El anuncio de Fernando Adrián de que cerrará el mítico restaurante El Bulli durante dos años ha desatado el lógico entusiasmo en ese oscuro aunque nutrido grupo de personas que acude a un restaurante de nueva cocina con la absurda pretensión de comer. Eso se hace en la casa de uno, en el ventorrillo de la esquina o en la pizzería, pero no en un local que aspira a figurar en la Guía Michelín. |
A un local como el de Adriá se acude a ejercitar regiones de la corteza cerebral que por lo común se encuentran en estado de hibernación; a recibir los estímulos sensitivos que sólo en un lugar así se pueden experimentar. Una experiencia sensorial o, como decía un oyente de esRadio Murcia, un "orgasmo gastronómico" es lo que uno espera cuando se pone en manos de un cocinero revolucionario, no llenar la panza hasta quedar ahíto para atizarse como colofón un leñazo de orujo. Que es una cosa muy respetable también esto último, no me vayan a entender mal, pero desde esas premisas estéticas no se puede juzgar con criterio lo que los nuevos cocineros están desarrollando en sus laboratorios de última generación para asombrar a sus clientes.
Uno, que defiende el pijerío como elemento beneficioso para la estética social, se sorprende cuando ve a gente de cierto nivel abrevando vino peleón y comiendo algo parecido a las repugnantes gallinejas en una taberna con aspecto de haber vivido épocas infinitamente mejores. Si lo hacen porque no les importa la higiene en la restauración todavía tiene un pase, pero si es porque el estilo buhardillero llevado a los fogones se ha puesto de moda, se comprende perfectamente que echen pestes de Adriá(n). Ellos no merecen ir al Santuario del Bulli, al menos hasta que purifiquen su alma y hagan el debido propósito de enmienda.
Porque al Bulli hay que ir de peregrinación al menos una vez en la vida, y quien dice al restaurante de Fernando Adrián dice a cualquier otro de nivel similar de los muchos que hay desperdigados por toda España. No daré nombres porque sus jefes de cocina todavía no han anunciado se que vayan a tomar un par de años sabáticos para reflexionar, pero los hay capaces de emocionar a su clientela tanto como el maestro de Cala Montjoi.
Los genios como Adriá(n) necesitan a veces un par de años para reflexionar, porque deconstruir los alimentos naturales hasta su nivel atómico para volver a edificar una nueva realidad acaba agotando hasta a las mentes más fecundas. El espectrógrafo de masas, los aceleradores de partículas y la desintegradora de protones con isótopos de nitrógeno son elementos indispensables en cualquier cocina moderna, junto con una buena lumbre de sarmientos secos, y no hay que escandalizarse por que las nuevas tecnologías hayan llegado también a la cocina. Los platos servidos después de ese proceso de última generación tienen forzosamente que sorprender al paladar, y eso es lo que venden los restaurantes de alta cocina. Pero para apreciar en su justa medida el valor de lo que ofrece un cocinero de esa talla hay que tener cierta sensibilidad.
Hay también quien critica la nueva cocina desde una perspectiva económica, con el argumento de que sus responsables cobran precios exorbitados por cantidades ridículas de alimento. Nuevamente, se hace necesario recordar las enseñanzas de nuestros escolásticos de los siglos áureos, los primeros en descubrir que el precio de un bien o servicio no se podía fijar de forma objetiva, puesto que el valor de las cosas depende únicamente de la utilidad que representan para el comprador y la intensidad psicológica con que se desea su disfrute. Desde ese erróneo punto de vista, también podría criticarse a los que gastan tres veces más en acudir a un partido de fútbol; para que encima pierda tu equipo y se te quede cara de Montilla.
El Bulli es un santuario y Fernando Adrián un místico, y estoy dispuesto a demostrárselo a cualquiera que opine lo contrario. Sólo tiene que invitarme a comer allí antes de que cierre.
Pablo Molina
http://findesemana.libertaddigital.com
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