Conocí a Enrique de la Morena al poco de llegar a Madrid y de ser abducido para el periodismo por Pedro Jota como jefe de Opinión de Diario 16. Me lo presentó Carlos Dávila, corresponsal político del diario y con el que entonces compartía una solución habitacional de lo más socialista que imaginarse pueda: dos mesas que anticipaban las futuras "camas calientes" de los inmigrantes que llegaban al Eldorado español y cuya cama nunca llegaba a enfriarse porque era reocupada apenas sonaba el despertador. |
La mesa caliente de Opinión tenía dos inquilinos, Antonio Papell y yo, que nos turnábamos calentando el asiento y debatiendo con Pedro Jota cada línea de cada editorial (yo) o reescribiendo a velocidad de vértigo la siempre acertada matización del director (Antonio). En Diario 16, el periodismo no era profesión civil sino vocación militar; de ahí que una de sus figuras fuera Fernando Reinlein, de la perseguida UMD (Unión Militar Democrática), y la opinión variaba al ritmo de los acontecimientos: juicio militar del 23-F, ruina de UCD y diluvio del PSOE. En fin, los liberales vivaqueábamos entre el frenesí y la depresión.
Carlos entraba y salía, iba y venía, se iba y volvía, llamaba y era llamado por teléfono de forma ininterrumpida y frenética. Y muy a menudo, desaparecía en pos de alguna exclusiva, lo que permitía que Antonio y yo dispusiéramos de dos sillas y dos mesas, lujo a todas luces excesivo que corregía Carlos presentándose a cualquier hora con el notición que el periódico necesitaba para cada una de sus tres ediciones diarias, tres. Y era tanta su capacidad motora que un día me arrastró al Palace para hacerle una consulta a su médico y amigo Enrique de la Morena; al que yo, neófito en la caótica información política, confieso que venía confundiendo con el jefe de la policía del mismo apellido.
Por uno de esos milagros del equilibrio pangeático, no pancreático, que permite sobrevivir a la Tierra o Pangea, el velocímetro de Carlos frenaba al acercarse a Enrique; cinco minutos y ayudado por el confortable ambiente del Palace, cierto, pero frenaba. Pronto comprobé que Pedro Jota –pupilo también de Enrique– se comportaba ante él como paciente y no como superagente, lo cual duplicaba el fenómeno y lo acercaba al prodigio. El mago de aquel raro fenómeno sedativo tenía un físico de los que Pío Cabanillas gustaba llamar "pícnico", aunque algo más robusto que el del hombre que siempre fue ministro. Yo he llegado a la conclusión de que "pícnico", en el diccionario Español-Cabanillas, además de remitir a tipologías humanas grecolatinas, quería decir que hay personas que por naturaleza tienden a engordar, pero sólo porque quieren y no les apetece adelgazar.
Pero en el caso de Enrique saqué otra conclusión: era uno de los mecanismos de sosiego y sanación a simple vista que no permiten esos médicos retrojóvenes, pasados por el gimnasio, el lifting, el segundo divorcio y los rayos UVA, que reinan y cobran en las consultas de tronío. Ver a uno de esos galenos que parece recién llegado de la tele aboca al paciente estresado o malito a la autocompasión, antesala de la depresión. Está cruelmente claro que el médico está tan lejos del maltrecho estado físico del paciente que no cabe empatía ni simpatía alguna en su relación, reducida a una envidia tanto más rencorosa cuanto más aparatosa sea la enfermera o la recepcionista, que suelen serlo. Enrique tranquiliza nada más verlo porque piensas: "Éste es como yo y me entenderá". En el Tercer Mundo funciona el médico como juez, mago y brujo; en el Primero, como conciudadano al tanto de tus tribulaciones y en disposición de curarlas sin mucho ruido.
Enrique es de familia de médicos y no es que esté siempre dispuesto a mejorar la vida del prójimo, sino que disfruta curándolo. Excepto de la vida, única enfermedad que no tiene cura, Enrique produce alivio como el funcionario abulia y el misionero, sacrificio. "Es un médico de los de antes", suele decirse. No. Es un médico de los de siempre, de los que llamábamos "de familia" porque lo eran o lo parecían apenas entraban en casa. Pero esas facultades de médico rural se desarrollan en un urbanita madrileño apasionado por la enzimología que estuvo dos años trabajando con Santiago Grisolía, el discípulo predilecto de Severo Ochoa, futuro Premio Nobel, al que guarda devoción. En Kansas encontró Enrique, como Dorita en El Mago de Oz, su camino de baldosas amarillas, y allí se formó como especialista en análisis, base del diagnóstico médico moderno. Esa mezcla de científico y sanador, químico y vecino, protogenio y humilde curalotodo es lo que desde el principio me fascinó. Y lo que en los veinticinco años que, desde aquel día en el Palace, he encontrado en él siempre que lo he necesitado. Curiosamente, no hizo falta que me declarase paciente suyo. Él es médico de la misma forma que otros nacen o se hacen pacientes y para llegar a ese punto no hace falta contrato alguno, basta el encuentro, es decir, el reconocimiento de ambos y del papel de cada uno en el mundo.
