quinta-feira, 26 de agosto de 2010

Afganistán - El último cartucho

Míster Obama recuerda al típico sheriffjusticiero de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, tan populares en los años 60. En mayo de 2009, para cambiar de estrategia en Afganistán, el presidente muescó las cachas de su revólver tras freír al general McKiernan. A éste le sucedió el general McChrystal, hasta junio de 2010, cuando Obama desenfundó otra vez y también lo liquidó. Las opiniones sobre su presidente atribuidas a McChrystal en el famoso reportaje de la revista «Rolling Stone» fueron las razones «oficiales» para ese dramático desenlace. Pero releyendo con calma esa crónica, el espectador no niega que lo dicho sobre el presidente fue algo indiscreto e inoportuno, posiblemente una falta, pero de una gravedad controvertible. La inmediata algarabía modulada sobre la onda de la «supremacía del poder civil sobre el militar», que orquestaron los habituales descubridores de lo obvio, facilitó apretar un engrasado gatillo.

La chunga relación entre Obama y sus generales no es algo fortuito. Se inscribe en el sensible marco de las relaciones entre lo político y lo militar e impele a reflexionar, con respeto y seriedad, sobre ellas. La estrategia política emplea una mezcla de decisiones revisables, regates, amenazas, firmeza y concesiones para alcanzar los objetivos políticos con la mayor rentabilidad, o al menor coste, no sólo en términos económicos, sino también de imagen y, especialmente, electorales: la lógica política está gobernada por el principio de economía. La estrategia militar, por su parte, se concentra en el empleo de los medios para lograr los objetivos asignados por la política de la manera más rápida y rotunda: la lógica militar está regida por el principio de eficacia. Esta desemejanza de principios lógicos fundamenta una siempre latente desconfianza recíproca, que emerge pujante ante la ausencia de éxitos, de la que Afganistán es paradigma. Aceptando los riesgos asociados a las generalizaciones, se podría decir que el político sentiría alguna recóndita prevención hacia el uniformado, al entender (con cierta razón) que un fuerte y eficaz «poder» militar erosiona los valores democráticos y complica el ejercicio del «poder» civil. Y el militar recelaría del político al barruntar (no sin algún fundamento) que el interés del «poder» civil no va siempre más allá de procurar perpetuarse, al margen de la eficacia de su gestión. Sin embargo, cualquier militar de un país democrático suscribe, sin restricción mental alguna, la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder ejecutivo en los términos previstos en las leyes. Tampoco cuestiona que la actividad militar debe estar sometida al control político. Lo cuestionable sería la manera como este dominio es ejercitado. En román paladino: hasta qué punto el Mando, especialmente en operaciones, debe estar intervenido por quienes, desde fuera de la cadena de mando, no solamente intentan imponerle lo que debe lograr sino incluso cómo tiene que hacerlo. Y en el argumento de McChrystal subyacen dos relevantes aspectos ignorados por los «analistas»: la legítima defensa de la razonable libertad de acción que todo militar necesita para cumplir las misiones encomendadas; y la serena protesta por la permanente intrusión en la cadena de mando, de políticos intermedios que medran metiendo su cuchara en la sopa del mando militar. Por cierto, ¿no es algo cínico que algunos que después de abroncar a los militares si, en situación de activo, osan filtrar la más mínima crítica sobre el poder, también les increpen si el comentario lo hacen estando en otra situación, por no haberse manifestado públicamente cuando estaban en activo? ¿En qué quedamos?

En Afganistán, la capital importancia de algunas cosas en juego —las vidas de nuestros soldados y guardias civiles en primer lugar— exige de nuestros responsables que, de una vez por todas, abandonen toda ficción. El nuevo comandante de ISAF, el general Petraeus, está tratando de armar su propia estrategia de contrainsurgencia, la cual, aunque me tilden de herético (ya estoy acostumbrado), demanda también ciertas dosis de contraterrorismo. Y para tener éxito necesita un mayor volumen de tropas y más tiempo. El primero parece hoy fuera de cuestión y, al menos de momento, el general no lo ha mencionado. Sí lo ha hecho con el segundo, el tiempo, que es el talón de Aquiles de la actual estrategia, de la que forma parte integral. No ha aclarado Petraeus si el tiempo del que habla ha de medirse con el reloj digital de la OTAN o con el de arena del talibán. En cualquier caso, tampoco será fácil obtenerlo y la negativa verbal ya ha salido de Washington. Obama está atrapado por su compromiso público sobre los plazos de repliegue. Promesa que sirvió de palanca impulsora para la adhesión a la nueva estrategia de los gobiernos contribuyentes a ISAF. Alguno, como el español, llegó a más: se abalanzó, en diciembre de 2009, a santificar la nueva estrategia que iba a ser presentada oficialmente a los aliados en la conferencia de Londres un mes después. Y así, España, ausente de la elaboración de esa estrategia, se co-responsabilizó de ella a tope innecesariamente, bajo el eslogan «vamos más para volver antes». En este escenario, si al final, el Gobierno estadounidense quebrara su compromiso con los plazos de repliegue de sus fuerzas ¿estaría dispuesto el español a hacer lo propio? Desgraciadamente, el estancamiento de las operaciones —Helmand y Kandahar son dos ejemplos, que tienen mucho que ver con la salida de McChrystal— no está aportando más efectos visibles que el incremento de los muertos y, como mucho, una cierta contención. Esta «vietnamización afgana» está reventando las costuras de algunos países que, participando en el esfuerzo de guerra, son paradójicamente incapaces de aceptar bajas; pero no ya solo las propias, sino incluso las del adversario. En la retaguardia, la guerra es percibida como excesivamente larga y, al no estar ganándose, se está perdiendo. Las filtraciones publicadas por «WikiLeaks» sobre presuntos crímenes de guerra, y que confirman la complicidad de los servicios pakistaníes con el talibán, incrementan exponencialmente el cansancio general.

No nos engañemos, el relevo de comandantes significa la revisión de una estrategia que, vendida hace unos meses como longeva panacea, está resultando estéril y fugaz terapia. El reciente repliegue del contingente de los Países Bajos, uno de los Estados históricamente más comprometidos con la OTAN, es una señal de grave deterioro de la solidaridad que cimenta el edificio atlántico. La credibilidad de la Alianza está amenazada en Afganistán y, consecuentemente, también lo está la de la defensa colectiva en Europa. En todo caso, sería conveniente contraponer las consecuencias de la no ampliación de los plazos de repliegue, con las de minar los fundamentos de la Alianza por hacer lo contrario. El espectador piensa que la estrategia inteligente pasa ahora por encontrar pronto una ventana de oportunidad para, salvando la cara, evadirse de la prisión afgana. Con la opción Petraeus, Míster Obama ha introducido en el tambor de su coltel último cartucho disponible hasta su próximo año electoral. Antes de gastarlo, tendrá que calibrar cuidadosamente lo que uno de sus antecesores en la Casa Blanca, Abraham Lincoln, afirmaba: «Una papeleta de voto es más fuerte que una bala».

Pedro Pitarch - Teniente General

www.abc.es

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