quinta-feira, 5 de agosto de 2010

Concordia y legitimidad

La clave del problema del poder se encuentra en la legitimidad. Y la clave de ésta reside en la creencia generalizada en que el poder, sea más o menos justo o eficaz, es legítimo. Sin concordia básica no es posible la legitimidad. Cuando la convivencia de una sociedad se rompe en dos grupos antagónicos, cuando la concordia deja de existir, la legitimidad es imposible. Tan imposible como cuando el poder legítimo es usurpado.

Y no conviene despreciar la relevancia del poder. Si la tendencia a verlo todo políticamente es un error, también lo es, y no menor, no ocuparse nunca de la política. En realidad, sólo caben tres posibilidades: o vivimos bajo un gobierno legítimo, es decir, que estimamos que, nos guste más o menos, o incluso nada, quien gobierna tiene derecho a mandar; o, en caso contrario, debemos intentar cambiar el gobierno; o, y ésta es la tercera posibilidad, podemos vivir bajo un gobierno ilegítimo y aceptarlo. Esto no es otra cosa que puro envilecimiento.

Pero entonces, la primera gran cuestión política es algo previo a ella, que afecta al fondo de una sociedad: la concordia. Sin ella, no es posible un poder legítimo. Y no hay pecado social y político mayor que el que cometen quienes contribuyen a la destrucción de la concordia. Por cierto, y para los «consensualistas» al uso, por concordia entiendo no el acuerdo político ni el consenso sobre las grandes cuestiones de Estado, sino algo más profundo y previo: la decisión de vivir juntos y bajo instituciones aceptadas por todos (o casi todos, pues la concordia puede no ser total). Lo que significa la concordia y su pérdida fue explicado magistralmente por Cicerón. También puede leerse con provecho el ensayo de Ortega y Gasset sobre el Imperio romano.

Parece que andan empeñados algunos entre nosotros (incluso en el Gobierno) en renegar de la Transición y reivindicar la legitimidad de la Segunda República. Doble y terrible irresponsabilidad. Primero, por romper la concordia y, con ella, destruir las condiciones de posibilidad de la convivencia y de la legitimidad democráticas. Segundo, por sustituir la legitimidad actual por un régimen que nunca llegó a ser legítimo. Lo siento, pero la República nunca llegó a ser un régimen legítimo. Y, suponiendo que lo hubiera sido en la primera hora, desde luego pronto dejó de serlo, como muy tarde en 1934. Y no llegó a ser legítimo porque no pudo o no supo serlo, porque nació bajo la ausencia de la concordia y nunca logró restaurarla. Esto es lo que, entre otros, vio claro muy pronto Ortega y Gasset: que, desde su origen, la República renunció a ser un régimen para todos, y aspiró a ser el de unos, fueran o no mayoría, frente a otros. Pero si el gobierno democrático puede ser cuestión de mayorías (con respeto a las minorías), la concordia es otra cosa.

Discutir si la guerra civil pudo ser evitada puede ser más o menos ocioso. En realidad, pudo evitarse, pero el camino tomado en 1931 y, sobre todo, en 1934, y más aún en febrero del 36, conducía a ella, a menos que se rectificara el rumbo y se restaurara la concordia. De ahí, que ninguno de los dos posibles bandos vencedores hubiera podido aspirar a la legitimidad. Sin concordia, no hay legitimidad. Y una guerra civil es la más radical y terrible ruptura de la concordia. Por eso se equivocan (o, quizá algunos de ellos, mienten) quienes pretenden que el Gobierno republicano de febrero del 36 era legítimo. Como lo hacen quienes piensan que el nacido del levantamiento de julio fue legítimo. Se trataba de otra cosa. La guerra civil no fue un conflicto entre un Gobierno democrático legítimo y unos golpistas fascistas. Ignoran quienes esto pretenden lo que fue el Frente Popular y lo que son los principios de legitimidad y su fundamento: la concordia. Para subsanar lo primero, conviene acudir a la Historia, no a la memoria histórica. Para lo segundo, puede resultar útil la lectura de un ya casi viejo libro de Guglielmo Ferrero, publicado en 1942: El Poder. Los Genios invisibles de la ciudad. Europa ha combatido desde 1789 hasta la segunda guerra mundial por dos principios de legitimidad: uno, el aristocrático-monárquico, que ya había perdido su legitimidad, y otro, el electivo-democrático, que, salvo excepciones como Suiza e Inglaterra, aún no lograba alcanzarla. En realidad, fue la lucha entre las dos revoluciones francesas: la liberal y democrática y la propiamente revolucionaria. Como recordaba Talleyrand, sólo el trascurso del tiempo permite que un poder termine convirtiéndose en legítimo. Aunque la legitimidad se nutre más de pasiones que de doctrinas, en nuestro tiempo, al menos en las sociedades occidentales, ha terminado por imponerse la legitimidad democrática. Pero la democracia es, como principio de legitimidad, más frágil que la aristocracia o la monarquía. Además, no deja de afectarle la eficacia. Como afirma Ferrero, «el día en que el pueblo empiece a dudar del poder y de su eficacia para satisfacer sus necesidades, la legitimidad habrá comenzado inexorablemente su cuenta atrás».

La democracia se basa en dos principios: la libertad de sufragio y el derecho de oposición. Y vive bajo una contradicción: la imposibilidad de una comunidad política en la que los que tienen el deber de obedecer sean, a la vez, titulares del derecho de mando. El poder viene siempre de arriba; la legitimidad, de abajo. La democracia no es el gobierno del pueblo, sino el régimen en el que el poder es elegido y, por tanto, delegado. El mayor riesgo para las democracias es la generación de un dualismo destructivo, que conduzca a la ruptura de la concordia y a un gobierno revolucionario o, lo que es lo mismo, totalitario. Por eso, la democracia requiere educación, cultura y un exquisito juego limpio entre el Gobierno y la oposición. Y si negar legitimidad al Gobierno legítimo es pecado de lesa democracia, también lo es negar legitimidad a la oposición, que forma parte de la soberanía popular tanto como el Gobierno.

El ideario de la soberanía popular se sustenta en grandes valores morales y espirituales, en los que deben coincidir Gobierno y oposición. Una vez más, la concordia. «Sin esta coincidencia previa el derecho de oposición terminará convirtiéndose inexorablemente en el campo de batalla de un duelo mortal en el que los partidos, en vez de batirse caballerosamente según unas reglas del código del honor conocidas y respetadas por todos, tratarán de destruirse mutuamente».

En este sentido, el problema del socialismo es que su doctrina del poder le hace incompatible con el principio de legitimidad democrática. De ahí la tentación revolucionaria, es decir, totalitaria, que siempre padece el socialismo y a la que con tanta frecuencia sucumbe. Si todo lo anterior no está equivocado, entonces la mayor irresponsabilidad que puede cometer un Gobierno es contribuir a romper la concordia básica de la sociedad. Y en el pecado lleva la penitencia, pues, al destruir la concordia, destruye, a la vez, el principio de su propia legitimidad.

IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA, CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO

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