Pyongyang. Roh Su-yong es un niño norcoreano de 12 años que vive en Pyongyang. Cada mañana, cuando acude a la Escuela Secundaria Número 1 de Morambong, lo primero que ve al llegar a clase es un gran mural con las figuras de Kim Il-sung, el “padre fundador” de la patria, y su hijo Kim Jong-il, actual caudillo de esta pobre nación asiática, que permanece separada del hiperdesarrollado y tecnológico sur desde el final de la guerra (1950-53).
Procurando no darle la espalda al retrato, Roh Su-yong sube a su aula atravesando unos pasillos inundados de eslóganes políticos donde se pueden leer encendidas proclamas como “Convirtámonos en los guardias de seguridad del general Kim Jong-il”. A su lado, cuelgan numerosos carteles patrióticos que lucen con orgullo los misiles desarrollados por Corea del Norte y alertan de la constante amenaza de guerra con Estados Unidos.
Aunque esté en clase de Inglés, y no de Historia, estudiará la heroica lucha contra la ocupación japonesa emprendida por el guerrillero comunista Kim Il-sung, a quien la propaganda oficial ha entronizado como “Gran líder” y “Presidente Eterno” del país tras su fallecimiento el 8 de julio de 1994.
No en vano, la figura de Kim Il-sung, quien dirigió Corea del Norte desde 1948 hasta el día de su muerte y nombró sucesor a su hijo, el “Querido Líder” Kim Jong-il, es omnipresente en este régimen, que se ha convertido en la primera dinastía comunista hereditaria.
Tras la caída del bloque soviético a principios de los 90, el “Reino Eremita” es el último Estado plenamente socialista del planeta y sus 23 millones de habitantes viven como en Rusia o China hace medio siglo, ya que la propiedad privada está prohibida y todos los servicios corren a cargo del Gobierno.
Además, y a diferencia de Cuba, la República Popular Democrática de Corea permanece prácticamente cerrada al turismo para mantener a su población alejada de cualquier influencia externa. Para los poco más de 3.000 extranjeros que, como el enviado especial de ABC, visitan cada año este pequeño país, el más hermético y aislado del mundo, la primera parada obligatoria es la descomunal estatua de bronce de Kim Il-sung. Desde sus más de 30 metros de altura, la figura preside Pyongyang en la colina Mansu, junto al Museo de la Revolución Coreana, mientras se escuchan los cañonazos de las constantes maniobras militares que tienen lugar en este país debido a su permanente estado de guerra.
Nada más aterrizar en el aeropuerto de la capital, donde su retrato da la bienvenida a los tres vuelos semanales que conectan Pyongyang con Pekín y Vladivostok, los guías norcoreanos llevan a los viajeros extranjeros a ofrecer sus respetos al “Gran Líder” antes incluso de llegar al hotel. Ante la estatua hay postrarse con una reverencia y, de manera voluntaria, se puede realizar una ofrenda con las flores que se venden a sus pies.
Esto es lo que hacen todas las parejas norcoreanas al casarse, como Ri Song-chol, un funcionario gubernamental, y su esposa Jin Dan-rio, quienes acudieron primero a la colina Mansu y, luego, al Cementerio de los Mártires Revolucionarios, ubicado en el monte Desong, “para brindar nuestro matrimonio a la causa nacional”.
Una buena prueba de que, en Corea del Norte, Kim Il-sung y Kim Jong-il acompañan a sus habitantes y al visitante a todas partes, ya que sus retratos abundan en Pyongyang. Curiosamente, en esta ciudad de dos millones de habitantes y amplias avenidas casi vacías, cuyos grises edificios de estilo retrofuturista y grandes colmenas de viviendas tienen clara inspiración soviética, sólo hay un par de vallas publicitarias anunciando los automóviles de la compañía estatal Pyongwha, ya que no existen empresas privadas y, además, a los norcoreanos no se les permite tener coche propio.
