sexta-feira, 20 de agosto de 2010

Patriotismo tardío y efímero

Cuando uno se lanza a exponer, con mayor o menor acierto, alguno de esos temas no habituales y que casi inevitablemente conducen al conflicto o a la discrepancia, tengo para mí que lo más idóneo es buscar antecedentes en quienes con reconocida sabiduría han sentado afirmaciones generalmente dadas por válidas. Por referirnos únicamente a un ejemplo, cuando en estas últimas semanas ha vuelto a la palestra el convencionalmente denominado «problema catalán», resulta de gran osadía decir algo sobre el mismo sin mirar atrás, como si se tratara de asunto de hoy día, fruto de una sentencia y alguna que otra manifestación. Y, naturalmente, ese mirar hacia ya bastantes décadas anteriores requiere la premisa de la objetividad. Me ha llenado de asombro, en este punto, la declaración de un célebre político de Cataluña condenando a Ortega por su afirmación, durante el primer bienio de la Segunda República y en plenas Cortes Constituyentes, de que se estaba ante un problema sin solución que únicamente se podía «conllevar», mientras, acto seguido, se alababa la postura de Azaña por haber logrado la aprobación del primer Estatuto para aquella «Región autónoma» (la Constitución de 1931 no pasó de tal denominación y con no escasas cautelas). Y es que, si así ocurrió al comienzo, no así fue al final: las mayores descalificaciones para el uso de dicha autonomía una vez comenzada la guerra civil las hace el mismo Azaña, llegando a la penosa afirmación, similar a la de Ortega, de que el problema no tendría solución, fuera cual fuese la forma de régimen político que en nuestro país existiera. Hace falta leer un poco más, incluso cuando a uno no le interese lo que otros afirman.

En estas semanas atrás han acaecido dos acontecimientos (lo siento, pero lo de «eventos» no me gusta) que abiertamente me han sorprendido. Dos ocasiones en las que, de pronto, ha salido a flote con fuerza una constante y ruidosa apelación al patriotismo. Al patriotismo español, me refiero. Aunque a mí me apetecería llamarle mejor «españolidad», ya que no me agradan los «ismos» que para todo suelen valer, para lo bueno y para lo menos bueno.

En primer lugar, «el servicio a la patria» como argumento para que todos se implicaran, con esfuerzo y sacrificio, en la tarea de superar la crisis económica que padecemos. En la llamada se omitía la realidad de que esta situación es, por una parte, un claro reflejo de la condenable globalización capitalista venida de lejos y como consecuencia de excesos anteriores. Y, por otra, que es al actual Gobierno, por la propia naturaleza de serlo, a quien corresponde fundamentalmente la dirección adecuada para salir del caos. Pero, en vez de ello, vino la acusación a los partidos de la oposición de no embarcarse en una empresa «patriótica», sin pensar en más. ¡Y salió la Patria! Este refugio político y de conveniencia viene de muy atrás en nuestra historia política. Cuantas veces han aparecido en nuestro hemiciclo discusiones sobre puntos tales como la religión del Estado o la aceptación del sufragio, la Patria se desempolva. Nada menos que allá en 1868, cuando se elabora la gran Constitución del año siguiente, ya sorprende una intervención eclesiástica que afirma aquello de «me temo que quienes hoy se opongan a la religión, se estén oponiendo también a la Patria». Y viniendo más acá, es la misma CEDA de Gil Robles la que, al aparecer durante nuestra Segunda República, afirma venir a la defensa de la «Patria, la religión católica y… la propiedad privada»: ¡extraño matrimonio difícil de entender! Quizá ahora lo único original es que esa supuesta apropiación de la Patria era algo que se achacaba siempre a la derecha y, en este caso, es la izquierda o semi-izquierda la que la utiliza como reclamo. ¡La Patria como solución económica! Cuando la realidad viene dando muestras hace decenios de que lo patriótico anda por los suelos y con bastante olvido. Cuando lo de las Autonomías ha dañado, en distintos lugares, a ese sentimiento de unidad nacional que está en la base de lo español. Cuando unos quieren ser nación y ello no espanta. Otros se manifiestan para pregonar la independencia del todo que es la Patria. Cuando se quema la bandera nacional y nadie lo impide. Cuando ya se confiesa en las encuestas que el llamado Estado de las Autonomías se ha desbordado. ¡Cuánto envidio de nuevo a Francia, cuyo presidente se atreve, sin complejo alguno, a declarar delito la quema o destrozo de la bandera de aquel país! Por aquí, graves insultos al Tribunal Constitucional y abucheos a quien es símbolo constitucional de esa unidad patria. Y no pasa nada, claro. ¡Los votos son los votos y en esto ha quedado el espíritu de una Transición, dañado por demás por una llamada Ley de Memoria Histórica que ha venido, con grosería, a todo lo contario!

