Uno de los estigmas, en los últimos años, asignados a la transición política española de la dictadura a la democracia y reiterados hasta el tópico, ha sido el del presunto pacto de silencio u olvido que la transición institucionalizó y que estaría generado por los miedos de una izquierda débil y alicorta en sus expectativas y de una derecha, presuntamente torticera, que quiso reproducirse en el poder pagando los menores costes posibles. En el marco del miedo escénico, de unos a las amenazas que representaban los restos del régimen agónico, de otros, al radicalismo nacionalista o al conflicto social, habría habido un acuerdo para la desmemoria de la historia reciente, un convenio lampedusista salpicado de prudencia y autocontroles a la hora de mirar atrás. El síndrome de la mujer de Lot. La idea del presunto pacto del olvido ya ha sido cuestionada desde distintos sectores ideológicos, por Alvarez Tardío, Stanley Payne o Santos Juliá. No pretendo, aquí y ahora, deshojar la margarita del recuerdo/olvido, ni debatir acerca de lo que se olvidó, sino precisar lo que se recordó, penetrar, en definitiva, en la memoria histórica que se elaboró en los años de la transición política española, la memoria de los hijos de los ganadores y perdedores de la guerra civil.
Una primera cuestión se impone. 1975 no supuso una cesura en el desarrollo de la historiografía española. Desde fines de los años sesenta y primeros setenta había habido cambios notables en la historiografía española. La historia social y económica, ya en su vertiente marxista más o menos escolástica (la influencia de Vilar o Tuñón de Lara fue fundamental) o en su vertiente de la escuela francesa de los Annales, estaba plenamente institucionalizada antes de 1975. El propio estudio de la guerra civil, desde una óptica no franquista, se inició pronto. La bandera de la reconciliación había sido enarbolada por la derecha y por la izquierda desde hacía mucho tiempo. De hecho, en el patético discurso de Azaña «Paz, piedad y perdón» de julio de 1938 está contenido buena parte del ideario reconciliatorio que haría suyo la Transición. Carlos Seco, hijo de un militar fusilado por Franco, al empezar la guerra, por lealtad a la República, escribió ya en 1961 un pionero análisis de la República y la Guerra Civil, que después se institucionalizará a través de su aporte sintético a la célebre Introducción a la Historia de España de la Editorial Teide. En esa temprana historiografía sobre la guerra civil no sólo encontramos antes de la muerte de Franco la abundante producción de Ricardo de la Cierva, vinculado al Servicio de Estudios de la Guerra de España del Ministerio de Información y Turismo de Fraga. En 1973 publicó Ramón Tamames, entonces miembro del Partido Comunista de España, el último volumen de la Historia de España de Alianza-Alfaguara. También antes de la muerte de Franco se rompió el malditismo que se había creado en torno al siglo XIX. El papel de Artola o Jover enterrando el presunto fatalismo del siglo XIX, fue fundamental. Si Julián Marías defendió la «vegetación del páramo» de 1940 a 1955 (muerte de Ortega) el páramo historiográfico en los años setenta ya no existía.
Y llegó la transición. El debate que se planteó, de entrada, fue el del valor y los límites de la historia. La historia como ejemplo a seguir o la historia como lastre a olvidar. No era una cuestión nueva. En las Cortes de Cádiz se había discutido acerca de si convenía fundamentar el proyecto de futuro en el pasado remoto -opción Jovellanos o Martínez Marina- o hacer borrón y cuenta nueva apoyándose en el «deber ser» -opción Flórez Estrada. Más adelante, a lo largo del siglo XIX se habían enfrentado fueristas y liberales, los primeros aferrándose a la fuerza de la tradición; los segundos, profundamente escépticos a una memoria que llevaba a cuestas demasiadas falsificaciones e invenciones. Balfour ha estudiado en los debates parlamentarios previos a la aprobación de la Constitución de 1978, las reservas y prevenciones que suscitaba la historia larga a Manuel Fraga: «es muy difícil saber en qué momento hay que empezar a echarse, digamos, a andar, porque algunos (el origen) lo pondrían en el asesinato de Prim y otros, quizás, en el destronamiento de Wamba». Preocupaba más la memoria histórica larga nacional incluso, que la herencia histórica reciente de la guerra civil.
