sexta-feira, 24 de setembro de 2010

Franco, sus diplomáticos y el Holocausto: protección de vidas durante la II Guerra Mundial (I)

La posición de España y de Franco durante la II Guerra Mundial aún constituye uno de los debates claves sobre el franquismo. Hoy es moneda habitual entre un sector de la historiografía, básicamente izquierdista, y en la mayor parte de los medios divulgativos, difundir la errónea imagen de un general aliado de Alemania que deseaba participar en la guerra pero al que Hitler, a fin de cuentas, no dejó. Una visión tan simplista como falseadora de la realidad.

Entre los episodios que jalonan la posición de Franco durante la II Guerra Mundial y sus relaciones con el Tercer Reich aparece el siempre polémico tema de los judíos y el Holocausto: España protegió a numerosos judíos en el este de Europa, en París, en Berlín y permitió a varias decenas de miles de personas atravesar su país. En este terreno, desde 1944, cuando resultó imposible ocultar lo evidente, los historiadores de izquierdas, pero también la historiografía de corte positivista liberal, intentan hurtar a Francisco Franco todo papel y toda decisión en éste asunto, ante el hecho cierto de que la diplomacia española logró la protección de miles de judíos y su salida de la Europa ocupada.

Para el discurso de lo que hoy se denomina “la memoria histórica” esta acción estaría vinculada a la decisión personal de algunos diplomáticos, personificados en Ángel Sanz Briz, y no a una decisión del ejecutivo español y por tanto, en último término, de Francisco Franco. Así Sanz Briz se ha convertido en nuestro particular “Schindler”, aunque la comparación resulte odiosa ya que los motivos y la forma de actuar fueron radicalmente distintos. La realidad es que no hubo un solo “Schindler” español sino muchos. Hombres que siguiendo instrucciones arriesgaron mucho, incluso la libertad, para proteger a miles de judíos. Ahora bien, la maniobra política que no histórica ha consistido precisamente en tratar de borrar la huella de esos españoles, porque difícilmente se podría sostener que en varios puntos de Europa se procediera igual sin mediar instrucciones del gobierno. Esa acción hubiera sido imposible sin: Ginés Vidal y Saura, Francisco Gómez-Jordana, José Felix de Lequerica, Sebastián Romero Radigales (Atenas), Eduardo Propper de Callejón (París), José Ruíz Santaella (Berlín), Bernardo Roland de Miotta (París), Fascowich, José de Rojas y Moreno (Rumanía), Julio Palencia y Tubau (Sofía), Miguel Ángel Muguiro (Budapest), el italiano Giorgio Perlasca (Budapest), Ángel Sanz Briz (Budapest) y, evidentemente, Francisco Franco.

Pese a las evidencias, algunos historiadores, como Javier Tusell, a pesar de conocer la documentación existente, de conocer el archivo del conde de Jordana, han llegado a escribir: “La verdad es que no existió, ni mucho menos, una política coordinada de salvación de los judíos por parte del Gobierno español. Otra cosa es que muchos pasaran por el país porque era el camino de huida más obvio, porque no existiera legislación antisemita o porque encontraran actitudes protectoras, aunque estas fueran individuales mucho más que nacidas de un propósito gubernamental”; no considerándolo suficiente, el reputado historiador afirmó que “los embajadores de los países anglosajones fueron, en realidad, los que promovieron la protección de esa población judía que acudía a España” y que la “población de las autoridades diplomáticas españolas” llegó “incluso más allá de lo que las instrucciones de Madrid autorizaban”. Para Tusell, “no hay testimonio alguno de la directa intervención de Franco”, sino que fue la “presión exterior y la sensibilidad de algún diplomático lo que justifica que pueda hablarse de una función protectora que, de todos modos, resultó tardía e inferior a las posibilidades de cualquier país que hubiera sido auténticamente neutral”. Más recientemente, ante las evidencias, otros historiadores prefieren argumentar que España hizo muy poco, que salvó a unos pocos miles, pero que podía haber hecho mucho más.

