Permítanme que me ponga un poco feminista en la columna de hoy y me congratule de que sea una mujer, la magistrada Ángela Murillo, una de las escasísimas personas que en España no se ha dejado chulear por Arnaldo Otegi. «Como si toma vino» le espetó ayer a la abogada de Otegi, cortando en seco el intento de ambos de hacer un acto de propaganda en pleno juicio a cuenta del agua que el pobre Otegi al parecer necesitaba por esa insólita huelga de hambre a tiempo parcial en la que dicen estar los etarras encarcelados.
Pero, sobre todo, Murillo puso de relieve ese ridículo generalizado en el que hemos vuelto a incurrir en los últimos meses todos o casi todos los que observamos los movimientos etarras con una básica y elemental pregunta que dirigió al acusado: «¿Condena usted la violencia de ETA?» y que éste se negó a responder. Y con la que la magistrada demostró que Otegi, a quien tantos y tantos han atribuido el supuesto liderazgo de un movimiento de cuestionamiento de la violencia en el seno de ETA, está en la obediencia más estricta de las órdenes de la banda y en el apoyo sin fisuras a su estrategia terrorista.
O, lo que es lo mismo, que nos ha tomado el pelo de forma miserable una vez más. O que hemos deseado que nos tomara el pelo, con esta torpe y estúpida insistencia en encontrar rupturas en ETA que nos ocupa el tiempo entre atentado y atentado. Y que llevó a su máxima expresión el presidente del Gobierno, probablemente la víctima más señalada de los encantos de Otegi, cuando nos quiso convencer de que este tipo, el mismo que demostraba obediencia cerrada ayer a la cúpula de ETA, era un hombre de paz que iba a sellar el fin de ETA.
Han pasado muchos etarras de gesto y palabra chulescas por la Audiencia Nacional. Pero ninguno como Otegi, con esa diabólica sonrisa capaz de lograr que tantos lean paz allí donde sólo pone crimen.
Edurne Uriarte - Catedrática de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco
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