segunda-feira, 6 de setembro de 2010

Dios no juega a los dados

En Port-Royal se tenía por blasfemia demostrar la existencia de Dios. En torno a la abadía de Angelique Arnauld, giraban las mejores cabezas del siglo XVII: teológicas como científicas. No siempre sin conflicto. Las memorias de Nicolas Fontaine dan fe del desagrado del maestro Sacy ante los «entretenimientos» de ascetas que, en sus ratos libres, diseccionaban animales y teoremas. Algo los unía: la fe, entendida como infinito don divino que ninguna lógica humana permitiría ajustar a su finito canon. Y lo blasfemo consistía, para esos a los cuales los otros llamaron «jansenistas» y que entre sí sólo se decían «cristianos», no en negar la demostrabilidad de Dios, sino en afirmarla. Porque Dios y demostración se excluyen. Se excluyen fe y argumento, en la blindada lógica que dice que no hay continuidad entre finito e infinito y que toda traslación del absoluto al lenguaje de los efímeros hombres es perversa.

De entre aquellos «señores de Port-Royal», hay uno que da la clave escueta del abismo. No es extraño que fuera, al tiempo, el teólogo más hondo y el más alto matemático del grupo: en su escrito más íntimo —y más trágico— Blaise Pascal lo enuncia con elegancia ascética, al encomendarse al «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni los científicos»; al Dios al cual «sólo se alcanza por las vías que enseñan los Evangelios». El texto está fechado en «el año de gracia de 1654». En lo conceptual, cierra la posibilidad misma del debate.

Pero la necedad humana sobrevive. Y tanto consuela fantasear saltos sin red de la razón finita al absoluto, que de poco acaba por servir aquella glacial inteligencia pascaliana. Los falsos problemas se repiten, precisamente porque son falsos: deliciosos de rumiar para quien no tiene ganas o fuerzas de afrontar el áspero pensamiento. Hacía tiempo que no leía tantas simplezas a costa de física y de teología, acerca de su amalgama, cuantas leo estos días en torno a un enunciado elemental de Stephen Hawking: que no hay tránsito conceptual entre física y teología. Él lo dice de un modo muy moderado. Pascal diría que ese tránsito se llama blasfemia. A costa de ignorar algo tan básico, más de un titular de prensa ha atribuido al físico la fantástica tarea de «demostrar la no existencia de Dios». Bien está que se aprecie o no la obra de Hawking. Atribuirle, sin embargo, la ignorancia de lo que Russell bautiza como «navaja de Ockham» es demasiado fuerte, no ya para hablar de un sabio de filiación russelliana, sin sencillamente de un estudiante de primero de lógica. Un enunciado negativo jamás se demuestra. Ni la no existencia de Dios ni la de miríadas de hadas danzando en una gota de rocío pueden ser argumentables. Entia non suntmultiplicanda praeter necessitatem, escribía el maestro del siglo XIV. En los usos de la ciencia moderna: la carga de la prueba recae sobre la afirmación.

Las recluidas monjitas que, a cuatro pasos de Versalles, agotaron la paciencia de Richelieu, de Mazarino, del gran Luis XIV, sabían eso. Sin precisar siquiera formularlo. En español, lo tallan los inapelables endecasílabos de Góngora: «…sino porque hay distancia más inmensa / de Dios a hombre que de hombre a muerte».

Gabriel Albiac

www.abc.es

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