Nathaniel Delaney, el protagonista de La última escapada, ha leído a Aldous Huxley, y lo ha leído bien. No me refiero a Contrapunto, sino a Un mundo feliz. Y se va dando cuenta, cosa que nos sucede a algunos, de que las profecías más aterradoras sobre el porvenir se realizan, pero no a la manera de un Armagedón, sino de un modo suave, lentamente manifiesto. El mundo no va hacia el desastre de manera revolucionaria, sino poco a poco. |
Los ideólogos del Estado no son exclusivamente los que mandan en los niveles más altos, sino también –quizás corresponda decir sobre todo– los que hacen la pequeña labor diaria. Voy a poner un ejemplo de nuestro entorno: con o sin ERC en el gobierno de la Generalitat, la "reforma identitaria", como la llaman el ministro Corbacho y su antigua socia, Carmen Chacón, se hubiera llevado a cabo por obra de los maestros de primaria, mayoritariamente maestras e hijas de inmigrantes andaluces o extremeños apasionadamente inmersas en la inmersión lingüística. De modo que Delaney no se da de bruces con el Gran Hermano ni con sus espías, sino con simples maestros y maestras que ni siquiera saben que espían para ese amo: peor: que te dicen que estás loco cuando les explicas que eso es lo que están haciendo.
La mujer de Delaney lo ha abandonado y le ha dejado a cargo de dos de sus hijos. El padre y los chicos son lo que en lenguaje políticamente correcto se llama "una familia monoparental masculina", o sea, con uno solo de los progenitores, que en este caso es A, masculino. Ya es poco ortodoxo ese comienzo de argumento, porque, a pesar de que el caso se da muy a menudo, sólo se habla de las mujeres solas que crían a sus hijos. La señora se ha ido porque considera que el estilo de vida de Delaney es a la vez aburrido y riesgoso: viven en una zona rural, él es editor de un pequeño periódico local y las ideas que expone en él le ganan demasiados enemigos. Podría ser una novela realista social de corte tradicional, con padre comunista perseguido, pero –y esto es lo que convierte a La gran escapada en una obra excepcional– resulta que Delaney es católico.
Y eso es lo que realmente no gusta en el Canadá de la ficción. Allí también es fashion, saludable y bello ser de izquierdas, ateo y sexualmente liberado. Delaney, naturalmente, manda a sus hijos a la escuela. Y la maestra descubre que el padre está llegando a ser una mala influencia para sus hijos, que les está llenando la cabeza de cosas que no encajan en la línea del Estado, y resuelve que sería mejor que éste se hiciera cargo de los niños, lejos de aquél. Sospecho que estamos bastante cerca de esa posibilidad y, aunque todavía no me he enterado de ningún caso de persecución anticatólica en España, percibo que el poder ha ido generando un clima adecuado para ello.
Entre la crítica a la Inquisición y la alianza de civilizaciones, pasando por el multiculturalismo, que es un hecho en la cabeza del pueblo llano, hay un camino más breve de lo que cabría suponer, porque uno siempre supone que esas cosas son un proceso intelectual, cuando en realidad son un proceso propagandístico. No sabemos una cosa porque la hayamos comprendido, sino porque nos la han repetido. La suma Iglesia + franquismo + guerra civil ha calado en los cerebros, mientras se olvidaba de manera metódica la suma Iglesia + sindicatos + partidos + transición.
Por otra parte, aunque hoy por hoy la Iglesia, por razones que la jerarquía comprenderá y que tal vez haya intentado comunicar –si lo ha hecho, lo ha hecho mal–, no agite constantemente sobre el particular y Benedicto XVI se sienta en el deber de aguantar las diatribas de un musulmán en Tierra Santa, es cierto que cada día son asesinados muchos cristianos en el mundo, por el hecho mismo de ser cristianos. En países remotos, imaginamos, vagamente informados de vez en cuando en algún medio escrito y en internet, casi nunca en radio ni en televisión. Mueren cristianos en el mundo árabe, en África y en toda Asia, con la excepción de Rusia, que sepamos, a manos de mahometanos, hindúes, animistas et al. Y nunca se habla de ello. No forma parte de las homilías.
David Horowitz, director del Freedom Center, afirma que la matanza de cristianos ha alcanzado un nivel de genocidio.
Todo esto lo fui pensando a medida que leía, con interés y con el ánimo que siempre da una buena novela, La última escapada, de Michael D. O'Brien, de quien Libros Libres ha publicado otros dos títulos: El padre Elías y El librero de Varsovia.
La mala nueva de O'Brien es que 1984 ya está aquí desde 1984, pero de un modo que ha permitido que no nos diésemos cuenta. La buena es que podemos volver a empezar, y que tal vez el propósito de la historia sea ése. Un mensaje muy parecido al de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury: mientras quede un pequeño grupo de hombres capaces de solidaridad y de lealtad, la humanidad sobrevivirá al mal del que es portadora: la estupidez, la intolerancia, la sordera ante la razón. Esa razón que los racionalistas confundieron con el orden.
Léala, es contundente. Si usted no es católico, empezará a comprender qué les está pasando a los católicos. Y si lo es, aprenderá a mirar con más desconfianza a su alrededor.
MICHAEL O'BRIEN: LA ÚLTIMA ESCAPADA. Libros Libres (Madrid), 2009.
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