La verdad histórica, que no desmerece en modo alguno la actitud de los diplomáticos españoles, que se jugaban la vida, es que todos ellos, desde Sanz Briz a Romero Radigales, actuaron siempre siguiendo las instrucciones de Madrid, decisiones que habían sido discutidas en los Consejos de Ministros, aprobadas directamente por Franco a través del Ministro de Exteriores. Así, uno de los responsables de ese área en la época, Lequerica -al que Tusell acusa abiertamente de antisemita-, enviaba a su embajada en EEUU un largo comunicado en el que refiriéndose a estas actuaciones, con mención expresa a las de Sanz Briz, anotaba: “esta actuación, hecha tras insistentes órdenes por nuestra parte y múltiples reclamaciones diplomáticas han tenido extraordinaria eficacia”. Por otro lado el Consejo Mundial Judío había recibido, en 1944, una extensa nota del Ministerio de Exteriores con párrafos altamente reveladores sobre la decisión del gobierno español, cuya jefatura ostentaba Francisco Franco:

“Desde hace tres años España viene accediendo reiteradamente y con la mejor voluntad, a cuantas peticiones presentaron comunidades judías, directamente o a través de V.E. o del embajador en Londres o de otros jefes de misión en América, habiendo dado ello lugar a enérgicas intervenciones no sólo en Berlín sino en Bucarest, Sofía, Atenas, Budapest, etc, con desgaste evidente de nuestras representaciones diplomáticas y llegándose en algunos momentos a discusiones enérgicas por defender nosotros esos intereses”.

En la misma línea, la mujer de Sanz Briz, en un gesto que le honra, siempre declaró que su marido actuó en conformidad con lo dispuesto por Exteriores. Por si esto no fuera suficiente, para documentar tanto la decisión del gobierno como la decisión del propio Franco, quedan los testimonios de las propias fuentes judías que dudosamente se hubieran pronunciado de esa forma si la menor sombra de duda les cupiera.

Reconocimiento judío

En noviembre de 1975, en Nueva York, el gran rabino interrumpió su predicación en una sinagoga para pedir por el alma de Francisco Franco porque “tuvo piedad en tiempo de tribulación”. En la misma línea el historiador Haim Avni, el propio Yad Vasim (Instituto para el Holocausto), o Federico Ysart han afirmado que Franco salvó entre 40.000 y 60.000 judíos de un triste y mortal destino en los campos de concentración. Por si fuera poco, bastaría recordar, que Francisco Franco ostenta el título, por su actuación durante la II Guerra Mundial, de “Benefactor de los judíos”; o que H.P. Salomon y Tomás L. Ryan publicaron en 1978, en el “Journal of The Shepahardie Studes Program or Yeshiva Uiversity” un artículo afirmando: “apartando cualquier otra consideración, los Judíos deberían honrar y bendecir la memoria de este gran benefactor del Pueblo Judío… quien ni vio ni obtuvo ningún beneficio en lo que hizo”. Anteriormente, en 1970, Chaim Libschitz, rabino del seminario hebreo de Brooklin, declaró: “Ya va siendo hora de que alguien dé las gracias a Franco… Franco tomó decisiones que nunca agradeceremos bastante. La historia de como Franco obtuvo la salida de los judíos de los campos de concentración, es realmente fabulosa”. Según este mismo autor, Franco pudo haber intervenido directamente para obtener la libertad de 1.242 judíos prisioneros en Bergen-Belsen. Más recientemente el Instituto del Holocausto (Yad Vasim), como cifra mínima, ha estimado en cuarenta y cinco mil el número de judíos que debían su vida a la política española.

Existe disparidad de criterios a la hora de valorar la acción española. Una acción que de no haber sido realizada por Franco y su régimen, para el discurso oficioso prácticamente aliado del Tercer Reich, habría sido encumbrada a límites heroicos, como en un momento dado lo fue el “caso Schindler”. Para algunos la cifra de judíos que fueron “salvados” por España es pequeña, aunque inmensa en comparación con el célebre caso, y recriminan a las autoridades españolas que no hicieran más, olvidando a renglón seguido la política que siguieron muchos países hasta el estallido de la Guerra Mundial primero y hasta la intervención americana después: devolviendo a la inmensa mayoría de quienes llamaban a sus puertas y no tenían ni fama, ni dinero, ni eran cerebros reconocidos. Como muchos autores suelen reprochar al gobierno franquista que no fuera verdaderamente neutral durante la guerra, cabría preguntar por el trato que dieron Suiza (véase el informe sobre el Oro Nazi publicado hace pocos años) y otros países a los judíos que llamaban en vano a su puerta. Queda como mudo testimonio aquel relato que dio origen a una memorable película y obra de teatro de un barco lleno de judíos que huyen, pero que no son admitidos en ningún puerto teniendo que volver finalmente a Alemania.