El resto son monumentales frescos con la efigie del “Gran Líder” y carteles con las consignas que dicta el Partido del Trabajo. “¡Larga vida a la política “songun”!”, reza una pancarta en la céntrica plaza Kim Il-sung para exaltar la primacía militar sobre todo lo demás.
Este enclave neurálgico de Pyongyang, escenario de multitudinarias paradas militares y sobrecogedores desfiles con antorchas en los que participan unas 100.000 personas, se halla coronado por un retrato de juventud del “Presidente Eterno”. Dicha pintura cuelga en la sobria fachada del Ministerio de Agricultura, frente a los cuadros de Marx y Lenin que destacan en la sede del contiguo Ministerio de Comercio Exterior.
Para los ojos de un occidental, este culto al líder recuerda a la novela “1984”. En este clásico imprescindible de la Literatura, el escritor británico George Orwell sentó las bases de todos los totalitarismos al recrear una sociedad depauperada y en permanente estado de movilización contra el enemigo que, alienada por la propaganda, estaba dirigida con mano de hierro por el dictatorial y represivo “Gran Hermano”.
Pero, por supuesto, los norcoreanos no conocen dicha obra porque no figura entre los 30 millones de libros que, con orgullo, afirma poseer el Gran Palacio de Estudio del Pueblo, otro monumental recinto de la plaza Kim Il-sung que cuenta con 600 salas de lectura repartidas por sus 100.000 metros cuadrados. “Orwell es un conocido escritor anticomunista y esa novela no se puede encontrar aquí porque es propaganda antisocialista”, tercia el delegado especial del Comité para las Relaciones Culturales con los Países Extranjeros, el español Alejandro Cao de Benós, al ver que ese título no aparece en el listado del ordenador.
El Gran Estudio del Pueblo, cuyo fantasmagórico “gong” marca la hora de Pyongyang, no tiene “1984” en sus estanterías, pero en cambio sí dispone de los 18.000 libros que, con una extensión mínima de 150 páginas, el régimen atribuye al “Gran Líder” Kim Il-sung, quien creó la particular filosofía “juche” que caracteriza a este sistema basado en las enseñanzas del comunismo. Dicho pensamiento sitúa a “las masas populares como el motor de la revolución porque el hombre es el maestro de todo y puede hacer lo que quiera”, aunque luego todos los norcoreanos depositan ciegamente su confianza en el líder porque nadie se considera tan capacitado como él.
Además, el nacimiento del “Presidente Eterno” el 15 de abril de 1912 ha marcado un nuevo calendario en Corea del Norte, que vive en el Año Juche 96.
En honor de esta filosofía se erigió en 1972 la “Torre de la Idea Juche”, el monolito más alto del mundo al medir 170 metros y donde decenas de placas enviadas desde otros países, sobre todo durante los años 70 y 80, rinden homenaje al “kimilsunismo”.
- ¿Pero ha leído Kim Jong-il todos los libros que escribió su padre? – preguntamos a la guía de la Biblioteca Nacional.
- Por supuesto – responde sin vacilar y casi indignada por la duda.
- ¿Y puede recordarlos todos?
- Claro, porque nuestro líder es un genio.
Por eso, y como casi todo en Corea del Norte, es probable que también sea idea suya la completísima base de datos informatizada de esta biblioteca nacional. Con sólo pulsar un botón, una cinta transportadora traerá un ejemplar al instante hasta el mostrador. Siempre y cuando, claro está, se trate de títulos como “Atlas of Genetics”, “Robots, Androdis & Animatrons” o “Computer Essentials”, y no de libros de Kafka como “El Castillo”, del pensamiento político de Max Weber o de cualquier otra idea que pueda cuestionar los cimientos del régimen.
Lo mismo ocurre en la sala de música, donde la petición de un disco de los “Rolling Stones” sólo consigue arrancar una mueca de sorpresa en los archiveros. “¿Rolling qué?”, preguntan extrañados. Un poco más fácil, pero no mucho, resulta encontrar una cinta pirata de los “Beatles”, cuyo “Yellow submarine” es escuchado por primera vez por la guía de la biblioteca.
