sexta-feira, 6 de agosto de 2010

Velázquez en el CCCL aniversario de su muerte



En el día de hoy se conmemora el fallecimiento, acaecido en Madrid el 6 de agosto de 1660, del gran pintor, español y universal, después de una corta enfermedad. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez —puesto que éste es el nombre del genio— nació en Sevilla en 1599 y vivió allí su infancia y adolescencia antes de trasladarse a Madrid.

Curiosamente, se trata de una figura que está de permanente actualidad; la aparición de una nueva obra suya levanta pasiones, entraña controversias de científicos y suscita opiniones dispares, tal es el interés de todo lo que afecta a aquel autor, de no muy extensa ejecutoria, de quien el poeta Alberti dijo:

«En tu mano un cincel
pincel se hubiera vuelto
pincel, solo pincel,
pájaro suelto».

Porque Velázquez es el pintor por excelencia, cuya mirada portentosa, avivada por sus poderosas dotes de observación al servicio de una mano infalible, detiene la realidad, suspendida para siempre en un instante pleno de vida elocuente.

Su peripecia creativa se encuentra en una auténtica encrucijada pictórica, entre el naturalismo tenebrista de sus primeros años, propio del primer tercio del siglo XVII, y la plenitud barroca de la segunda mitad de la centuria. Es en Sevilla donde se educa y en Madrid, donde madura y alcanza la expresión más depurada de su arte. Comenzó su formación en el taller de Herrera «el Viejo», brevemente, y muy pronto, en 1610, pasó al de Pacheco, quien será su verdadero mentor, con cuya hija Juana se casa en 1617. La subida al trono del joven Felipe IV, en 1621, y la presencia a su lado de un favorito, el todopoderoso Conde-Duque de Olivares, permiten a Velázquez llegar a ser pintor del Rey. Tras un primer viaje a Madrid en 1622, consigue retratar al Monarca al año siguiente, y es creado Pintor de Cámara. A partir de entonces se establece en la capital y comienza una larga carrera de honores y puestos en la corte, ascendiendo progresivamente hasta alcanzar los más altos cargos palatinos y morirá siendo Aposentador Mayor de Palacio. También fue ennoblecido, entrando en la Orden de Santiago, merced a la protección del Rey, quien se la dispensó toda su vida, lo que aparte del privilegio de la amistad con el soberano, le facilitó un trabajo artístico en completa libertad, sin tener que verse obligado a soportar las limitaciones que imponían la clientela eclesiástica o aristocrática.

El papel que desempeña Velázquez en el ámbito de la propia pintura es único y renovador, tanto en el campo de la técnica, como en el de la visualización de la obra artística. A su natural disposición, unió los consejos de un maestro y protector Pacheco, quien, convencido del talento del discípulo, procuró facilitarle el ejercicio de su arte en lugar de condicionar sus naturales aptitudes. Así, el joven artista pasará de una primera fase naturalista, la etapa sevillana en la que sigue conceptos tenebristas —tanto en la ejecución como en los asuntos populares y cotidianos—, a otro momento distinto, influido por el ambiente de la corte madrileña. Sin abandonar el sentido realista, lo diversifica e infunde nueva vida al contacto con las espléndidas muestras de pintura de las diferentes escuelas europeas que formaban las Colecciones Reales.

Además se relaciona con el mundo aristocrático de Madrid, se desenvuelve en una atmósfera más distinguida y el trato con Felipe IV, a quien efigia, le muestra otros horizontes e incluso le obliga a replantearse sus métodos. Paulatinamente supera y desplaza a otros pintores cortesanos, pero lo que determina su evolución es la llegada de Rubens a la corte, en 1628. El famoso autor debió aconsejar a Velázquez en materia pictórica y sobre todo le indicaría la necesidad de un viaje a Italia. Allí irá entre 1629 y 1631; tal estancia le servirá para enriquecer su práctica ampliamente, matizar su manejo del pincel y potenciar su innata sensibilidad. Al regreso, los claroscuros violentos y creadores de volumen de los primeros años han desaparecido para siempre, sustituidos por un nuevo sentido de la luz, difuso y grato, que anticipa sus logros posteriores. No hay más que comparar «Los borrachos» con «La fragua de Vulcano» (ambos cuadros en el Museo del Prado), para advertir la metamorfosis técnica y estética que ha sufrido gracias a la estancia italiana. El clasicismo romano y la brillantez renacentista veneciana le influyen hasta el punto de transformar profundamente su estilo. La década de los treinta es la de su gran avance, que ya no se detendrá en un camino de progresivo perfeccionamiento: es la época de los retratos de la corte, de «La rendición de Breda» (Museo del Prado) y los primeros bufones, entre otras obras maestras de importancia.

