segunda-feira, 2 de agosto de 2010

Por qué atraía tanto el marxismo

Entendemos o interpretamos el sentido de los actos cotidianos en función de su finalidad: hacemos tales cosas con tales motivos y fines, aun si a veces el motivo se hace inconsciente por la costumbre o por otras razones. En cambio se nos escapa el sentido o finalidad general de la vida de cada uno y, más ampliamente, de la actividad humana en general.


Intentamos penetrar el sentido mediante, por ejemplo, el estudio de la historia, pero nunca, al menos hasta ahora, lo hemos logrado, ni librado nuestra psique de la sensación inquietante o angustiosa del misterio. En esa inquietud esencial acerca del sentido de la vida se fundamentan las religiones y las ideologías.

Hay una diferencia clara entre las ideologías y las religiones: estas exigen la fe, intuyendo que la respuesta a las preguntas básicas excede de nuestra capacidad racional: en el cristianismo, Dios decide sobre el significado de nuestras vidas y de la historia, y aunque sus designios sean inabarcables para el hombre, este puede acceder en parte a ellos, mediante la razón y la fe. Las ideologías, por contra, suponen que la razón (o la ciencia) deben ser suficientes, pues incluso si por encima de todo existiera algún ente misterioso, al ser este inasequible a la razón, carecería de toda relevancia práctica para el hombre. En la realidad de la vida solo podemos valernos de nuestras capacidades intelectuales, y las inquietudes que no pueden tener respuesta deben desecharse como cuestiones absurdas, sin significado.

Pero entonces, ¿cómo explicar que la humanidad haya vivido durante muchos milenios bajo los absurdos religiosos sin haber concluido hace mucho tiempo en un total colapso? La ideología suele resolver el problema por la vía rápida: condenando como bárbaros y oscurantistas los tiempos anteriores a las explicaciones ofrecidas por el ideólogo. Esta postura, típica de los utopistas, irritaba a Marx como prédica vana y deshonesta por parte de "un profeta inspirado ante unos asnos boquiabiertos". Era preciso aplicar, no vanos moralismos, sino el estudio científico de la sociedad, que debería aclarar, por un lado, las causas por las que la historia había sido como había sido y por otra abrir un camino fundado en la ciencia para emancipar al género humano. Así, explicaba la religión de un modo sugestivo: se trataba de fantasmagorías nacidas de la parcial impotencia humana antes de conocer la ciencia. La idea no era nueva, pero, añadía Marx, la función religiosa había consistido en justificar los intereses prácticos de las clases dominantes y aquietar a las dominadas pretendiendo que orden social respondía a la voluntad divina y dándoles esperanzas de resarcirse en el otro mundo. Así, la religión no respondía a una vana y pueril inquietud ante el misterio de la vida, sino que, partiendo del miedo, cumplía una misión social muy práctica, "materialista". Con ello, el marxismo ofrecía un nuevo sentido a la vida: la lucha por abolir la división de la sociedad en clases, que abriría al ser humano horizontes de impensable maravilla a partir de una época en que el llamado capitalismo había sentado las bases de la abundancia general, aunque al mismo tiempo impidiera a la mayoría disfrutar de ella.

Esta concepción tenía un poderoso atractivo por cuanto sustituía a la religión ofreciendo a la vida una esperanza y un sentido "materialista", palpable y no nebuloso, basado en la economía y la ciencia. Tenía otra virtud, pues marcaba un blanco claro a los resentimientos personales y sociales: el capitalismo explotador, el enemigo a destruir por el bien de la humanidad. Ello es muy importante, porque al marxismo cabe hacerle la misma crítica que él hace a la religión: bajo las grandes e ilusorias promesas de "realización" o "desalienación" del ser humano yacían motivos más prácticos, incluso sórdidos, en todo caso menos sublimes, como el de ocupar el lugar de los ricos y los poderosos. Y ello en grados muy variables según las personas, desde el comunista más vulgar que bajo la jerga política aspiraba meramente a apoderarse de los bienes de los ricos, hasta el obsesionado por un poder a escala nunca vista, un poder absoluto, capaz, mediante la ciencia y la técnica, de transformar al mismo ser humano. Según Marx, Prometeo era el único santo a considerar por la filosofía, y los nuevos prometeos resultarían los jefes marxistas: los sistemas comunistas han testimoniado un ansia de poder realmente titánica, y al mismo tiempo su fracaso.

Además, el marxismo alejaba la incómoda sensación de culpa personal propia de la religión. Ante el fin propuesto, ante el sentido real de la vida, por fin descubierto, los humanos sumidos en la ignorancia y el atraso, opuestos deliberada o inconscientemente a la emancipación de la humanidad, debían ser arrojados al "basurero de la historia", lo que en la práctica podía significar el exterminio puro y simple. No necesariamente, claro, si se sometían de forma absoluta al nuevo poder. En todo caso, ningún "ser supremo" iba a exigir cuentas a nadie después de la muerte.

El marxismo atrajo a millones de personas por muy diversos motivos concretos, pero debajo de todos ellos yace, creo, la sensación de haber hallado un sentido a la vida y a la historia, que incluye la liberación de las limitaciones propias del ser humano. Liberación finalmente ilusoria, castigada con su propia realización material, como en el mito prometeico.

Pío Moa

http://agosto.libertaddigital.com

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