segunda-feira, 30 de agosto de 2010

Operación Bernhard - La gran falsificación

De todas las historias curiosas que acontecieron durante los años de la Segunda Guerra Mundial, una de las más sorprendentes fue la conocida como Operación Bernhard, que duró varios años y estuvo a cargo de las SS. Tras ese nombre en clave no se escondía una operación de exterminio, ni una secretísima maniobra militar en alguno de los frentes, sino la mayor falsificación de moneda de curso legal de la Historia.


Como todas las grandes ideas que en el mundo han sido, nació de pura casualidad. Poco después de empezar la guerra en septiembre de 1939, a Reynhard Heydrich, el segundo de Heinrich Himmler, se le ocurrió que, junto al militar, podría abrirse un segundo frente económico. Esta vez no se trataría de hundir mercantes aliados –que también– con los submarinos de la Kriegsmarine, sino algo mucho más elegante, moderno y malvado, propio de los nuevos tiempos de moneda fiduciaria y dinero de papel.

Si los técnicos de las SS daban con el modo, podría acuñarse moneda del enemigo en cantidades industriales para desestabilizar su economía provocando una devastadora inflación. De eso, de inflación, los alemanes de la edad de Himmler sabían mucho y conocían de primera mano que el poder destructivo de una moneda devaluada es mayor que el de la más mortífera de las bombas.

Himmler, que estaba a otras cosas más importantes como montar campos de concentración para aniquilar judíos, anotó el tema y se lo guardó. Años después, a principios de 1942, en algún momento entre la conferencia de Wannsee en la que se decidió liquidar a toda la judería europea y su asesinato a manos de los rebeldes checos, Heydrich recibió la orden de reactivar el plan. Se dirigió entonces a Bernhard Krüger, un coronel de las SS de su entera confianza, para que lo pusiese en marcha.

Krüger buscó primero en Berlín entre especialistas del Reichsbank, pero no encontró ninguno que tuviese la suficiente pericia para hacer una imitación perfecta de la libra esterlina. Alguien le debió soplar que los campos estaban llenos de judíos expertos en la acuñación y hampones especializados en la falsificación de moneda. Los primeros porque habían trabajado para el mismo Reichsbank como impresores, químicos o numismáticos. Los segundos porque el que mejor sabe falsificar una moneda es y siempre será un profesional del ramo.

Reunió un equipo de 140 judíos que fue recogiendo de diferentes campos de toda Europa y lo trasladó al campo de Sachsenhausen, en las inmediaciones de Berlín. Allí, para evitar que se mezclasen con otros internos condenados a morir como chinches trabajando, se confinó al grupo en un bloque exclusivo. Un pequeño paraíso dentro de la homicida desolación de
Bernhard Krüger
Sachsenhausen. Los falsificadores podrían comer caliente varias veces al día, ducharse, dormir en camas blandas y hasta disfrutar de tiempo libre. A cambio tendrían que hacer un trabajo de precisión inigualable.

Las SS compraron las mejores máquinas de impresión disponibles en el mercado y no escatimaron ni dinero ni esfuerzos en proporcionar todo lo necesario para que el plan alcanzase el objetivo de hacer una réplica exacta de la libra. Para alejar de la mente de los trabajadores la idea de que en cualquier momento un guardia furioso podía descerrajarles un tiro por las buenas, Krüger se cercioró de que sus judíos fuesen calificados como "trabajadores altamente esenciales", es decir, imprescindibles para el Reich. Aquellas tres palabras en cualquier campo nazi significaban vivir.

A esas alturas, la Operación Bernhard, llamada así en homenaje a su ejecutor, había olvidado lo de inundar Gran Bretaña con libras falsas. La idea de arrojar los billetes desde bombarderos de la Luftwaffe se antojaba demasiado cara y para 1943 ya impracticable dada la superioridad aérea de los aliados. Pero disponer de una máquina de imprimir libras tenía incontables ventajas. El Gobierno podía utilizarlas para el comercio internacional, para pagar sobornos o para mantener el espionaje en el extranjero bien surtido de divisas.

Al final, el resultado iba a ser el mismo. Con el mundo ahogado en un mar de libras, el mercado las terminaría rechazando y sus tenedores se desharían de ellas a toda prisa, ocasionando el colapso inmediato de todo el sistema monetario británico. La diferencia estribaba en que haciéndolo poco a poco los nazis podrían aprovecharse del fraude.