“Prefiero la música coreana”, replica altiva. Evidentemente, se refiere a las canciones patrióticas que, acompañadas de imágenes de soldados, aviones, tanques y cohetes, emiten casi a todas horas los dos únicos canales de televisión del país. El resto de la programación lo componen películas de guerra, actuaciones circenses y un puñado de noticias con fotos fijas de Kim Jong-il, a veces repetidas, donde se escuchan incesantemente las expresiones “Uri janggunnin” (“Nuestro General”) o “Uri Suryongnim” (“Nuestro Líder”). Dos palabras que, por otra parte, no se cansan de pronunciar las guías de cualquier instalación pública, pues lo primero que explican es el número de veces que Kim Il-sung o Kim Jong-il han acudido a dicha fábrica, hospital, cooperativa, museo o central eléctrica para “dar instrucciones sobre el terreno”.
Siguiendo con la televisión, merecen una mención aparte los desfiles militares y de antorchas que tuvieron lugar el pasado 25 de abril para conmemorar el 95 aniversario del nacimiento de Kim Il-sung y el 75 aniversario de la fundación del Ejército Popular de Corea. Por si acaso hay alguien que no los haya visto aún, dichos eventos son retransmitidos íntegramente un par de veces al día hasta que una nueva parada militar los desplace de la parrilla.
Toda esta movilización de masas se aprecia con especial intensidad en Mangyongdae, la Colina de los Mil Escenarios donde nació Kim Il-sung en el seno de una humilde familia campesina. Ante esta pequeña choza-museo, unas 5.000 personas – 20.000 en su aniversario, el 15 de abril – desfilan cada día tan perfectamente formados que parecen disciplinadas compañías militares en lugar de meros visitantes.
La misma escena se reproduce en el mausoleo de Kumsusan, el palacio presidencial donde yace el cuerpo embalsamado de Kim Il-sung. Junto a Lenin, Mao Zedong y Ho Chi Minh, el dirigente norcoreano forma parte del club de ilustres momificados, pero su panteón excede en majestuosidad y megalomanía a los de los otros mandatarios.
Luciendo sus uniformes de gala o endomingados con el tradicional traje negro abotonado hasta el cuello (“dat gin yang bok”), soldados y obreros traídos de las fábricas estatales o de las cooperativas agrícolas marchan con paso marcial por el imponente recinto. En sus solapas, todos portan el pin con el rostro de Kim Il-sung, una auténtica muestra de prestigio social porque es imposible comprarlo, ya que sólo puede ser otorgado por los méritos que haya hecho el individuo.
Como si entraran en el “paraíso de la ideología juche”, ante ellos se abre una puerta que los introduce en un interminable pasillo de mármol, al fondo del cual se vislumbra un retrato del “Gran Líder” bajo un sol reluciente. Con la “Marcha de Kim Il-sung” sonando “ad eternum”, aquí hay que hacer la primera reverencia antes de pasar a la fría y desnuda sala donde se conserva el cuerpo del “Presidente Eterno”.
En medio de esta oscura cámara climatizada, y sin banderas ni símbolo alguno a su alrededor, permanece la urna tenuemente iluminada donde descansa Kim Il-sung. Para honrarlo, es necesario postrarse con una reverencia en cada uno de sus cuatro flancos, como advierten las guías, ataviadas con el “chimajogori”, el tradicional vestido coreano.
Declamando como plañideras consternadas, las mujeres explican el dolor que embargó al pueblo norcoreano al enterarse de la defunción de Kim Il-sung. Por el “Gran Líder” se guardó un luto de diez días en el que cientos de miles de personas presentaron su último homenaje a su cadáver y lloraron delante de su ataúd “hasta que sus lágrimas se fundieron con el mármol para brillar hoy como diamantes”. Así lo explica, con un tono engolado que parece sacado del NO-DO, el audífono en castellano entregado a los visitantes.
