domingo, 29 de agosto de 2010

Madre Teresa

Del inagotable tesoro que es la Madre Teresa, me quedo con las alhajas menos deslumbrantes, con sus dudas y debilidades, con sus crisis de fe. De no ser por ellas, su humanidad profunda se disolvería en una santidad sin mácula, en una perfección inasible sólo al alcance de los ángeles. Es su huella sobre el barro lo que inspira y aguija cada día a miles de personas, ya sean creyentes o agnósticos. Son los fracasos los que revelan su alma de gigante. Gracias a que el sacerdote Michael van der Peet se negó a cumplir su orden de quemar la correspondencia que mantuvieron durante años hoy sabemos de sus angustias espirituales, de sus vértigos ante el silencio de Dios. El mismo silencio que estremeció al Papa alemán a las puertas de Auschwitz, ese desamparo del hombre ante el genocidio, el sufrimiento sin tasa y la catástrofe homicida, ante el mal sin resquicio. Aplastada por la devastación que se extiende ante sus ojos, la monja de Calcuta se quiebra y gime de abandono: «Los silencios se eternizan. Miro y no veo. Escucho y no oigo. Te pido que reces por mí. Ruégale a Jesús que me eche una mano». Como un eco del Gólgota, el grito rueda atronador por las calles de Villa Miseria. Lo humano, lo fieramente humano, habría sido la huida, o la desesperación, o la rendición incondicional. ¿A qué resistir heroicamente en medio de la podredumbre sin remedio? Pero Madre Teresa nunca pretendió el heroísmo, solamente salvar la vida de un niño. Eso fue lo que me dijo hace ahora 30 años, cuando en junio de 1980 aterrizó por primera vez en España y en el aeropuerto de Barajas no había más cortejo de bienvenida que un periodista en prácticas, un empleado del obispado madrileño y una religiosa con mucha prisa por darle esquinazo al periodista. Viéndola allí, diminuta e inerme, en medio del tráfago de maletas, taxis y pasajeros acelerados, parecía ofensivo asaltarla con una entrevista de urgencia. Pero la asalté, aunque le hice la primera pegunta como quien pide la hora. Treinta minutos más tarde, Madre Teresa seguía hablando por los codos con aquella voz metálica y fustigadora, forjada para dar órdenes y ahuyentar a los tibios, a los cómodos y a los indecisos. «Dígale a los jóvenes españoles que se arriesguen a entregarse a los demás, porque quien salva un niño salva al mundo». Cumplí el encargo y así lo escribí entonces. Pero estoy seguro de que hoy, cuando se celebra el centenario de su nacimiento, aquel encargo no ha caducado. Ahora hemos sabido que se le desgarró el alma porque Dios callaba ante tanto sufrimiento, pero en realidad Dios hablaba a través de su voz, de sus manos de sarmiento, de sus ojos abrasadores y de su insignificante cuerpo indefenso.

J. A. Gundín

www.larazon.es

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