A partir de estos años, el mundo circundante se ve expresado por la magia velazqueña como una permanente relación de cromatismo e iluminación sabiamente compensados, alcanzando la creación del espacio mediante el estudio de la luz y la captación de los más afinados efectos ópticos. Así, comprendiendo que el ojo humano sólo puede apreciar el objeto que enfoca, mientras el entorno en el que no repara su atención se vuelve borroso y se desdibuja, el artista procura plasmar tal situación sobre el lienzo, utilizando un sistema abocetado en las formas, merced a una pincelada suelta, prodigiosamente efectiva; por otra parte, observa que los motivos a ciertas distancias van perdiendo concisión y sus colores se empañan, desapareciendo la brillantez inicial, con lo que la sensación de profundidad puede conseguirse a base de sutiles interpretaciones de la lejanía. Todos estos principios estarán cada vez más patentes en la realización de sus cuadros, hasta culminar en las geniales pinturas del final de su vida, como «Las Meninas» y «Las Hilanderas», en realidad «La fábula de Aracne», en las que la impresión de espacio aparece conseguida de manera tan fluida, sin los habituales recursos geométricos, propios de la perspectiva lineal, que puede hablarse de «perspectiva aérea», en la cual la atmósfera se siente: se nota el aire interpuesto entre los personajes que protagonizan la acción, incluidos en un espacio que tiene toda la apariencia de existir ante el espectador.

En los años cuarenta, Velázquez, cada vez más ocupado en el mundo cortesano, en razón de sus cargos, colabora en la decoración del Alcázar de Madrid y de nuevo viaja a Italia a fin de adquirir lienzos y esculturas, e incluso contratar probablemente pintores decoradores al fresco. Estará entre 1649 y 1651. Al regreso, realiza sus últimos grandes retratos —en Roma ha pintado a su servidor «Juan de Pareja» (Metropolitan Museum, Nueva York) y al «Papa Inocencio X» (Galería Doria Pamphili, Roma), obras ambas auténticamente maestras— y las, ya aludidas, composiciones más espectaculares y famosas, hoy en el Prado. Velázquez muere a los sesenta y un años de edad, a la vuelta de sus trabajos en Fuenterrabía, como alto funcionario cortesano, con motivo de la boda entre Luis XIV y María Teresa de Austria.

A todos los aciertos anteriormente enunciados, Velázquez une un deseo de una exquisita naturalidad en sus composiciones, cuyas masas aparecen perfectamente contrapuestas en aras de alcanzar un equilibrio consciente; no deja nada al azar y retoca y corrige sin cesar. Algunas de estas correcciones han aflorado sobre las telas con el paso del tiempo y se observan a simple vista; otras se conocen por las radiografías y permiten apreciar hasta qué punto el artista calculaba y transformaba todo hasta conseguir el resultado apetecido. Pero Velázquez no es siempre un innovador absoluto sino que, llevado por su deseo de perfección, estudia, reconoce y emplea en ocasiones motivos ajenos tanto de las grandes escuelas de pintura precedentes y coetáneas, como de grabados, a fin de obtener por medio de la asimilación e interpretación de todo ello, la visión de totalidad plena y exacta que desea para cada asunto; en consecuencia, lo que ante el espectador aparenta fácil y sencillo, posee un trasfondo medido, a veces resultado de un largo proceso intelectual, que ha tenido en cuenta múltiples aspectos finamente elaborados hasta lograr la categoría indudable de obra maestra.

Retratista de primer orden, profundiza en el espíritu de sus modelos y los eleva con una imponente dignidad ante el favorable juicio de los siglos , inmunes a los dictados de cualquier moda pasajera. Sereno, reservado, discreto y elegante, capta todos los matices del entorno que suscita su atención y con su análisis implacable pero humano, y hasta magnánimo, los traslada al lienzo milagrosamente vivos, quedando por encima de problemas formales y cultivando la belleza intrínseca de los seres y las cosas, que imprimió sobre los lienzos para asombro y deleite de la posteridad.

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