Diez veces un apellido hispano de pura cepa (Echegaray, Benavente, Mistral, Jiménez, Asturias, Neruda, Aleixandre, García Márquez, Cela, Paz) se ha desparramado en los teletipos, en las portadas y en las linotipias. Ese equipo maravilloso se ha convertido en un once de fábula, porque otra vez, nombres y apellidos hispanos, Mario Vargas Llosa, han llamado a las puertas de las redacciones y se encaramaron desde el mediodía a las web y las redes sociales de Internet.
Esta fiesta (“para todas las letras hispanas”, como nada más conocer su premio destacaba la mujer del escritor), comenzó hace más de un siglo, en 1904, cuando a don José de Echegaray, ilustre matemático además de literato, le cuadraron las cuentas del Nobel. Cainitas como somos, no todos sus compatriotas (los del 98 echaron pestes) se sintieron felices con el galardón. Catorce años después (1922), Jacinto Benavente se hacía con el premio. Intereses creados aparte, para muchos, el paso del tiempo ha oxidado el peso de su obra.
A la tercera (1945) fue la vencida de que el Nobel cruzara el Charco para cantar de nuevo en español en la voz de aquella voz de mujer nacida de la tierra chilena, Gabriela Mistral: “Yo te enseñé a besar: los besos fríos / son de impasible corazón de roca, / yo te enseñé a besar con besos míos / inventados por mí, para tu boca”.
Debieron cogerles gustillo los suecos a nuestra métrica, porque nueve años después, en 1956, premiaban a otro español jigantesco: Juan Ramón Jiménez, con el alma malherida por la cuchillada del exilio y el corazón en parihuelas por el dolor de su Zenobia, que se le iba para siempre tres días después de la concesión del premio.
Once años tardó el Nobel en volver al continente hermano, a Guatemala, y a comprometerse con aquellos hombres de maíz, que a duras penas sobrevivían bajo la bota de ”El Señor Presidente”, aquel tirano grotesco y superlativamente cruel a quien puso en pie Miguel Ángel Asturias. Y de Guatemala, de nuevo a Chile, en 1971. En pleno fervor allendista y de la Unidad Popular de la que era embajador en Francia, un poeta descomunal, de canto general y mineral, Pablo Neruda, un estajanovista del verso, un creador hercúleo, obtenía el premio.
Un nombre, una cultura
Aunque a veces no lo parezca, el Comité del Nobel no suele premiar por premiar. Muchas se veces se reconoce en un solo nombre toda una literatura, toda una cultura, toda una historia, todo un compromiso, toda una generación. Así fue en 1977, cuando los suecos reconocían en Vicente Aleixandre no sólo su portentosa obra poética ("Cuando contemplo tu cuerpo extendido / como un río que nunca acaba de pasar, / como un claro espejo donde cantan las aves, / donde es un gozo sentir el día cómo amanece") , sino también la de sus compañeros de Generación del 27 y la de su país, nuestra España que se asomaba a la democracia.
Poco tardó el Premio en regresar a la lengua de Cervantes. En 1982, Estocolmo se calzaba un liqui-liqui y bailaba al son del vallenato y de la cumbia. Gabriel García Márquez, recién llegadito de Macondo, por fin conocía de veras el hielo, allí, en Estocolmo, donde recibía al ritmo del tambor de Totó la Momposina, el Nobel de ese año. Mientra, en su casa, un señorón llamado Camilo José Cela volvía a mosquearse: ¿qué hay de lo mío? El enfado duró poco, en 1989, el carpetavetónico Don Camilo ya tenía su merecidísimo galardón y podía darse de baja en su oficio de tinieblas.
Era un día de octubre de de 1990 cuando el dios de la lluvia lloró, de alegría, sobre México. Uno de sus hijos era distinguido con el Nobel de Literatura. Aquel que puso los signos en rotación y escribió el destino del hombre sobre una piedra de sol, aquel hombre, aquel poeta, Octavio Paz que nos dejó dicho: "... y un largo quejido cubre con sus dos alas grises / la noche de los cuerpos, /como la sombra del águila la soledad del páramo".
A Mario Vargas Llosa, la noticia no le ha pillado de cháchara en La Catedral, le sorprendió en un piso 47 en la ciudad de Nueva York. Acariciando con las yemas de los dedos el cielo del Nobel. A los suecos, acostumbrados algunos años a buscarse chivos expiatorios, por una vez no les quedó otra que acertar de pleno con su decisión.
Manuel de la Fuente - Madrid
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