segunda-feira, 10 de março de 2008

El sueño de morfina

EL desplome de los comunistas y de los separatistas más radicales ha hinchado las alforjas de Zapatero. Es una constatación que no admite réplica: la consolidación de los socialistas se logra gracias a las aportaciones de los sectores más extremos del electorado de izquierdas y de quienes -por decirlo eufemísticamente- no profesan una adhesión demasiado entusiasta a la noción de unidad nacional. La elevada participación en estas elecciones generales, muy próxima a los porcentajes de hace cuatro años, subraya esta tendencia: suelen ser los sectores más radicalizados los más renuentes a votar; y cuando lo hacen a un partido mayoritario es porque, antes que su victoria, anhelan la derrota del partido adverso. Razones, pues, más puramente emotivas que estrictamente racionales en las que, indudablemente, también ha ejercido su influencia lo acaecido hace unos días en Mondragón.

Los populares han mantenido e incluso incrementado su porcentaje de voto, que en unas elecciones menos «acaloradas» quizá le hubiese garantizado la victoria. Pero ha quedado patente su incapacidad para «rascar» votantes en los sectores más desencantados o escépticos del partido socialista. Los mecanismos de la propaganda han actuado, por supuesto, en su contra; pero convendría que la derecha española hiciese un ejercicio de uutocrítica sosegada. Vuelve a demostrarse que, tras un cambio de rumbo político, las formaciones perdedoras deben renovar su elenco si desean volver a ganar: los socialistas no lo hicieron, tras la derrota de Felipe González, y cosecharon cuatro años después su derrota más rotunda; los populares tampoco quisieron hacerlo, y aunque el mandato de Zapatero se ha caracterizado por sus desafueros e irresponsabilidades, no han conseguido allegar los votos suficientes. Mientras las estructuras partidarias no asimilen esta enseñanza, seguirán tropezando en la misma piedra. Hay que cambiarse las vestiduras del hombre antiguo por las del hombre nuevo; y eso, en política, sólo se consigue remozando las caras. Y dejando de mirar al pasado.

Los populares han mirado mucho al pasado en estos cuatro años: lo hicieron al mantener en primera fila a dirigentes que ya estaban amortizados, o que incluso provocaban urticaria en sectores nada exiguos de la población española; lo hicieron, también, al aferrarse durante más de tres años al clavo ardiendo del 11-M. La exclusión de Gallardón también ha propiciado una percepción social negativa; y, más incluso que su exclusión, la marejada de fondo que se adivinaba tras la decisión de Rajoy, que permitió a los socialistas poner a funcionar al máximo su maquinaria propagandística, pintando a sus adversarios como representantes de la «derecha más extrema», una falacia que, repetida hasta la saciedad, ha prendido entre los votantes más dubitativos. Como también ha prendido la sensación de que la derecha prefería unas elecciones con un alto porcentaje de abstención: la desafortunadísima incontinencia de Elorriaga, divulgada por un periódico extranjero, se ha convertido, convenientemente pregonada por el agit-prop socialista, en un acicate de primer orden para provocar el «miedo al coco» entre la izquierda abstencionista o anti-sistema.

Pero seguramente todos estos errores estratégicos y tácticos, sumados a la injerencia calculadísima de los terroristas en el final de la campaña, no basten para explicar el triunfo de Zapatero. Y la razón última, no nos cansaremos de repetirlo, hemos de buscarla en razones culturales más profundas: la sociedad española está cada vez más imbuida de lo que aquí hemos denominado Matrix progre, un estado mental colectivo rayano en la melopea opiácea. Mientras la derecha española no combata ese estado colectivo presentando batalla a las ideas imperantes, nunca podrá obtener una victoria sólida. A la sociedad española, a la que siempre ha movido -como escribía Alejandro Sawa hace un siglo- un «interés gástrico» le gusta que la adormezcan con cuentos; y la izquierda ha sabido adormecer las conciencias e imponer su cuento idílico de buenismo y risueña inconsciencia. Cuando la sociedad española despierte acaso sea demasiado tarde; pero, entretanto, vive encantada en su sueño de morfina.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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