Hemos logrado hacer un mundo inhabitable. Allá cada generación con sus deudas. Ésta lo es de la mía. No fue alzada, como otras lo fueron, por nuestra ignorancia; lo fue por nuestro exceso de sabiduría; petulante. Un mundo inhabitable. No en lo político, que es, al cabo, una excrecencia en nuestras vidas. Lo de verdad amargo, es el alegre modo en el cual destruimos una sociedad culta y rica, y la más emancipada de la historia, para suplirla por un prolijo infierno. Éste de ahora. Éste, en el cual, aniquilado el refugio de lo privado, ese refinamiento mayor de las pocas sociedades libres, decidimos instalarnos sobre un territorio en guerra. A muerte. Llaman a eso «corrección política». Pero su nombre es suicidio.
Tengo un amigo juez. Brillante y joven. Recuerdo sus palabras, no hace mucho: «Fueron los años más amargos de mi vida. Yo era juez de familia. Un día detrás de otro, tenía que dictar sentencias que sabía injustas... Pero acordes con la ley... Un juez aplica la ley que existe, y punto. Pero luego, cada noche, ha de volver a casa. Sabe que la ley está hecha para que ya ninguna mujer, o casi, utilice otra vía de divorcio que no sea la denuncia por malos tratos. Sabemos que son falsos en, al menos, dos tercios de los casos. Pero la ley ha invertido la carga de la prueba. Todo varón -y, en modo eminente, todo esposo- es culpable de violencia, mientras no consiga demostrar lo contrario. El protocolo es mandar, de entrada, al calabozo al denunciado, antes de ningún trámite. Al final, si tiene una infinita suerte, se librará de la cárcel; pero aceptará, desde luego, cualquier expolio que la otra parte imponga. El terror ha suplantado al principio de garantía. Y ser juez de familia es tener que administrar eso: el terror. Cada día. Y, cuanto más bajes en la escala social, más sangriento. Fabricamos vidas rotas, como otros fabrican salpicaderos». Cualquiera que tenga amigos casados -suprema imprudencia en un mundo como éste- sabe hasta qué extremos la ley ha envilecido cualquier afecto conyugal.
Debe hacer como un año. Andábamos por la Facultad con los galimatías del cambio de planes de estudios. En el proyecto figuraba una asignatura de extraño nombre acerca de no sé qué «pensamiento femenino». Sugerí el dislate que era sexuar el pensamiento. Me miraron con aire compasivo, mis colegas. «No te enteras. El anterior proyecto nos lo tumbaron por insuficiente presencia de asignaturas de género». Ese día comprendí que yo ya no pintaba nada en una Facultad así. Que transformen mi cátedra de Filosofia en una de genitalización lingüística. Yo me largo. Hace no mucho, alguien me hizo notar que las autoridades rezongaban porque la comisión para juzgar una cátedra de Metafísica no era sexualmente paritaria. Me acordé de Aristóteles, que inventó la disciplina: «Existe un saber que habla de lo ente en tanto que ente y de cuanto de suyo le concierne...». A partir de ahora, será «ente o enta». Cierta Universidad planea implantar una titulación universitaria «en igualdad». Si es igualdad formal, ya existe: se llama Facultad de Matemática. Si va de igualdad jurídica, Facutad de Derecho. Si se refiere a igualdad material..., se llama ignorancia; que es lo único que iguala a los humanos. ¡Pobre Platón, que daba como suelo firme de la filosofía el principio sobre el cual se construye la lógica del lenguaje: lo igual sólo se dice de lo distinto!
Hasta aquí llegó el mar, señores. Si algún varón sigue siendo lo bastante imbécil como para compartir propiedad, prole y domicilio con un animal hembra de la especie, se merece ampliamente lo que se le viene encima. Este bonito infierno.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
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