Durante siglos la cultura europea se ha mantenido fiel a los principios que arrancan de Herodoto y culminan en Polibio. La Historia (geschichte, en alemán) en cuanto forma del saber que se refiere a la presencia del ser humano en el tiempo es una especie de maestra de la vida. Aunque parte siempre de una muy especial preocupación por los problemas del presente en que vive el historiador, trata de remontarse a fin de descubrir cómo las cosas fueron o llegaron a ser. De este modo se va construyendo una conciencia, que tiene en cuenta todos los datos, buenos y malos, sin formular juicios, tratando de aprender tanto de los aciertos como de los errores que hayan podido cometerse. La conciencia no califica ni valora con prevención: aprende. De este modo es posible ir construyendo el futuro desde una experiencia firme, fundando sobre este patrimonio el progreso. Por ejemplo así hemos aprendido a prevenir y superar crisis como la del 29, mientras tratamos de evitar recaídas en el totalitarismo, si bien no siempre se consigue.
Pero los historiadores que operaron en el siglo XX desde el materialismo dialéctico han tratado de sustituir esa conciencia por una «memoria» construida «desde sus bases» ya que parten del principio de que la concepción «más valedera y que ofrece mayores perspectivas, es la que reposa sobre la teoría marxista-leninista de la evolución». La memoria trata de hacer una selección, apartando lo que, a su juicio, no conduce a esta forma única de progreso que es el materialismo. De este modo puede disponerse de una especie de programa al que es necesario sujetarse para conseguir la meta. Se llega de este modo a una praxis, casi dogmática, que sobrevive incluso al fracaso de las estructuras políticas que se han ensayado. Tras la disolución de la Unión Soviética, esa memoria histórica selectiva, que reduce el saber a los medios, modos y relaciones de producción, convertidos en leyes, ha conseguido sobrevivir.
Una exposición muy elaborada y clara de lo que debe entenderse por memoria histórica, nos fue expuesta y entregada a los asistentes al XI Congreso Internacional de Historia celebrado en Estocolmo el año 1960 por uno de los más prestigiosos historiadores soviéticos el polaco Jerzy Kulczyzki, y confirmada en Moscú diez años más tarde. Comenzó afirmando, tras dejar claramente asentado que la no existencia de Dios es verdad científicamente demostrable, que el materialismo económico es el único método capaz de proyectar luz sobre el suceder, creando de este modo una memoria histórica indefectible, sin la cual no es posible lograr el progreso de la sociedad. La Humanidad, dentro de esa «memoria», tiene que ser considerada como único campo histórico inteligible, compuesta además, por la suma de individuos. De este modo ninguna significación puede atribuirse a las divisiones establecidas por los historiadores entre las distintas culturas -las cuales no pasan de ser una especie de longa manus de que se valen los Estados para afirmar su poder- concepto en el cual debe incluirse también la religión. Las Edades antigua, media, moderna y contemporánea son meramente convencionales y han sido establecidas por los historiadores para su comodidad. En la educación de los futuros ciudadanos sólo importan los tiempos próximos o los espacios locales. Único es, también, el mecanismo que rige la evolución de esa Humanidad, aunque apreciamos diferencias en lo exterior y en la velocidad: dicho mecanismo está señalado, como ya advertimos, por esos tres elementos, fuerzas, medios y modos de producción. El juego combinatorio de estos tres factores es el que determina el progreso humano, que puede ser, desde luego retrasado o impedido. Por eso es imprescindible formular una «memoria histórica»: hay que eliminar todo aquello que pudiera ser obstáculo hacia la meta que marca el materialismo dialéctico.
De esta forma la interpretación marxiana de la Historia ha llevado a conclusiones singulares y equívocas. El feudalismo aparece calificado en muchos de nuestros libros de texto como «un modo de producción». Pero la sociedad feudal no era eso: sus modos y medios de producción eran una supervivencia atenuada del sistema romano. Lo que caracteriza al feudo es el vasallaje, que se da únicamente en Europa y que es un contrato entre dos personas mediante el juramento. Pero no se puede prestar un juramento válido si no se es libre. De este modo en la medida en que el vasallaje se fue extendiendo a un número creciente de súbditos, se estaba ampliando la condición de libertad. Cuando el caballero Ivanhoe otorga a Wanba la condición de escudero, entrando en vasallaje, le estaba dando la libertad. Y explota su alegría en la mente de sir Walter Scott. Un día llegó, en la Inglaterra del siglo XIII -antes ya se había producido esto en el reino de León- en que la condición vasallática fue reconocida a todos los súbditos del Rey. El documento que reguló este cambio fue llamado Carta Magna. Es curioso: cuando ahora nos referimos a la Constitución que garantiza las libertades de los ciudadanos, la llamamos orgullosamente Carta Magna. Tal vez, en aplicación de la memoria histórica deberíamos prescindir de dicho título.
Se nos invita, por consiguiente, desde instancias situadas a muy alto nivel, a renunciar a la conciencia histórica y asumir en su lugar la memoria. Los historiadores deberíamos abandonar el método que la experiencia ha venido aconsejando, en línea con Ranke, exponiendo los hechos «wie es eigentlich gewessen», como sucedieron en realidad, a fin de conocer, más allá de nuestros gustos y preferencias, todo lo sucedido en tiempo pasado, a fin de aprender, como corresponde a la persona humana, de todos sus actos asumiendo la responsabilidad de las consecuencias que de ellos se derivaron: Una selección previa que condena una parte de estos actos al olvido o, todavía más grave, a la descalificación, no puede ser correctamente calificada de memoria histórica; es en todo caso, memoria política. No es difícil preveer que de aquí no van a salir avances sino anquilosamiento.
Cada generación recibe de las anteriores un patrimonio. Con independencia de que le guste o no, es la herencia que se le entrega y desde ella, está obligada a trabajar, como hace la persona individual concreta con los bienes recibidos. Hay un gran riesgo en el aferrarse al pasado, pero es mucho mayor cuando se pretende destruirlo como si no hubiera existido. En 1871 Jacobo Burckhardt uno de los mejores historiadores que ha existido, hizo una seria advertencia: veía un oscuro futuro asomándose y acertó.
Recuerdo que en 1971, en el XIII Congreso Internacional, estábamos reunidos muchos historiadores de todos los países en la gran Sala del Soviet Supremo de Moscú. El discurso inaugural fue pronunciado por Zhukov y repartido en textos de diversas lenguas: insistió en estos dos puntos, como un cálido homenaje a Lenin: hay «un proceso intensivo de liberación nacional de la opresión colonial y un rápido crecimiento del movimiento progresista internacional con los objetivos de paz, democracia y socialismo». No tendrían que pasar muchos años para que la momia de Lenin fuera arrinconada y su revolución soslayada.
Necesitamos una conciencia histórica firme, y más aun en estos años en que cumplimos los dos siglos desde que se derrumbó en las calles madrileñas el sueño de Napoleón. Pero sin hacer juicios de valor. Procurando aprender, ya que muchas cosas de Bonaparte fueron aprovechables y muchas otras pudieron haberse evitado desde una experiencia. No olvidemos que se iniciaba, dentro y fuera, una serie de guerras, cada una más cruel que las anteriores y que esta amenaza, en forma distinta, sigue pesando sobre nuestras cabezas. La Historia es la experiencia colectiva de la Humanidad, sin colores ni distingos. Porque progresar no consiste en acumular bienes materiales sino en crecer: ser más.
Luis Suárez Fernández, de la Real Academia de la Historia
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