Llevan algo así como quince años dándonos la tabarra con el libro electrónico; y para finales de este año se anuncia una ofensiva en toda regla de los mercaderes, empeñados en convencernos de las ventajas del cacharrito de marras. Ventajas que se resumen en una: por fin, nos aseguran, «el saber no ocupará lugar»; por fin, mediante la posesión del cacharrito, podremos descargarnos de forma casi instantánea cuantos libros deseemos, evitándonos la invasión de papel impreso que amenaza con expulsarnos de casa. Aquí se demuestra, una vez más, que los mercaderes olvidan ese mecanismo psicológico irreductible llamado «factor humano»; y es que si los libros nos gustan es, precisamente, porque ocupan lugar, porque hacen de nuestra existencia un lugar, porque son el nido en el que se empolla nuestra vida. Si dejasen de ocupar lugar dejarían de interesarnos, pues habrían perdido su condición de «abrigo del espíritu». Porque en los libros que uno ha leído se refugian los hombres que hemos sido; y cuando llega el invierno, cuando la vida nos araña de secretas melancolías, la permanencia sigilosa de los libros nos vincula con el pasado y garantiza nuestro porvenir.
Con los libros ocurre lo mismo que con los paisajes que habitaron nuestra infancia. Tal vez los senderos que acogieron nuestras huellas se hayan borrado, invadidos por las zarzas y los arbustos, pero basta que volvamos a poner el pie en ellos para que, como por un milagro retrospectivo, recuperemos emociones que creíamos abolidas. Todo lector verdadero sabe a lo que me refiero: basta con que tomemos en nuestras manos un libro que en algún pasaje de nuestra existencia anterior nos cautivó, para que al contacto con sus páginas amarillentas, con sus lomos abrumados de arrugas, se abra, entre las ruinas de nuestra memoria, un pasadizo de claridad que nos conduce hasta el lugar exacto de nuestro pasado en el que hiberna aquella felicidad que ya creíamos irrecuperable, aquellas zozobras e inquietudes que en otro tiempo nos ensombrecieron o exaltaron, todo un mundo de delicadezas espirituales que creíamos asfixiado bajo paletadas de olvido y que, en realidad, estaba esperando su resurrección. Como aquella voz que desafió la muerte de Lázaro -«Levántate y anda»-, los libros que amueblan nuestras bibliotecas, al conjuro de una mirada curiosa que vuelve a posarse sobre ellos, contagian con unas décimas de bendita fiebre continentes de vida que yacían, cadavéricos y exangües, en los devanes del olvido. Y, al favorecer este ejercicio de introspección, los libros ensanchan nuestro horizonte vital, nos hacen dueños de nuestra duración en la tierra, nos permiten -como aquel prodigioso aleph borgiano- otear desde una pacífica atalaya el atlas completo de nuestros días. Ni siquiera hace falta que recordemos con precisión el asunto de aquel libro que tantos años atrás nos cautivó; basta que aspiremos el aroma exhausto de sus páginas, basta que acariciemos su portada, para que vuelva sobre nosotros, con un sabor de ola repetida y sin embargo fresca, la sal que sazonó nuestra juventud, aquel estado de ánimo o clima espiritual que la lectura de aquel libro promovió en nosotros.
Este sutilísimo consuelo espiritual que nos procuran los libros, vinculándonos con nuestro propio pasado y abrigando nuestro futuro contra las asechanzas de la edad, los convierte en el objeto más formidablemente reparador que haya concebido el hombre. Los libros son dioses penates o vigías del tiempo que acompañen nuestra andadura por la tierra; y esta condición jamás la podrá suplantar un artilugio electrónico. Entre los libros y el cacharrito de marras que nos pretenden imponer existe, en fin, la misma diferencia elemental que entre la mujer amada y la muñeca hinchable que reproduce al dedillo sus facciones.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
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