Con motivo del décimo aniversario de la publicación de Los orígenes de la guerra civil (cómo pasa el tiempo), va a salir, para la Feria del Libro, una nueva edición del libro, con prólogo de Stanley Payne y un "Epílogo para universitarios" de un servidor. Quiero hacer un par de consideraciones al respecto. A menudo he oído comentar que lo que dicen mis libros "ya lo han dicho otros". Eso en parte es cierto, claro: un historiador no es un novelista y no puede inventarse las historias por puro afán de originalidad, y en este libro y tantos más no sólo hay cientos de notas referidas a fuentes primarias, sino muchas otras referencias a libros de diversos historiadores, unas veces para rebatirlos otras para abundar en ellos.
Pero, en conjunto, mi enfoque se diferencia básicamente de lo escrito antes desde un punto de vista izquierdista o derechista. Mencionaré aquí un solo y crucial aspecto: no solamente he demostrado de manera documental y criticado con argumentación nueva la falsedad radical de la historiografía "progresista", sino también el desenfoque de la de derechas, para la cual no existe el problema de la democracia en relación con la República y la guerra. Para las derechas, en general –dejo aparte al PP, cuyo afán es borrar el pasado, creyendo quizá, como los niños, que tapándose ellos los ojos los demás ya no les ven–, la República es democrática, y por tanto mala, y además ilegítima, y la guerra enfrentó a republicanos y a nacionales.
Mi enfoque, ya lo he dicho, es muy distinto, y lo resumiré en tres puntos. En primer lugar, la República fue perfectamente legítima, porque quien la trajo fue la legitimidad monárquica anterior, que renunció a sí misma y, con mínimas presiones, entregó el poder a los republicanos. Así lo vio muy claro el mismo Franco.
En segundo lugar, la República fue parcialmente democrática, es decir, parcialmente buena, porque trajo numerosas libertades políticas, la limitación, en principio, del poder, y la posibilidad de alternancia en él. Sus defectos fueron el ataque a la Iglesia, a la cultura y tradición españolas, la insuficiente garantía de la separación de poderes y leyes como la de Defensa de la República, que limitaban considerablemente la práctica de esa democracia.
En tercer lugar, quienes arruinaron la democracia y la legalidad republicana en su conjunto no fueron las derechas, sino las izquierdas. Las derechas –excepto los monárquicos y los falangistas– aceptaban dicha legalidad, sin entusiasmo pero la aceptaban, empezando de nuevo por Franco, que mantuvo ese respeto hasta el mismo extremo (a mucha gente de derechas le vendría bien leer con cuidado Franco para antifranquistas).
Así, la insurrección de octubre del 34, planteada por la izquierda textualmente como guerra civil, dejó malherida a la República, aunque ésta pudo haberse recuperado porque la derecha no aprovechó para dar un contragolpe, pero era preciso que las izquierdas guerracivilistas hubieran aprendido la lección de octubre y rectificado. Por el contrario, en febrero de 1936 desvirtuaron las elecciones e inauguraron un proceso revolucionario amparado por sucesivas y gravísimas irregularidades desde el gobierno, que acabaron de liquidar la República y su legalidad. Cuando la guerra civil se reanudó, en julio del 36, no luchaba ningún republicano, o por lo menos republicano-democrático, sino por una parte quienes destruyeron aquella legalidad, y que se solían llamar a sí mismos, orgullosamente, "rojos", y por la parte contraria unas derechas que habían dejado de creer en la República y la democracia, lo poco que habían creído hasta entonces. De un lado fue una guerra revolucionaria –con varias tendencias de ese tipo, más secundariamente otras separatistas y las de quienes soñaban con un régimen al estilo del PRI mejicano–; y del otro se luchaba por "Dios y por España", es decir, por la religión y por la integridad nacional. La democracia había sido arrumbada por los dos bandos, pero quienes habían causado todo el estropicio habían sido los "rojos" que, con desvergonzado oportunismo, se titulaban también "republicanos", un título absolutamente impropio que les sigue reconociendo una historiografía poco rigurosa.
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