La transición, en cualquier caso, rompió las inhibiciones previas y supuso un auténtico «boom» de historias de España, por primera vez, escritas con sensibilidad regionalista. La memoria histórica de España producida en la transición política buscó la revisión de las claves de lo que Stanley Payne ha llamado «el Gran Relato» del franquismo. Prosperó frente a la memoria épica de la Reconquista, del Imperio, del nacionalcatolicismo, columnas históricas en que se apoyó el franquismo, una memoria alternativa que evocaba a los perdedores. Se desató la pasión por los centenarios. 1978, el centenario del nacimiento de la Inquisición; 1988, el de la muerte de Carlos III; 1992, el de tantos hitos vinculados a 1492. Memoria voluntariamente discreta (uso del concepto de «encuentro» sustituyendo el de «descubrimiento» de América), un punto melancólica, que rememora pero que no celebra, que busca la lección del pasado para no repetir errores. Obsesionaba la idea del fracaso histórico, como el gran reto a superar. Se insertó la historia de España en el tránsito del feudalismo al capitalismo, a través del estudio de las peculiaridades del la revolución burguesa española. Los referentes históricos más presentes fueron el reformismo borbónico de Carlos III y la Restauración canovista, periodos de pactos estratégicos en tiempo de postguerra. Pero el gran objetivo de la memoria en la transición fue la superación de las dos míticas Españas. La transición no pactó el consenso de las dos Españas en el olvido, sino en el aprendizaje de la lección histórica: nunca más. Los dos grandes temas sobre los que se incidió, buscando enterrar el sectarismo fueron: la Inquisición y la guerra civil. El Santo Oficio como presunto punto de partida del foso histórico entre las dos Españas, la guerra civil como la gran prueba de la terrible continuidad de ese foso de separación.
Ambos hitos se insertaron en la historia cainita de nuestro país y se intentó digerir su impacto trágico, a partir de la desdramatización cuantitativa, devaluando las cifras tradicionalmente manejadas del número de procesados por la Inquisición (un máximo de 100.000) y de muertos en la guerra (unos 350.000 en total, 200.000 en las represiones, 150.000 en campaña). Ni Llorente ni Gironella. La guerra civil se diagnosticó como una locura trágica colectiva, especialmente dramática, más incluso que por sus muertos, porque pudo ser evitada, contra las tesis del fatalismo insuperable. Se relativizó el papel de las ayudas o insolidaridades internacionales, para inscribir la responsabilidad en el ejercicio autocrítico colectivo.
Acabó aquella transición y con ella la memoria con la que se construyó la transición, una memoria que estuvo siempre en guardia para evitar la repetibilidad de la historia reciente. La enfermedad de Alzheimer tristemente ha hecho añicos -en grados dispares de desarrollo-, la memoria de tres de los políticos que mayor protagonismo tuvieron en España desde el fin de la dictadura de Franco. Adolfo Suárez, el piloto de la transición, que procediendo del franquismo, supo conducir la nave del tránsito político en aguas procelosas. Jordi Solé Tura, uno de los artífices de la Constitución que, desde su formación originariamente comunista, participó en el cuestionamiento revisionista del estalinismo hasta convertirse en ministro de cultura de Felipe González. Pasqual Maragall, el catalán que soñó con españolizar Cataluña como alcalde de los Juegos Olímpicos de Barcelona y catalanizar España, como presidente de la Generalitat. Tres políticos que lucharon contra el peso de la historia para abrir futuros diferentes. Memorias rotas todas ellas por la enfermedad del olvido, por cansancio y por desgaste. Memorias astilladas como triste metáfora del olvido en el que hoy han caído los valores de aquella transición.
Ricardo García Cárcel
Catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Barcelona
www.abc.es
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