En segundo lugar, de nuevo la Patria, España, como auténtica tormenta de emociones, al producirse la victoria mundial de la llamada «roja» (la verdad, hubiera preferido la tradicional denominación de «selección nacional», pero ya se sabe) en un campeonato de la mayor importancia. Va de suyo que mi contento estuvo también presente. Sin duda. Pero lo que ha motivado mi nueva extrañeza ha sido la exaltación españolista que adquirió el acontecimiento. ¡Había «ganado España»! La hemorragia de loas a «lo español» no ha tenido límites. Incluso con gritos y exclamaciones que, si uno hubiera hecho en cualquier otro lugar habría, sin duda, recibido el calificativo de «facha» o «franquista». Y los cánticos no han tenido reparo: «la bendita locura de ser español», «el milagro y orgullo de España», «soy español, español, español», «hemos ganado nosotros, España». En verdad ha faltado bien poco para llegar a lo de «unidad de destino en lo universal» de cuna joseantoniana. Poco menos. Y delirios, homenajes con un país que parecía así resolver todos sus problemas. Y si alguien se atrevía a exponer, con timidez, algún reparo a tanta algarabía, la respuesta estaba preparada: ¡es que esto da mucho dinero! La pregunta: ¿para quién? ¿Para los pobres negros que también viven en Sudáfrica? No, claro. ¿Para nuestros pensionistas? Tampoco, claro. ¿Para nuestros interminables parados? Aún menos. ¿Para nuestros «recortados» y silenciosos funcionarios? Qué cosas tiene uno. Dinero sí y mucho. Para las muchas empresas que anunciaban bebidas y que bien pagarían a los jugadores que a tales anuncios se han prestado. De esto, ni pío. ¡España, España! Y a uno le surgen mil dudas, naturalmente. ¿Cuántos de los que a la sazón así gritaban estarían dispuestos, llegado el caso, de sacrificar algo de ese patriotismo para defender, por ejemplo, la auténtica e indudable hispanidad de mi querida ciudad natal hasta ahora llamada Ceuta? Otra vez, ni pío. ¡Soy español, español!

Habría sido mucho mejor y, sobre todo, menos falaz, dejar a la Patria tranquila (?) en ambos supuestos. Si es que en lo que se ha caído no es en algo bien distinto: patrioterismo, que no es patriotismo, ni mucho menos. La Patria, con mayúsculas, nada tiene que ver con altibajos de la Bolsa o con goles que se obtienen. No me atrevería a concebirla como ya rota. Pero sí creo que, al menos, está agrietada, llena de grietas y graves heridas. Y es sabido que al final de lo que así anda, no puede tener buen fin. Hay que cerrar grietas y, sobre todo, precisar lo que patriotismo comporta. Su definición objetiva no tiene nada de fácil. Diríamos que conjunto de sentimientos (¡aquí el sentimiento ocupa el primer lugar!), tradiciones, vivencias no manipuladas de pasados con éxitos o fracasos, formas de concebir el mundo y de actuar conforme a ellas. Sin duda lo que nos hace diferentes, ni mejores ni peores, de los británicos o los islámicos. Lo que nos gusta o no de la realidad española que en cada momento vivimos. Lo que nos motiva, sin regateo alguno (sí: algo que todos tenían claro al jurar una bandera durante el absurdamente suprimido servicio militar y es que seguimos sin saber reformar, en vez de ello abolimos o destrozamos). El patriotismo se nos transmite por nuestros antepasados, por nuestras familias y, por supuesto, debiera serlo siempre por nuestras escuelas y, en fin, por todos aquellos medios que nos socializan y educan. Una gran empresa común a la que recientemente nuestro Rey ha llamado a todos: políticos, partidos y comunidades autónomas. Sin eso, sin la prioridad de lo común, lo que queda es mero particularismo. ¡Cómo lo sufrió el mismo Unamuno al describir su propia experiencia del difícil vivir que siempre le acompañó! Lo otro nos parece tardío y, por supuesto, efímero, pasajero. Por no utilizar adjetivos peores, naturalmente.

MANUEL RAMÍREZ (Catedrático de Derecho Político)

www.abc.es

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