quinta-feira, 14 de maio de 2009

Ángeles y demonios

Tras la versión cinematográfica de El Código Da Vinci, su director –Ron Howard– y su protagonista –Tom Hanks– se vuelven a ver las caras en la nueva adaptación del best seller de Dan Brown, Ángeles y Demonios. En pleno cónclave para elegir nuevo Papa, cuatro cardenales son secuestrados y se anuncia la colocación de una bomba de altísima potencia en el Vaticano.

Con la plaza de San Pedro atestada de gente, la policía, asesorada por el experto en simbología Profesor Langdon, dispondrá de muy pocas horas para evitar la catástrofe. Los autores del delito: los illuminati, una especie de logia de pre-masones, que tienen su origen en el siglo XVI, del que formaron parte Galileo y Bernini, y que pasaron por "la purga" (o sea, que los masacraron). En fin, un argumento –digamos– sorprendente.

Un thriller convencional, muy esquemático y previsible, y en ocasiones exageradamente inverosímil, se envuelve de tramas vaticanas por puro oportunismo. Cuestiones que llenan bibliotecas enteras y que han ocupado a las mentes más privilegiadas de los últimos siglos, como la relación entre razón y fe, entre ciencia y teología, entre verdad y progreso, se ventilan en esta película de la forma más estúpida y pueril que uno se pueda imaginar. Todo entretejido de una trama tipo Seven, con asesinatos sofisticados y mensajitos escatológicos del matarife.

La película destila un desconocimiento total de la Iglesia, de su forma de ser y de sus representantes. El guión sólo entiende de claves de poder y de conductas conspiratorias y presenta a unos clérigos carentes de la más mínima religiosidad. Son tan abundantes las falsedades, inexactitudes y errores de bulto, que el resultado es un delirante e hilarante esperpento, que sólo puede entretener a los que lo ignoren todo de la Iglesia católica.           

Si desmenuzamos un poco la trama, vemos que está trufada de ideología dominante en sus expresiones más tópicas. Un Papa ha muerto en circunstancias poco claras; de él sólo sabemos que era "progresista" y que había logrado lo imposible: un acercamiento entre ciencia y religión. Porque toda la película se basa en un axioma indiscutible: la Iglesia es enemiga de la ciencia. La ciencia encarna la razón y el progreso, y la religión representa la superstición y el inmovilismo. ¿Por qué? Muy fácil, porque esa superstición retrógrada es lo único que puede mantener en el poder a los jerarcas de la Iglesia, que viven de la ignorancia de la gente que aún no ha dado el paso del sapere aude! ilustrado. Una voz en off habla muy claro al comienzo del film: "Ancestrales tradiciones amenazadas por un mundo moderno". Cuando le preguntan al héroe del film, Robert Langdom, si es anticatólico, él contesta: "Soy antivandálico". Ahí queda eso.

El Papa ha muerto y ha dejado a una Iglesia en guerra civil. De un lado, los progresistas, que están en San Pedro con pancartas a favor de la manipulación embrionaria; de otro lado, los anticientíficos, que a su vez se manifiestan contra los primeros... y llegan a las manos obligando a los carabinieri a intervenir. Normal. Todos están allí esperando la fumata blanca, un ambiente en el que sabemos que son habituales las peleas multitudinarias entre católicos.

Lo más conmovedor es cuando contraponen "el mundo real" al "mundo divino"; es una forma elegante de mandar a la estratosfera el problema de la fe, como si la fe no tuviera nada que ver con los problemas reales. A estas cuestiones filosóficas y teológicas, tan propias de un thriller, se añaden las inverosimilitudes de la propia acción. Un camarlengo vaticano que es un experto piloto de aeronaves, una basílica de San Pedro que aparece impoluta un cuarto de hora después de que se le hayan desplomado todas las escayolas de los techos, un experto en simbología antigua que le pide ayuda con el latín a una física nuclear...

En fin, un despropósito detrás de otro. Pero que encuentra un humus favorable en una sociedad en la que muchos gobernantes piensan lo mismo, y prefieren leer a Dan Brown antes que, por ejemplo, la Fides et ratio. Qué atrevida es la ignorancia.

Juan Orellana

http://iglesia.libertaddigital.com

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