Los hechos

Para analizar correctamente la política española en esta materia, que pese a lo que se diga sí existió, es preciso recoger sucintamente los hechos. La primera medida en este tema que Franco y su gobierno toman, no es de 1939 o 1940 sino de 1938, cuando tras “la noche de los cristales rotos” y la puesta en vigor de las Leyes de Nüremberg, numerosos judíos corren a las embajadas españolas. Franco ordenó la “protección a los judíos de origen español”, considerando como tales a quienes tuvieran antecedentes sefarditas. Para ello se valió de una ley del general Primo de Rivera, dictada en 1924, que les permitía considerarse ciudadanos españoles. Aunque los plazos estaban agotados se decidió que pagaran la multa de retraso, con lo que se solucionaba el tema jurídico. Y ello a pesar de la actitud general del movimiento sionista contra la Causa Nacional y del posicionamiento judío general a favor del Frente Popular, dado el marcado carácter católico que revestía la zona nacional. Conviene precisar que si este apoyo judío fue cierto y que incluso en las Brigadas Internacionales existió una unidad judía, no es menos cierto que las importantes comunidades de Madrid y Barcelona se disolvieron ante el furor antirreligioso de los milicianos del Frente Popular, poco dados a hacer distingos entre templos de diferentes confesiones; la otra comunidad importante en España, la sevillana, en la zona nacional, no sólo no sufrió molestia alguna sino que además contribuyó económicamente a la causa de Franco. Naturalmente la prensa judía internacional se posicionó a favor de la España del Frente Popular. El lector debería recapacitar, al igual que el historiador, si esto no hubiera sido motivo suficiente para que Franco se hubiera lavado las manos en un asunto de dudoso beneficio y claro perjuicio dentro de la situación de España con respecto a Alemania. Un país que podía haber actuado contra España en cualquier momento por razones puramente estratégicas.

Los efectos de las leyes de Nüremberg y los primeros compases de la guerra llegaron a España casi simultáneamente. La actitud española fue aceptar la gestión de los visados de entrada que se solicitaban, lo que en muchos casos implicaba una actuación directa en Berlín. Los refugiados comenzaron a llegar a la frontera de un país destrozado y sin recursos para alimentar a su propia población. España no estaba en condiciones de habilitar grandes espacios de acogida, ni las infraestructuras necesarias para acoger a un número tan elevado de personas, por lo que solamente estaba dispuesta a hacer de puente hacia otros destinos. A tales efectos se constituyó una zona de espera en Miranda de Ebro. Rápidamente comenzaron los temores de que muchos de los que solicitaban refugio pudieran ser izquierdistas dispuestos a operar contra el régimen. Muchos de los que llegaban, judíos o no, no traían más que lo puesto y los informes de las representaciones diplomáticas advertían sobre la salida de cientos de indeseables. La derrota de Francia no hizo sino acrecentar este movimiento, pero pese a todas las restricciones, mínimas si las comparamos con las americanas, lo cierto es que España no devolvió a nadie.

Las autoridades españolas entendían, así mismo, que su deber era defender a los judíos que se acogían a la nacionalidad española por la condición de tener antepasados sefardíes en sus lugares de residencia. La política alemana, hasta la caída de Francia, no era ni el exterminio ni la deportación, se limitaba a la confiscación de bienes, a la discriminación y a medidas como la de llevar la estrella de David sobre la ropa. Las delegaciones españolas, embajadas y consulados, recibieron instrucciones de hacer valer la nacionalidad española de estos judíos y de proteger los bienes que fueran registrados oficialmente frente a las confiscaciones. En Berlín se negoció el tema y los sefardíes acogidos a la nacionalidad española, al menos teóricamente, ni sufrirían confiscaciones ni estarían obligados a llevar la estrella de David al ponerse en marcha esta medida.

Con los alemanes en la frontera, con España recibiendo fuertes presiones para que entrara en la guerra en el invierno del cuarenta al cuarenta y uno, con la posibilidad real de sufrir una invasión a partir de 1942, los motivos para olvidarse del tema judío aumentaron, pero España mantuvo la misma línea de actuación, que podrá ser discutible, pero que no invalida su carácter de ayuda. Las delegaciones continuarían defendiendo a las comunidades acogidas a la bandera española y se tramitarían visados individuales. Lo que el gobierno no estaba dispuesto a realizar eran traslados masivos que lógicamente podrían dar motivos para una intervención alemana en la península.

