsular, sino el centro de un imperio global que iba desde San Francisco en California hasta Santiago de Chile y desde Manila hasta Barcelona. De ahí que las independencias de la América española, más allá de las visiones impuestas por los nacionalismos del siglo XIX, comenzaran por esta implosión de imperio expresada trágicamente en el Dos de Mayo madrileño, esto es, por efecto de un derrumbe institucional que se contagió desde el centro metropolitano hacia la periferia americana, que sin embargo se mantuvo en absoluta lealtad hasta el 19 de abril de 1810, cuando el cabildo de Caracas depuso al guipuzcoano Vicente de Emparan, capitán general de Venezuela, acusándolo de afrancesado.
En segundo término, más allá del efecto fundacional y cataclísmico del Dos de Mayo madrileño, podríamos decir que, visto desde América, aquello se veía venir. En rigor la España americana constituyó, para bien y para mal, un laboratorio de los problemas y enfrentamientos que desgarraron a la propia metrópoli años después. Por supuesto, el punto de partida fue la crisis del Antiguo Régimen español a escala atlántica, inaugurado mediante el relegamiento de grandes ministros de Carlos III como Aranda y Floridablanca, que eran experimentados administradores de una Monarquía española de ambos hemisferios, europeo y americano, por el despotismo ministerial de Manuel Godoy, que fue en lo que a América respecta una calamidad. El «Príncipe de la Paz» entregó a los franceses en 1795 la parte española de Santo Domingo y en 1800 la Luisiana, colocó a su corrupto yerno, el marqués de Branciforte, como virrey de México y quizás se involucró en oscuros negocios harineros cubanos. En 1808, la España americana llevaba soportando casi quince años continuos de guerra con Gran Bretaña -la dueña de los mares y por tanto del comercio-, había visto en la terrible derrota de Trafalgar el declive de una Real Armada fundamental para la conexión atlántica e incluso había hecho frente sin ayuda de la metrópoli a dos intentos de invasión auspiciados por los británicos en Venezuela en 1806 y en Buenos Aires -con guerra de guerrillas y sitios urbanos inclusive- ese año y de nuevo en 1807, con total entereza y fidelidad. Nada de ello cambió desde que en mayo del año siguiente el patriotismo de los peninsulares, como se lee en los periódicos y proclamas contemporáneas, se plasmó en una revuelta antifrancesa que expresó por igual la devoción a la dinastía borbónica y la percepción de que la crisis política tenía un origen, la desunión y los errores de quienes gobernaban.
La visión americana de 1808 no dio lugar a «relatos de las dos Españas», con divisiones del «cuerpo nacional», pues en América no hubo más afrancesados que algunos peninsulares, allí la Monarquía impuesta de José I nunca logró fidelidad alguna y los agentes a sueldo y espías enviados por Napoleón desde 1801 jamás obtuvieron nada. Frente a sus pretensiones, la reacción patriótica de los españoles americanos se vinculó a arraigados sentimientos de lealtad. Informados en gacetas, volantes y mercurios, reunidos en tertulias de sociedades de amigos del país y cafés, supieron de la caída de Godoy y contemplaron con extrema preocupación las cesiones ante Napoleón, bajo una lógica política impecable. Francia representaba el caos revolucionario, mientras que la amistad con Gran Bretaña era imprescindible, como mandaba el viejo lema de la época de los Austrias, «con todos guerra y paz con Inglaterra», no sólo para mantener la prosperidad, sino el propio orden en una sociedad multiétnica que había visto en la sangrienta revolución de los esclavos de Haití -la primera república negra del mundo, proclamada en 1804- lo que se podía esperar de un modelo político como el francés. De ahí que, salvo alguna excepción, tras la invasión napoleónica los españoles americanos acentuaran su fidelidad, que juraran al deseado Fernando VII como Monarca y que el reinado de José I Bonaparte no fuera en el Nuevo Mundo como hemos señalado más que una entelequia. En Santiago de Chile, el cabildo, la audiencia y el gobernador reconocieron en septiembre de 1808 la soberanía de la Junta Central y propusieron reclutar y armar 16.000 milicianos. Las autoridades tuvieron que impedir a los voluntarios puertorriqueños y cubanos que cruzaran el Atlántico para luchar contra los franceses, lo que hubiera sumido a Cádiz aún más en el caos. El cabildo de Caracas juró fidelidad al Monarca en julio y el de La Habana al Rey y a la Junta Suprema Central. Las colectas de donativos patrióticos en toda América para sostener la resistencia entre gentes de toda condición -blancos de orilla, mulatos, pardos e indios incluidos- en oro y plata y en productos como cacao, tabaco o cueros, así como los préstamos y otras ayudas, fluyeron hacia Cádiz merced al final de las restricciones navales por la alianza británica, mientras el comercio marítimo se desbloqueaba.
Al mismo tiempo, la nación imperial española buscaba un cauce de expresión política y el constitucionalismo gaditano se ponía en marcha, generando las prácticas electorales y democráticas que por dos siglos han caracterizado la vida política de Iberoamérica. El 22 de enero de 1809 la Junta Suprema convocó a los americanos a elegir representantes y se celebraron elecciones desde México a Guatemala, Perú, Chile y el Río de la Plata, seguidas por otras para designar diputados a Cortes, ayuntamientos y diputaciones provinciales, con la participación, en ocasiones indiscriminada, de «españoles, indios, mulatos, libertos, esclavos, artesanos, sirvientes domésticos, en otras palabras toda clase de gente», como informó el periódico mexicano «El amigo de la patria» en 1812. De tal manera, en América como en España, la tragedia de la guerra quedó unida a la aparición de nuevas formas de libertad política,en una suerte de paradoja creativa. Pues al tiempo que se desencadenaba un debate sobre la soberanía y la representación, bajo el signo de aquellos primeros procesos electorales, nacían, sobre los rescoldos del imperio americano de España, un conjunto de patrias formadas por ciudadanos libres e iguales.
Manuel Lucena Giraldo
Investigador científico del CSIC.
Miembro del Consejo Asesor
de la Fundación Dos de Mayo - Nación y Libertad
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