quarta-feira, 6 de maio de 2009

La Gran Revolución

A veces tiene uno la impresión de no haber leído nada, o de que, si ha leído, se le ha escapado algo esencial. Las circunstancias me han llevado nuevamente a la Gran Revolución, el modelo de todas las demás, la francesa de 1789. Y me pregunto por qué la había incorporado a mis seudosaberes como hecho sangriento pero imprescindible.
No en los últimos años, desde luego, al menos desde que Ciudadela publicó el maravilloso Históricamente incorrecto de Jean Sévillia. Pero sí durante muchos años. Ya había leído a los viejos sabios, y en una edad y una situación que no debían ni podían haberme pasado inadvertidos. Me refiero a Hugo, France, Carpentier.

Víctor Hugo: El noventa y tres. Una vindicación crítica de la Revolución a la luz de los acontecimientos de la Comuna de París de 1871, después de la derrota de Francia en su guerra con Prusia. Cruel, brutal, verídica, aunque sin la fina simpatía de Balzac por los partidarios de Jean Chuan y la sublevación de La Vendée. Pero venía bien como entrada y no era contemplativa con la barbarie: ¿cómo iba a serlo Hugo?

Anatole France: Los dioses tienen sed. Me lo dio un tío, acompañando el libro con una frase que para mí, entonces, era críptica: "La revolución siempre devora a sus propios hijos". No sé a estas alturas si se trata de algo que se dice en la obra y que pasó de allí a la frase hecha, o aun si pertenece a Hugo. France era menos escritor que Hugo (¿quién no lo es?), pero tenía un sentido del humor particular que le permitía exponer cosas espantosas y suscitar una sonrisa; sin embargo, en aquella novela se sonreía poco.

Alejo Carpentier: El siglo de las Luces. Tenía valor el hombrecito, afrancesado cubano o viceversa, para soltarle semejante cosa a Fidel en las narices en 1962. Y eso que estaba con la Revolución, la de 1789, la de 1917 y la de 1959, que todas eran una y la misma y él las mezclaba a placer, con unas cuantas gotas de guerra civil española: el paroxismo es La consagración de la primavera, que viene a ser algo así como la demostración del modo en que una revolución pudre a los hombres, que era la tesis de El siglo de las Luces. A ti, Fidel, te puede pasar lo mismo que a Collot D'Herbois y a Billaud-Varenne, desterrados al presidio de Cayena después de votar la muerte de Luis XVI. No le bastó a Collot con fusilar a cinco o seis mil, que es lo que dice una memoria de la época: aun así, fue condenado por sus propios compañeros. Por supuesto, al final de la novela, Sofía se echa a la calle el 2 de mayo de 1808, en Madrid, con destino eternamente desconocido pero revolucionario a pesar de todo: a ti, Fidel, te puede pasar lo mismo que a Collot, y yo pongo este final porque ya estoy empezando a pudrirme porque ése es nuestro sino de revolucionarios.

O sea, que uno sabía. Estaba ahí, a la izquierda del mundo, sabiendo. Pero era como si no supiera. Que la Gran Revolución era el modelo, el indicador del ciclo, lo que siempre que hubiese una revolución se reiteraría: devoraría a sus hijos y a los hijos de unos cuantos más. Gustavo Durán, que no es un personaje de ficción, dijo una vez que lo que le preocupaba realmente de la posibilidad –que él sabía remota– de que la República ganase la Guerra Civil era que, al día siguiente, él mismo iba a tener que ponerse a matar anarquistas.

Ése es el verdadero problema de las revoluciones: el día siguiente. La toma del poder es una pendejada, hija de la fortuna. Perón no lo ignoraba cuando tomó el poder sin que nadie se diera cuenta, por interpósitas personas, y fue a despertar al general Ramírez: "Levántese, general, que hay revolución". Ramírez solía pasarse de copas y le costaba despejarse. "Ah, ¿sí? ¿Y quién es el presidente?". "Usted, general, usted", se impacientó Perón. Ramírez tenía que hacerse cargo del día siguiente, y le sucedieron dos generales más antes de que Perón, que los había empleado como fusibles, llegara a la presidencia en elecciones libres, dos años más tarde. Cuando aquello ya no era la revolución fascista, o neofascista, o simplemente peronista, que él había organizado.

Hay una especie de insensibilidad ante las lecciones de la historia que hace que, cuando la leemos en una novela, nos parezca un producto ficticio; y que cuando la leemos en los historiadores de estilo académico nos parezca un producto más ficticio aún. Tendría uno la impresión de que la única historia que somos capaces de asimilar realmente es la que leemos en la prensa, sea a favor o en contra. Y no, las cosas no deben ser así. Pero sé que si en los tiempos en que leí a Hugo, a France, a Carpentier, hubiese leído el Koba de Martin Amis me hubiese costado mucho creerle, o hubiese imaginado que era un agente del MI-5 puesto a hacer anticomunismo: tardé treinta años en recuperar a Víctor Kravchenko y su Yo escogí la libertad.

Stalin, Hitler, Mussolini, Mao, Pol Pot, Fidel Castro, los oscuros hombres del KGB que sucedieron a Stalin, el tártaro de pelo rojizo llamado Lenin: hicieron revoluciones, tomaron el poder y vivieron el día siguiente, y el otro, y el otro, y cada uno de esos días costó miles, decenas de miles de vidas. El único, en todo el siglo XX, que había aprendido antes de que sucediera lo que iba a ser cada una de esas revoluciones era Winston Churchill, quizá siguiendo la estela crítica de Burke: no hay más revolución que la Gran Revolución.

Por Horacio Vázquez-Rial

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