Por otra parte, el gobierno de Franco no dictó ni una sola medida que ni de lejos pudiera hoy ser interpretada como racista, a pesar de la hipersensibilidad actual en el tema, pese a las presiones para que se incorporara al nuevo ordenamiento de las Leyes Raciales que se irán imponiendo en la Europa del Nuevo Orden y a los exabruptos de algunos exaltados. Más allá de algún desahogo formal en la prensa no hubo nada.

Los historiadores críticos a Franco olvidan, a menudo, que en estos años no se tenía conciencia de la posible gravedad de la situación de los judíos y que muchas noticias eran atribuidas a la propaganda. España no compartía las tesis que dieron vida a las Leyes de Nüremberg, pero lo consideraba un asunto interno en concordancia con el sistema jurídico internacional de la época. Los judíos sufrían discriminación y confiscación, con todo lo que ello comportaba, pero esto no constituía algo tan extraño en un mundo donde seguía vigente el espíritu colonial. Tampoco los judíos eran objeto de especial aprecio en una Europa donde las persecuciones habían sido moneda común desde la Edad Media. España, de acuerdo con su orientación, hizo lo que pudo dentro de su delicada posición ante Alemania entre 1940 y 1942. Hizo algo que dada la posición del Tercer Reich podía indisponerle con el propio Hitler o con los sectores más firmemente racistas del NSDAP. Lo que podía provocar, en cualquier momento, un incidente que llevara a España a la guerra, pues, ¿qué hubiera sucedido si Alemania, sin advertencia, no hubiera respetado los acuerdos sobre los judíos sefardíes? Franco estaba, sin embargo, dispuesto, en su habitual política de gestos, a reafirmar su independencia y frente a la extensión de las Leyes Raciales en el Orden Nuevo fundó, cosa que naturalmente se oculta, tanto en Madrid como en Barcelona, el Instituto de Estudios Judío Benito Arias Montoro, que contó con la publicación Diario Sefardita. Como apunta el historiador judío Haim Avni, “la relación de España con la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial no era la de un vasallo sometido a la fidelidad a su señor”.

A finales del cuarenta y dos comenzaron a llegar informes, vía Carrero Blanco, sobre la situación de los judíos, las deportaciones y el odio existente contra ellos. A principios del cuarenta y tres los campos de concentración ya eran una realidad, aunque fueron relacionados con las necesidades de las fábricas de armamentos. Recordemos que la espiral antisemita del Tercer Reich hacia la “solución final” se aceleró en el año cuarenta y dos. La famosa Conferencia de Wansee, considerada hoy como el arranque de una política de exterminio por la mención a la “solución final”, es del invierno del cuarenta y uno.

La nueva situación que se configura a lo largo del cuarenta y dos, creó un nuevo problema para España, al ser informadas las autoridades de que los seis o siete mil judíos acogidos a la protección española también estaban dentro de la lista de las deportaciones y confiscaciones. Adolf Eichman, máximo responsable de la nueva política germana, no quería exclusiones. Madrid estaba dispuesto a hacer valer sus derechos y su soberanía. Su situación, aunque peligrosa, había mejorado. En el cuarenta y tres Alemania estaba interesada en mantener buenas relaciones, pues las negociaciones sobre la compra de vitales materiales para la industria de armamentos eran continuas. El choque entre los diversos poderes existentes en el seno del Tercer Reich jugaba, esta vez, relativamente a favor de España.

El Ministro de Exteriores, que nunca actuaba sin la aprobación de Franco, ordenó al embajador en Berlín, Ginés Vidal y Saura, que tratara directamente con Eichman la defensa de las comunidades judías protegidas. Una tras otra las comunidades se fueron convirtiendo en objetivo de Eichman, comenzado por la de Salónica. Las negociaciones con Eichman no eran fáciles. Lo único que se conseguían eran plazos para que España evacuara a los protegidos antes de que se consumaran las deportaciones, mientras seguirían gozando de su situación “privilegiada”. Pero España, y esto era algo con lo que contaba el dirigente nazi, no tenía medios suficientes para la evacuación. Tusell afirma que todo esto fue impulsado por la presión de las embajadas aliadas sobre Madrid, pero oculta que España chocó primero con la negativa de los aliados a construir un gran campo de refugiados en el Norte de África (sólo obtuvo declaraciones de apoyo moral de Churchill y de Eisenhower), y después con la reiterada negativa a que se facilitaran barcos de la Cruz Roja para la evacuación. España estaba sola en este asunto.

