Criticábamos a los norteamericanos por querer ser los gendarmes del universo, y resulta que nosotros queremos ser sus jueces. Pues algunos de nuestros magistrados se han puesto a abrir causas foráneas, que sus colegas de países con mucha más tradición democrática y jurídica prefieren obviar. Pero «España y yo somos así, señora», podrían decir estos jueces, con el ademán de aquellos capitanes de los Tercios, que ponían una pica en Flandes o donde hiciera falta. Y a veces, sin hacerla.
Dos cosas chocan en este celo judicial: la primera, que hallándose los juzgados españoles tan atestados de causas que algunas tardan años en verse, dedicar tiempo, medios, esfuerzos a presuntos delitos cometidos en el extranjero podría tomarse como una muestra de desdén hacia las demandas de aquellos españoles que reclaman justicia, y ellos dejan a un lado. Aparte del viejo axioma judicial de «justicia diferida no es justicia».
Lo segundo que llama la atención en esas causas de «justicia universal» abiertas en nuestro país es que van dirigidas en casi su totalidad contra regímenes y líderes conservadores, habiendo bastantes izquierdistas que se merecen no una causa, sino varias por idénticas razones. Podría argüírseme la causa abierta contra China por sus desmanes en Tibet. Pero ¿es la China de hoy de izquierdas? Yo diría que no es de izquierdas ni de derechas, o más exactamente, que es de izquierdas y de derechas al mismo tiempo, por lo que no invalida mi recriminación de que la «justicia universal» que se practica en España no lleva una venda sobre ambos ojos, la lleva sólo sobre el izquierdo, y cuando alguien le pide ayuda contra los desmanes cometidos en Cuba, por ejemplo, el rechazo es automático. ¿Qué clase de justicia es esa? Esos jueces no condenarían al mismísimo diablo si se proclamase de izquierdas.
Aunque lo más triste e injusto de esa llamada justicia universal es su futilidad. Todo el tiempo, investigaciones, medios y esfuerzos de los jueces decididos, digamos, a llevar a la cárcel a los responsables de Guantánamo o de los muertos en Gaza -las dos últimas causas de este tipo abiertas- están condenados a no llegar a ningún sitio, primero, por la imposibilidad de reunir los materiales y testigos necesarios para que el juicio tenga validez procesal. Segundo, porque ningún país renuncia a juzgar los delitos cometidos en su territorio o por sus ciudadanos, que sería tanto como renunciar a una parte importantísima de su soberanía.
Lo que significa que estamos ante causas hinchadas, sin apoyo jurisdiccional firme. O, si lo quieren: ante un alarde de vanidad o de «tener los ojos más grandes que el estómago», como dice el refrán alemán. Que es lo que menos necesitan España y su justicia actualmente.
José María Carrascal
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