Los seres humanos tenemos cierta inclinación a creernos todo aquello que nos reconforta y que nos ofrece soluciones sencillas a los problemas de la vida, que suelen ser bastante complejos, y a veces irresolubles. Esa es la razón por la que reputamos como ciertas las predicciones que hacen los horóscopos y nos regodeamos con historias fantásticas, a las que solemos otorgar un crédito ilimitado. |
En tiempos pasados, cuando el hombre aún no controlaba ni entendía las, al menos aparentemente, fuerzas ciegas de la naturaleza, creer en lo sobrenatural era algo de obligado cumplimiento. Si, por ejemplo, se desataba una tormenta en alta mar, los marinos fantaseaban con dioses enfurecidos, ajustes de cuentas en el Olimpo o criaturas espeluznantes dispuestas a darse un festín con los restos del inminente naufragio. Se creían todo eso y mucho más. El mundo era, de hecho ha sido durante cientos de miles de años, un lugar oscuro y lleno de misterios que escapaban al entendimiento de los mortales.
A mediados del siglo XVII la ciencia, esa veta del pensamiento humano que consiste en emplear un método racional para llegar a conclusiones universalmente válidas, empezó a poner luz donde antes había tinieblas. Así, los temporales dejaron de ser sucesos extraños desatados por voluntades sobrehumanas y empezaron a ser, simplemente, fenómenos atmosféricos, cuyas causas eran mucho más mundanas que divinas. Y así con casi todo lo que a nuestros antepasados les quitaba las ganas de comer, de dormir y hasta de hacerse a la mar.
Ahora bien, todo lo que hemos aprendido en los últimos tres siglos no ha servido de mucho, si reparamos en la inevitable sección de astrología de cualquier diario, o en la amplísima colección de creencias infundadas, irracionales y estúpidas desperdigada por la literatura contemporánea, la televisión o el cine. Creer en supercherías es muy común y hasta considerado de buen gusto, pero lo peor de todo es que, para los adictos a lo paranormal, sus creencias tienen tanta autoridad como la Ley de la Gravitación Universal.
Esto es un hecho indiscutible que pone a los científicos en jaque y al mundo moderno en evidencia. Por ello, todo esfuerzo encaminado a desmontar las falacias de las pseudociencias y a combatir las supersticiones atávicas que anidan en el alma humana es bienvenido. Porque la inmensa estafa de lo paranormal no sólo se queda en lo intelectual, que eso hasta podría perdonarse; es que los apóstoles de la Nueva Era, los caraduras del zodiaco, las cartas astrales y los fenómenos ocultos y presuntamente inexplicables se hacen de oro. Millones de euros mueven cada año los nuevos nigromantes, que cabalgan satisfechos aprovechándose de la ignorancia, la ilusión y, las más de las veces, la desesperación de muchas personas necesitadas de respuestas inmediatas y tranquilizadoras para las incertidumbres de la vida, que son muchas y muy amargas.
Jorge Alcalde, director Quo y posiblemente el mejor divulgador científico en lengua española, se ha echado sobre los hombros la ingrata tarea de dar el primer piquetazo a una fortaleza sólida y bien armada. Sin más argumentos que la razón y con el escepticismo como guía. Ingrata, porque decir que los zombies no existen y jamás han existido, o que es muy probable que nunca haya venido un OVNI a visitarnos, es arrancar de cuajo las ilusiones de mucha gente. Pero es la verdad, y ningún favor nos hacemos como civilización si perseveramos en ciertas creencias.
Lo de Jorge es, además, dar la vuelta al traje –carísimo, por cierto– que se enfunda el prisaico (y prosaico) Iker Jiménez cada semana en ese bodrio infumable llamado Cuarto Milenio y meterse en él. Jiménez es muy popular, y cuenta con miles de fieles espectadores convencidos de que los hombres-lobo son tan reales como la declaración de Hacienda, o que las caras de Bélmez son una llamada desde otro mundo paralelo. Pero no, los hombres-lobo son una fantasía, como lo eran los íncubos que, en la Edad Media, se aparecían en los delirios místicos de algunas religiosas. Y las caras de Bélmez, con lo único que tienen comunicación directa es con los programas basura de televisión.
La obra de Jorge es necesaria y oportuna. Necesaria, porque la verdad siempre lo es. Oportuna, porque, en un país tan aparentemente laico, tan pretendidamente avanzado como el nuestro aumenta sin cesar la cantidad (que no la calidad) de gente que se mete hasta el corvejón en lo paranormal. Muchos dejaron de creer en Dios, cierto, y por eso se las dan de modernos, para a renglón seguido empezar a creer sin condiciones en su tarotista, en las fraudulentas líneas 906 o en la siempre socorrida explicación holística que los charlatanes de las ciencias ocultas –que ni son ciencias ni están ocultas– ofrecen a su crédula audiencia.
Las mentiras de lo paranormal es un buen comienzo, que debería tener continuación por parte de otros divulgadores y, por qué no, de científicos que sepan explicarse, como mi admirado Carl Sagan, que, allá por 1996,concedió su última entrevista, precisamente, a Jorge Alcalde, entrevista que se reproduce en estas páginas.
Lo que está en juego es mucho. Sagan lo sabía, Alcalde lo sabe. ¿Alguien más se apunta a ponerse el traje de Iker Jiménez del revés?
JORGE ALCALDE: LAS MENTIRAS DE LO PARANORMAL. Libros Libres (Madrid), 2009, 199 páginas.
Fernando Díaz Villanueva
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http://libros.libertaddigital.com
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