Los de mi edad recuerdan aquel día; está en el santoral de sus más trágicos. 1989, 19 de mayo. Pekín, plaza de Tien-An-Men. El secretario general del PC chino acudía a la explanada, donde una ingenua muchedumbre de estudiantes se soñaba libre. Zhao Ziyang es un náufrago en esas fotos, que evocan al Dubcek de veinte años antes: el hombre que sabe que la sentencia se ha dictado. Y que intenta evitar que se ejecute. Y fracasa. Y, al fracasar, se redime. Y es roto. Zhao, rodeado de chavales que no entienden que no se les entienda: al cabo, es tan elemental, tan mínimo lo que piden. Pero él sabe que por elemental, por mínimo, jamás será concedido. Nadie pueda ya parar la máquina. Sale de allí llorando. Y eso hace de él el primer cadáver. El Partido no perdona a un Gran Timonel débil. O sentimental. No puede. Quedaría de él menos que polvo, si lo hiciera. El Partido es poderoso sin límite, porque nadie más que el Partido es dueño del sentido histórico. Y Zhao sabe que, al llorar en público por los inminentes féretros de esos críos, se ha trocado en enemigo del pueblo. El resto de su vida lo pasará en su domicilio, rigurosamente vigilado. Ni permiso para salir, ni para recibir visitas. Allí murió el 17 de enero de 2005. Nadie había vuelto a verlo. La verdad es que lo olvidamos. También, su sollozo de hace veinte años. Que es, sin embargo, uno de los tan escasos momentos de verdad en la política del siglo.
Pero pudo dejar memoria. En 1937, y ya con un pie en el paredón, Nicolai Bujarin pasaba largas jornadas dictando su testamento a la que iba a ser su viuda. Ni papel, ni lápiz: demasiado peligrosos. Sólo el oído y la memoria de la joven que iba a sobrevivirle bajo Stalin. Y una monótona repetición, que la muchacha debía preservar hasta el día -si llegaba- de poder contarlo. Pocos instantes conozco tan líricos como ese seco repetir de los amantes. Zhao Ziyang dispuso de otro recurso. Menos poético. Y menos doloroso. Con infinita cautela, los suyos lograron introducir una grabadora en el hogar-prisión. Fueron haciendo llegar fragmentos fuera. En la sombra, en el secreto herméticos. Fue tarea de una década y media. Ahora va a ver la luz en inglés este Prisionero del Estado, relato de quien perdió, en el tiempo vertiginoso de una lágrima, el poder infinito. Y ganó a cambio de eso -puede- su alma. Al precio de una amargura para la cual no hay consuelo. La lectura de los breves fragmentos hasta ahora publicados sobrecoge por lo absurdo. No existía el menor riesgo para el régimen en aquel conmovedor juego de niños maravillosamente enamorados de una libertad que nunca conocieron. «Traté de explicar en aquel momento que la mayoría de ellos nos pedía que corrigiéramos nuestras imperfecciones, que no pretendían derrocar el régimen». Y, ¿cómo iban a pretenderlo?, ¿con avioncitos de papel contra los tanques? ¿O como aquel pobre tipo plantado firme ante los blindados y que vete a saber en qué quedó luego, cuando las cámaras ya no estuvieran para consagrar su épica? «Bajamos a la plaza demasiado tarde», lamenta en sus memorias Zhao. «Pero me prometí que, pasara lo que pasase, jamás aceptaría ser el secretario general de un partido que movilizara al ejército para disparar contra los estudiantes». Había sido todo. Fue nada, a partir de su apuesta. Menos que nada. En la noche del 3 de junio, «yo estaba sentado en el jardín de mi casa junto a mi familia. Escuché las descargas. La tragedia que iba a conmover al mundo no había sido evitada». Nada cura la culpa de haber sido engranaje de eso. Quiso, al menos, contarlo. La historia no conoce otro tipo de redenciones.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
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