Recitándola con el dramatismo propio del frágil idioma coreano y casi a punto de echarse a llorar, la historia suena mucho más conmovedora en boca de una de las actrices-guía… al menos hasta que le cambian la expresión y el tono para anunciar solemnemente “y ahora, pasamos a la siguiente sala”.
Lo que aguarda en dicha estancia son las 280 medallas otorgadas por 70 países, la mayoría del antiguo bloque comunista y africanos, a Kim Il-sung, que aparece en fotografías junto a relevantes personajes mundiales de la talla de Arafat, Gadaffi, Obiang y Daniel Ortega. Entre esas condecoraciones, destacan dos españolas: una de la Fundación Pablo Iglesias concedida en 1977 y otra de la Asamblea de Madrid de 1992.
A continuación, se puede ver el tren con el que el “Presidente Eterno” recorrió durante su largo mandato 152.000 kilómetros en Corea del Norte y medio millón en el resto del mundo, así como el reluciente Mercedes SEL 600 V12 que le regaló su hijo.
Al terminar el recorrido, aparece una sala con varios libros de firmas cuyas dedicatorias son meticulosamente examinadas y traducidas por los guías, no vaya a ser que a alguien se le ocurra cuestionar el carísimo, pero poco comunista, obsequio de Kim Jong-il a su padre.
Aunque, en realidad, ese Mercedes es poca cosa en comparación con los 221.411 presentes regalados por dirigentes de 179 países a Kim Il-sung. Junto a los 55.431 objetos ofrecidos a su hijo, se exhiben en 250 salas del Museo Internacional de la Amistad.
Abierto en agosto de 1978, este pomposo palacio se encuentra a 200 kilómetros de Pyongyang en el bellísimo marco natural del Monte Myohyang. En dicho paraje se ha horadado una montaña entera para, según las autoridades, proteger los obsequios de un posible bombardeo en caso de guerra, ya que en esta valiosa colección figuran piezas tan señaladas como dos vagones de tren regalados por Stalin y Mao, un maletín de piel de cocodrilo de Fidel Castro, una pitillera de oro del mariscal yugoslavo Tito, un jarrón de nácar de Arafat, un rifle de caza de Putin, un florero de cristal de Miterrand, un “kalashnikov” usado en la guerra de Angola y hasta un frutero de plata que la entonces secretaria de Estado norteamericana, Madelaine Albright, trajo en su visita del año 2000.
Por parte española hay 12 regalos, la mitad de ellos concedidos por Santiago Carrillo, como un galeón, una espada y una figura de Don Quijote y Sancho Panza.
Junto a esculturas de porcelana china, grabados árabes, cuadros latinoamericanos y piezas de marfil africano, esta apoteosis de lo que muchos considerarían “kistch” la conforman televisores panorámicos LG, ordenadores Macintosh y hasta un coche Hyundai regalado por el presidente de dicha marca surcoreana.
Pero, sin duda, lo más impresionante es la estatua de cera de Kim Il-sung entregada por China en el segundo aniversario de su muerte. Dicha figura, de espeluznante realismo, ha sido colocada en medio de una sala decorada con un bucólico paisaje y en la que también hay que rendir homenaje al ex presidente norcoreano, más eterno aquí que nunca.
La duda estriba en saber si el régimen que pilota su hijo, Kim Jong-il, se perpetuará por los siglos de los siglos o si caerá como un castillo de naipes cuando éste muera, como ha ocurrido hasta ahora con la mayoría de los sistemas comunistas.
Quizás sirva recordar un pequeño detalle. En 1974, veinte años antes de su muerte, Kim Il-sung nombró sucesor a Kim Jong-il, quien ya entonces aparecía en todos los actos oficiales. En la actualidad, no hay nadie más joven que él en las fotos que se difunden del “Querido Líder”.
Pablo M. Díez desde Pekín - http://www.abc.es/visionesdelmundo
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