Es probable que sea en una de las afirmaciones del siempre maestro Ortega donde mejor encontremos la ubicación de lo que a continuación sigue y el título anuncia. Nos advierte así con la conocida estética de sus mensajes: «El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primario, plenario y perentorio». Y concluye con esta suerte de sentencia para la posteridad: «España es un dolor enorme, profundo, difuso». La utilización de tres palabras que comienzan con la letra p la encontramos también en otro famoso discurso de otro gran amante de la estética oratoria, llamado Manuel Azaña. Y mucho más reciente es ese juicio que, en forma de diálogo con su mujer, utiliza el personaje de una conocida novela de Camilo José Cela con el fondo de nuestra última guerra civil: «España es un hermoso país que salió mal, ya sé que esto no se puede decir, pero, ¡qué quieres!, a los españoles casi ni nos quedan ánimos para vivir, los españoles tenemos que hacer enormes esfuerzos y también tenemos que gastar muchas energías para evitar que nos maten los otros españoles». Sí, las manifestaciones de ese dolor plenario por España y sus circunstancias han aparecido en no pocos momentos de nuestra historia política. A veces nos han dolido sus pésimos gobernantes. A veces por nuestro trágico 98, y corren ríos de lágrimas, posiblemente por no saber asumir lo que a otros muchos países ocurre (Marichal hace tiempo que sostuvo que el final de la guerra en Vietnam constituía «el 98» de los EEUU: una gran potencia vencida con humillación por un pequeño país). A veces por el sufrimiento de diversas guerras civiles entre hermanos. Y, posiblemente en su origen, por la comprobación de nuestro desfase y de estar ausente en buena parte de los decisivos acontecimientos europeos, comenzando por la Revolución Industrial. Larra lloró hasta su voluntario final por una España que no parecía tener remedio. Unamuno lo hizo por nuestro gran defecto de andar siempre mirándonos el «ombligo» con Isabel y Fernando. Indalecio Prieto sufrió en el destierro su dolor por haber participado en el sangriento octubre de 1934, mientras acudía puntualmente al aeropuerto para conocer de los pasajeros noticias de su añorada España. Y José Antonio Primo de Rivera confesaba querer a una Patria que no le gustaba y le causaba su trágico dolor. Sí. Es posible que nuestra historia de bandazos sea igualmente la historia, más o menos manifiesta y más o menos sangrante, de un casi permanente dolor por causa de lo que los regeneracionistas dieron en llamar «los males de la Patria».
En mi intento de encontrar una vía comprensiva de nuestra historia política y constitucional, divulgué hace tiempo su andadura como «historia de las ocasiones perdidas». Es decir, el recuento de las tres grandes ocasiones o de los tres grandes momentos en que nuestro país ha perdido el subirse al tren de la modernidad, de las libertades y, sobre todo, de establecer y consolidar un gran consenso político y social desde el que avanzar. Sin añoranza de revoluciones pendientes. Sin idas y venidas repletas de odios y venganzas. Sin la incapacidad de asumir el pasado y su utilización como arma arrojadiza en la contienda política posterior. Sin el manejo y hasta manipulación de ese pasado para convertirlo en lo que mejor convenga a los posteriores intereses.
Y sigo pensando que nuestro país ha tenido tres ocasiones en que ese tranquilo caminar se aprovechara y, sin embargo, han sido perdidas o desperdiciadas. Como mejor se quiera expresar. La primera, claro está, 1812. La labor de las Cortes de Cádiz y el gran fruto de «la Pepa», que es, sin duda, la primera aportación al mundo europeo que en su liberalismo encuentra la vía para oponerse a los absolutismos existentes. Sin olvidar el flujo en toda la América hispana. La ocasión termina con el regreso de Fernando VII y la abolición de lo hecho. Con todo «la vuelta a 1812» estuvo constante en todo el pensamiento liberal del siglo XIX. La segunda ocasión, la Revolución burguesa de 1868 y la Constitución del año siguiente. Desembocada en nuestra primera República de corte federal, el experimento acaba en el desastre del cantonalismo y en la entrada de Pavía en las Cortes. Y en fin, la innegable ilusión de un 14 de abril de 1931, con una segunda República que difícilmente se sostiene entre dicho año y 1936 y que sufre el espanto final de una Guerra Civil con tres años de duración.
En 1978, producido el milagro de la transición y al aprobarse la Constitución vigente, entramos en la cuarta ocasión. Y lo hacemos con todo tipo de alharaca. Como siempre. Se anuncia como ocasión de consenso. Para todos y para siempre. Volvíamos a pregonar «la lección que dábamos al mundo». Un tránsito sin sangre y una Constitución que no se imponía y que, por ello, estaba llamada a la vigencia eterna. Con una Monarquía impulsora del proceso hacia la democracia y que quería mirar al futuro y, sobre todo, ser la Monarquía de todos. De los antaño vencedores y de los antaño vencidos. La ilusión parecía imperar ante esta cuarta ocasión.
Han pasado más de treinta años. Resulta, por ende, plenamente legítima la pregunta. Y entiendo que bastante justificada la respuesta. Creo que tras tanta ilusión inicial, con no pocos matices por medio, lo que hoy predomina es justamente lo contrario: la desilusión. Me temo que estemos perdiendo esta cuarta ocasión, si es que no la hemos desperdiciado ya. Si la función esencial de toda Constitución reside en el logro de la integración social, parece claro que ésta no se ha conseguido. El sentimiento y el espíritu constitucional no existen en el conjunto de la ciudadanía. Como era previsible, nadie habla de «nacionalidades»: se ha dado el anticonstitucional salto de hablar directamente de «naciones». En realidad, el aquelarre es grandioso. Una España pionera en la conquista de la unidad nacional conoce a estas alturas todas las posibilidades en el juego político: nación de naciones, federalismo imperfecto, tendencia federalizante, etc. La hegemonía constitucional en la regulación de los partidos ha terminado en un conjunto de fuerzas plenas de codazos luchadores por la permanencia en el sillón. Sin democracia interna. Con el lamentable sistema de «cuotas» a la hora de elegir a quienes sea. Con el absoluto imperio de la disciplina de voto que ha privado al Parlamento de su natural condición de «locus» para el encuentro de la verdad política. Y con las listas electorales que se imponen. Y todo ello en una clara situación de partitocracia que rompe sin escrúpulo cualquier asomo de división de poderes. Una clase política harto mediocre por la sencilla razón de que nace en una sociedad que lo es con creces. Un sistema educativo lamentable y con mil cambios. Una Universidad desprestigiada en las valoraciones europeas y falleciente desde la L.R.U. En suma, y lo que nos parece más importante, estamos rompiendo el ámbito propio del principio democrático por negarse a compartir con otros (meritocracia, antigüedad, disciplina, autoridad, etc.) igualmente válidos en cualquier democracia consolidada. La pancorrupción y la ausencia de cultura cívica creo que conducen, por demás, a la triste consecuencia: ¡otra ocasión perdida! Sin ninguna esperanza en un Estado harto debilitado por la permanente cesión de sus competencias a Comunidades que nada saben de la solidaridad y con diecisiete Parlamentos que alimentar.
Manuel Ramírez,
Catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza
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