Enrique no es de los médicos que agobian sino de los que esperan. Si uno no busca médico, difícilmente lo encontrará. Sólo hay dos cosas que no olvida: el tiempo que llevas sin hacerte un análisis de rutina y la vacunación y revacunación contra el catarro. En esto y en la persecución amable de los fumadores y, sobre todo, de las fumadoras de mi equipo, resulta casi, casi implacable. Pero nunca es rupturista sino reformista, no da un paso sin contar con el paciente ni un consejo al que no lo pide. Otra cosa es que, no bien te lo encuentras, en la radio, haciendo caridad anónima en el Rotary Club, una de las instituciones a la que más tiempo dedica, o padeciendo las lesiones del Real Madrid, incluida la floración de presidentes del club blanco y el juego, cuando juega, del Barça, le pidas el diagnóstico de algo o de alguien. Una técnica en la que muestra facultades de adivino, que los análisis científicos confirman de forma inapelable, o sea, casi superflua.
Como he contado en De la Noche a la Mañana (La Esfera de los Libros, 2006), cuando me hice cargo de La Mañana de la COPE una de las primeras peticiones que hicieron los comerciales de la casa fue crear o recrear un espacio de divulgación médica, que no funcionaba desde que Luis Herrero tenía a Sánchez Ocaña y para el que suponían que no sería difícil encontrar patrocinador. Como en todas las secciones del magazine, es decir, de diez a doce, me guié por las personas que conocía y la intuición de lo que funcionaría, aunque no hubieran hecho nunca radio y fuera arriesgada la apuesta. El único médico que tuve claro desde el principio fue Enrique, aunque luego he pensado alguna vez en qué habría pasado si aquella aventura hubiera fracasado. La respuesta es sencilla: como hubiéramos fracasado juntos, seguiríamos juntos, lo cual me tranquiliza mucho. Y es que hoy en día resulta más fácil encontrar una radio de fiar que un médico de confianza.
Por fortuna, Enrique es en el micrófono como en todo lo demás, y desde el primer día infundió tranquilidad al "¿Qué me pasa, doctor?", guiño americano al What´s up, doc? de los dibujos animados y de la desternillante película de Bogdanovich, aunque en vez de la previsible Barbra Streisand con Fito Olivares poniendo música y letra al espacio. Salvo pequeños reajustes, por horarios profesionales o la crisis económica, siguen los mismos médicos que empezaron, con un solo cambio –y voluntario– en pediatría. En la radio actual, seis años con los mismos y en lo mismo no es un éxito, es casi un milagro.
Naturalmente, yo no sé si este libro con el título de nuestro espacio radiofónico y la firma de Enrique de la Morena va a tener el éxito que su autor merece y yo le deseo, aunque barrunto que un fracaso no será. Todo en él es sencillo y práctico, nada se da por sabido y todo se explica, desde el nombre de la enfermedad hasta la posible curación, pasando por los síntomas, el diagnóstico y el tratamiento. Y sin olvidar –indicio de una formación típicamente americana– la estadística de posibles afectados, por sexo y edad. Me gustan, sobre todo, el diccionario de términos y la descripción de las dolencias que se abordan, porque nada acerca más un enfermo a su curación que saber lo que le pasa. Con nuestro doctor hemos aprendido semana a semana a detestar la creciente sustitución de la consulta por el análisis de laboratorio, y, sobre todo, de la silla de escuchar al paciente –el mejor medio de averiguar lo que le pasa, como decía Marañón y recuerda siempre Enrique– por la receta rápida sin apenas haber mirado a los ojos al enfermo. Como ahora en España se vive tantos años, este libro tiene, además de la función obvia de averiguar lo que nos pasa, la de saber con fundamento qué les pasa a los vecinos, lo cual supone una bajada del estrés directamente proporcional a las posibilidades del discreteo y la chismografía. No cura del todo, pero alivia bastante. Compruébenlo.
NOTA: Este texto es el prólogo de FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS al libro de ENRIQUE DE LA MORENA ¿QUÉ ME PASA, DOCTOR?, editado por Buenas Letras y que se presentará el próximo día 13 de mayo en el hotel Westin Palace de Madrid.
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