Los acuñadores judíos de Sachsenhausen consiguieron en muy poco tiempo hacer una copia idéntica del billete de cinco libras, un dineral entonces. Eran tan perfectos que el Banco de Inglaterra tardó meses en advertir que alguien estaba falsificando su papel. Los británicos empezaron a contabilizar cada billete que imprimía de manera que no pudiesen colarle series falsas. Pero el equipo de Krüger se las ingenió para romper esos números de serie rompiendo el código que los generaba. Las marcas de agua fueron igualmente replicadas, así como el tipo de papel de base textil que empleaba el Banco de Inglaterra.

En sus mejores momentos, la ceca ilegal de Sachsenhausen emitía medio millón de libras al mes, que inmediatamente eran empaquetadas y enviadas al extranjero. Pronto empezaron a aparecer en lugares distantes y neutrales como Tánger, Estambul, Madrid, Estocolmo, Zúrich o Lisboa. Allí atendían los crecientes gastos de los servicios de información del Reich y servían para pagar las importaciones. Era caprichoso, pero los alemanes, que estaban perdiendo la guerra a pasos agigantados, tenían, sin embargo, la milagrosa máquina de hacer dinero en sus manos.

Una vez vencido el desafío de la libra tocaba el dólar. Si Alemania llegaba a disponer de una fuente inagotable de libras y dólares con la que regar el mundo, la guerra podría alargarse y los aliados acusarían seriamente el golpe. Krüger se puso a ello, pero el dólar era algo más difícil de falsificar que la arcaica libra esterlina. Había, además, un motivo extra para retrasarlo. Si salía bien cabía, la posibilidad de que Himmler relevase a Krüger de sus servicios y le enviase al frente oriental a luchar contra los rusos. Un destino nada deseable para un coronel hecho a los trajes planchados, las comilonas y los habanos caros. Los presos, por su parte, hacían el trabajo a la fuerza, y es de suponer que, sabiendo cerca el fin de la guerra, retrasasen la falsificación del dólar todo lo posible.

Presos judíos en Ebensee el día de la liberación (mayo de 1945)

Nunca se sabrá por qué tardó tanto el dólar, el hecho es que no llegó a falsificarse en gran cantidad. Consiguieron sacar de la imprenta una copia del billete de 100 dólares, pero ya era tarde, febrero del 45, y Berlín, machacado desde el este y el oeste, no era lugar seguro. Las máquinas y los trabajadores fueron trasladados al sur, al campo de Mauthausen, pero estaba lleno y continuaron camino hacia el de Ebensee, en los Alpes austriacos.

La fantasía de muchos SS era resistir la invasión encaramados a las montañas durante el tiempo que fuera preciso. Luego, a la hora de la verdad, los juramentados por el Führer no resistieron ni un minuto, pero mataron a todo el que pudieron en los campos terminales de los Alpes. Al equipo de falsificadores le esperaba ese destino, morir fusilados en alguno de los muchos túneles que, sin sentido, habían cavado miles de presos durante años.

La suerte volvió a acompañarles. A primeros de mayo, coincidiendo con al rendición incondicional de Alemania, se produjo una revuelta de prisioneros en Ebensee. Los 140 integrantes de la Operación Bernhard, incluido su mentor, sobrevivieron a la guerra. También lo hizo su creación: casi nueve millones de billetes por valor de 135 millones de libras esterlinas. Durante años los aldeanos de la zona de Ebensee siguieron encontrándose billetes falsos que se apresuraban a cambiar. El Gobierno inglés, enterado del alcance de la operación, se vio obligado a cambiar el diseño de los billetes. Había tantos y eran tan indistinguibles de los auténticos que tuvo que sacar de la circulación todos los billetes de libras, sin importar si eran originales o falsos.

Krüger consiguió huir con una fortuna de dinero falso en la maleta y un pasaporte no menos falso en el bolsillo. Los británicos le atraparon y le sometieron al proceso de desnazificación habitual entre los mandos de las SS. Murió de viejo, en Hamburgo, cuando esta prodigiosa historia ya se había olvidado. De entre los presos, uno de ellos, el judío eslovaco Adolf Burger, lo contó todo con pelos y señales en sus memorias, traducidas a varias lenguas y base de una bonita película que ganó el Oscar hace un par de años. Fue entonces cuando, con muchas décadas de retraso, se redescubrió el caso de la gran falsificación, la mayor cometida jamás. Y es que, las buenas historias, aunque tarden en contarse, siguen siendo buenas historias.

Fernando Díaz Villanueva

http://agosto.libertaddigital.com

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