El testimonio del Ministro de Exteriores

Para reforzar a sus diplomáticos y esquivar cualquier acusación de actuar sin permiso, lo que podría arrostrar gravísimas consecuencias personales, Francisco Franco firmó una orden a todas las representaciones en el Reich en la que se podía leer: “con el mayor tacto posible, se hiciera ver a las autoridades antisemitas que en España las leyes no hacían acepción de personas por su credo o raza. Por ello todos los judíos residentes deberán ser protegidos como cualquier otro ciudadano”. La respuesta fue un ultimátum: España debería repatriar a los judíos antes del 31 de julio de 1943. España buscó ayuda para la evacuación y no la encontró, pero finalmente se obtuvo una prórroga. El cuatro de agosto es el propio Consejo de Ministros el que aprueba sacar a los judíos de Salónica con cualquier medio, pero no existen medios para traerlos a través de todo el Reich. Los judíos fueron entonces transportados al campo de Bergen-Belsen, pero España libró una dura batalla diplomática consiguiendo sacar a varias centenas en dos expediciones en febrero del cuarenta y cuatro. Después el campo sería liberado por los aliados. El conde de Jordana indicaba al embajador americano: “las dificultades de la lucha que se está manteniendo a fin de salvar a estos desgraciados de la amenaza que sobre sus cabezas pesa. Justamente, el Embajador de España en Berlín está realizando una laboriosa gestión ante aquel Gobierno a fin de salvarlos de ser trasladados a Polonia según resolución adoptada por las autoridades alemanas. Estas calamidades, que no pueden por menos de afectar hondamente los tradicionales sentimientos humanitarios de España, estimulan al Gobierno a intervenir para remediarlas hasta el límite de sus posibilidades”.

En el Este, las legaciones españolas, se jugaron mucho para proteger a los judíos españoles alquilando edificios y haciendo trampas en las listas de protegidos con la amenaza constante de que se violara la territorialidad y todos acabaran en un campo de concentración. En París, en Berlín, en Sofía, en Budapest, en Atenas, en Rumania la diplomacia española actuó de la misma forma. Y queda como prueba, de que fue una decisión del gobierno, la nota sobre la entrevista mantenida el jueves nueve de diciembre de 1943 entre el Ministro de Exteriores español, conde Jordana, y el embajador de los EEUU en España:

“en ningún momento se ha pensado adoptar medida alguna que implique el propósito de desarticular familias. El considerar los hechos tal como en la referida carta se hace, implica suponer que la salida de los sefarditas que se hallan en territorio español, en tránsito para Argel, sea en calidad de expulsados, haciendo aparecer, de tal manera, al Gobierno y Autoridades españolas como inhumanos equiparándolos a organismos semejantes de otro país que se distinguen por sus procedimientos de implacable persecución contra la raza hebrea. Y esto es tanto más injusto cuanto que de lo que en realidad se trata, es de lo contrario, porque lo que se pretende es que, merced a las laboriosísimas y muy penosas gestiones, que aún no han tenido en su totalidad completo éxito, es liberar a esos desgraciados de las garras de sus perseguidores, que los quieren someter a inadmisibles procedimientos de crueldad. Con tal propósito y en colaboración con el American Joint Comité, se intenta ir sacando a esos hebreos, en tandas, del peligro en que se hallan para irlos mandando a otros países donde se hallen a salvo de la incesante persecución de que son objeto; y en pago de esto, con gran sorpresa, se encontraron dificultades por parte de los EEUU para permitir su traslado al Norte de África”.

Poco más se pude decir.

El 28 de septiembre, a las 20:00 horas, ante la que fuera casa de Sanz Briz (C/ Velázquez 93) en Madrid se celebrará un homenaje a estos diplomáticos. En el mismo intervendrán: Carlos Martínez-Cava, miembro de la Junta Nacional de AES, Yolanda Morín, presidenta de España y Libertad, e Itziar Benabraham, presidente de la Comunidad Sefardí en España.


Francisco Torres García. Historiador.

http://www.diarioya.es

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