sexta-feira, 21 de março de 2008

Meditación de Viernes Santo

Cristo crucificado (1632), de Diego Velázquez - Museo del Prado, Madrid

La cruz es árbol frondoso, cátedra de maestro, tribuna de juez, estrado de vencedor; es como un vuelo de águila, como un mástil de nave y como el signo más, de las matemáticas y de la vida humana. Todo eso por obra y gracia de un Crucificado egregio que, clavado y alzado sobre su doble madero, atrajo al mundo hacia sí. Redimiendo también a la cruz misma, que pasó de ser artilugio vil para el tormento y exterminio de los esclavos a convertirse en tabla de salvación para los dolores y miserias de la humanidad. La cruz de Cristo, que rememoramos en el Viernes Santo, es cifra y logotipo de todos sus padecimientos por los hombres en el trágico círculo final de su vida mortal entre nosotros.

Cada año, en la rotación secular del calendario de la Iglesia, las campanas y las primeras trompetas procesionales del Domingo de Ramos suelen ser para muchos, sobre todo en el estamento cofrade, una sacudida interior, o algo así como un aldabonazo de la gracia, que despierta el espíritu del católico practicante, del creyente adormecido y hasta del ciudadano anónimo, más o menos alejado de la Iglesia.

Con la venia, y sobre el mismo pentagrama de esas campanas y trompetas, me propongo efectuar en esta página, con quienes quieran acompañarme, un somero recorrido de los pasajes evangélicos más señalados de la pasión y muerte de Jesús. Tanto en la ladera más visible de sus tormentos y escarnios exteriores, como en sus insondables sufrimientos íntimos; pero, antes que nada, en su sentido trascendente, teológico y salvífico para el destino de la familia humana.

Vamos, pues, con esos relatos, aplicando a su lectura el mismo método de «exégesis canónica», utilizado por el Papa Ratzinger en su libro sobre Jesús, de estudiar un texto sagrado en el conjunto unitario y panorámico de los dos Testamentos, para que sea la Santa Biblia la mejor intérprete de sí misma.

La narración básica de los tres Evangelios sinópticos se ve enormemente enriquecida, en nuestro caso, por el de San Juan y su Apocalipsis, junto al asombroso caudal cristológico de las Cartas de San Pablo (no quiero saber de otra cosa, que de Jesucristo y de este crucificado); y por la revelación exclusiva del sacerdocio de Cristo en la Carta a los hebreos. Todo ello en el trasfondo asombroso de la Pasión anticipada en los Profetas y en los Salmos. Siento que no haya salido aún el segundo volumen del libro del Papa, con el capítulo sobre la Pasión, que podrá sin duda alguna ayudarnos en este empeño.

Vamos ya con los relatos evangélicos. Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, preside con los suyos la Cena pascual: lavatorio de los pies, oración sacerdotal, escapada de Judas, institución de la Eucaristía. Escenas sublimes, para grabarlas en los hondones del alma, como lo hiciera Leonardo en su cuadro inmortal de la Santa Cena.

Acto seguido y sin lugar a respiro, se precipitan los acontecimientos. Ya estamos en Getsemaní. Nos espera bajo los olivos la tristeza infinita de Jesús, su angustiada, confiada y obediente oración al Padre, mientras duermen los discípulos a un tiro de piedra. Horas de inquietante expectación, hasta que irrumpe el estruendo de los que vienen a prenderlo: una confusa melé de soldados romanos con esbirros de las autoridades judías, presididos siniestramente por Judas, que sella su traición con un beso infamante.

Ea, sigamos. Bajo el lúgubre plenilunio del 14 de Nissan y en la mañana siguiente del primer Viernes Santo, la casa de Caifás y el Pretorio de Pilatos serán triste escenario de las afrentas más degradantes contra Jesús, primero a cargo de los lacayos del Sumo sacerdote y luego de la soldadesca del Pretor romano. En sendas sesiones consecutivas, Jesús fue maniatado, zarandeado, abofeteado y escupido, vestido con una túnica de payaso, entronado con un cetro de caña y coronado de espinas. Para acabar vapuleado hasta el agotamiento, con la flagelación espantosa previa a las crucifixiones, cuyos horrores intenta reflejar, en su película estremecedora, La Pasión de Cristo, el cineasta Mel Gibson.

Antes y después de tan dramáticas escenas tienen lugar los interrogatorios displicentes y simplones de Pilatos, que presenta al Ecce Homo, «varón de dolores», al furor de la plebe, azuzada por los celantes del templo, que exigen su crucifixión, después de haberlo equiparado primero y pospuesto después al bandido Barrabás. Hasta coronar la hazaña con la cobarde condena a muerte de Jesús, hipócritamente disimulada con el grotesco simulacro del lavado de las manos.

¿A qué seguir? No cabe aquí tan siquiera la simple enumeración de las estaciones del Vía Crucis, calle de la Amargura en la entrañable traducción castellana. Así como tampoco las divinas palabras del Crucificado, de perdón a sus verdugos y de indulgencia para el buen ladrón. Más, sobre todo, la pregunta desgarrada de su corazón en sombras: Padre ¿porqué me has abandonado?, palabras del Salmo 22, que tal vez recitaba Jesús y que termina con un rayo de esperanza. Todo está cumplido, dijo; y, para que así fuera, entregó confiadamente su espíritu en las manos soberanas de su Padre.

Antes, y para no dejar tan mal a los humanos, son de recordar la ayuda del Cireneo, las lágrimas de las santas mujeres y, por supuesto, la presencia silente, doliente, erguida y confortante de su bendita madre María; junto a Juan el discípulo predilecto; a quienes Jesús constituye en testamento como madre e hijo, y en él a todos nosotros.

Los padecimientos de Cristo en su cuerpo y en su espíritu han sido siempre objeto de la más honda veneración de la Iglesia a lo largo de los siglos. Entre los grandes maestros espirituales de nuestro Siglo de oro sobresale el jesuita Luis de la Palma, con su Historia de la sagrada pasión de N.S. Jesucristo, en línea ascética y mística con Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, Fray Luis de Granada, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Todos viven la experiencia espiritual del dolor con Cristo doloroso, algunos hasta las lágrimas y el éxtasis contemplativo, haciendo suyos con San Pablo los sentimientos de Cristo Jesús.

No tanto para darle a él un consuelo que no necesita, cuanto para encontrar su gracia y fortaleza en los propios sufrimientos y adversidades. ¡Pasión de Cristo confórtame! Cuadra bien aquí lo que cuentan de Felipe II, que se hacía leer la Pasión del Señor, mientras sajaba sus carnes el cirujano, no sé si por un ataque de gota. La devoción acendrada y el culto al Crucifijo, al Nazareno y a la Virgen dolorosa -en retablos, vidrieras, tallas y lienzos religiosos de la cristiandad- dan rostro propio al catolicismo más genuino en todos los pueblos de la tierra.

Por alta providencia de Dios, que sólo se nos alcanza por la fe, se funden en un mismo acontecimiento, histórico y metahistórico, y en la misma persona, la libre y responsable actuación de quienes mataron contra toda justicia, aunque inconscientes del deicidio, a Jesús de Nazaret, con la más libre e infinitamente amorosa pasión y muerte del Hijo de Dios encarnado, Nuestro Señor Jesucristo, como suprema ofrenda al Padre por los pecados de los hombres.

La clave está sin duda, en lo dicho por Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna. Y en esta otra de San Juan Evangelista sobre el propio Jesús: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. ¡Dios es amor!

Antonio Montero Moreno
Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz

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